Por Luis Oro Tapia.- Iván Zamorano dijo, en junio de 2004, que no entendía por qué este país destruía a sus ídolos. Recordé la frase de Zamorano a raíz de una columna de Daniel Matamala y otra de Rafael Gumucio. Ambos columnistas tratan con desdén o por lo menos con desdoro a Elisa Loncón.
Hace exactamente un año atrás ello era inconcebible. Y si algo así hubiese ocurrido, los autores de las aludidas columnas hubiesen sido “funados” o, como mínimo, severamente reprendidos por tratar con desenfado a una mujer que es, además, representante de un pueblo originario. Más aún: Elisa Loncón era un ícono y también (para no pocos) algo así como un ídolo en la acepción que Iván Zamorano le otorga a dicha palabra. Pero ya no lo es. Su buena estrella se extinguió de manera súbita.
El hecho de que, actualmente, Matamala y Gumucio no sean en modo alguno cuestionados por sus dichos es un indicador de cómo ha variado el registro de relaciones de poder en el transcurso de tan sólo un año. El clima político cambió. Claramente, la doctora Loncón fue despojada de los fueros con los cuales fue agraciada por la misma opinión pública que hoy inadvertidamente —y sin ningún tipo de comparsas— se los quita.
La caprichosa opinión pública ha devenido en diosa Fortuna y, como decía Nicolás Maquiavelo, ésta demuestra todo su poder donde no hay Virtud alguna. Me parece que tanto Zamorano como Maquiavelo, cada uno a su manera y con su respectivo lenguaje, brindan certeras pistas para comprender las venturas y desventuras de Elisa Loncón.
Luis Oro Tapia es académico de la Facultad de Gobierno de la Universidad Central