Por Fidel Améstica.- Levanto el rostro hacia el cielo nocturno y me pregunto por qué la noche es oscura a pesar de tantas estrellas, y en el tenue resplandor de ese destello infinito trato de ver —más bien imaginar— mi reflejo contra esa sombra salpicada de luceros. Y nada nuevo hay bajo esos soles lejanos. Esa misma interrogante se planteó Edgar Allan Poe; y hace más de siglo y medio, en 1848, arriesgó una respuesta que aún marca (¡vaya paradoja para un poeta y prosista del terror!) el desarrollo de toda la astronomía de hoy y mañana, aunque el tema ya era asunto de Kepler (en 1610) y Chéseaux en el siglo XVII, y de los babilonios miles de años antes. En Eureka, parágrafo XVI, traduce así Cortázar esta línea de Poe: «Lo que tú llamas Universo no es sino su presente existencia expansiva» (lo que otros transcriben como «Lo que llamas Universo no es más que la expansión presente de su existencia», de acuerdo a don Félix Schwartzmann en su ensayo Historia del universo y conciencia, del 2000); y este poético enunciado irá teniendo su codificación científica a partir de la teoría de la relatividad, resolviéndose así la paradoja de Olbers, esbozada en 1823, en cuanto a por qué, pese a incontables estrellas cuya luz viaja sin detención a 300 mil km/s, no estábamos cegados por un tsunami interminable de fotones.
«El cosmos es todo lo que es, que siempre fue o siempre será… ¡Vengan conmigo!», escucho más tarde cuando vuelvo a ver «Cosmos: A Spacetime Odyssey», que inicia con la voz de Carl Sagan del programa de 1980 mientras revientan las olas en el roquerío donde inició su viaje aquel año. Y luego, Neil deGrasse Tyson nos invita a recomenzar en 2014: «Now, it’s time begin to the go the game… Come with me!». Y la luz azul-violeta de la pantalla vuelve a zamparse la melatonina que uno acumula durante el día. Y a navegar por lo desconocido se ha dicho, la forma que tiene el universo de conocerse a sí mismo; con los ojos ahogados en la negrura del vacío, como los de Ernesto Cardenal (no como uno frente a la tele) en el Cessna 172N que lo llevó de Santiago a Chillán la tarde-noche del miércoles 16 de abril de 2014, haciendo carne aquello de yo miro ese universo, y soy el universo que se mira. La finísima retina del universo mirándose a sí mismo, (…) eso somos mirando en la noche… ¡Vengan conmigo!
La gloria de «Chillán Poesía» aquella Semana Santa fue traer a nuestro país a Ernesto Cardenal, el poeta de la sagrada revolución cósmica del corazón humano encharcado en sus miserias. El evento es la joya del Grupo Literario de Ñuble, bajo la presidencia del poeta Mario Flores el día que bajó el vate de la aeronave directo a atender el llamado de la naturaleza apurando su bastón de cuatro apoyos, mientras Carolina Marcos, periodista del rotativo La Discusión, le pregunta: «¿Y cómo estuvo el viaje, don Ernesto?». Y con la voz adelgazada en el cuello y el pellejo estirado de urgencia, le responde: «¡Me trajeron en una PI-PI-LA-CHA!»… «Pipilacha». ¿Una pipilacha? Fue la primera vez que escuchamos esa palabra. Por su sonido, intuíamos un leve tono despectivo, un vocablo medio pariente de hilacha, cucaracha o pirilacha. La periodista no supo en su pasmo qué entender y siguió haciendo preguntas para la exclusiva de su diario, porque Chillán estaba revolucionado con esta visita, y el hombre solo quería llegar a un punto donde poder limpiar su humanidad biológica, que no por biológica es menos divina. ¿La culpa de su premura intestinal era de la «pipilacha»?
Con esa palabra en Nicaragua designan lo que nosotros llamamos chilenamente «matapiojos», vale decir, una libélula, y en específico, la Uracis imbuta, descrita por Burmeister en 1839. Y por arte metafórica, así se les llama a las avionetas en las tierras de Sandino y el gran Rubén Darío. Por mientras, la periodista, toda cocoroca —de acuerdo a testigos presenciales—, no atinó más a que ser la protagonista de su propia nota, pues ni mencionó al Grupo Literario de Ñuble, los verdaderos gestores del prodigio, cuando al día siguiente vimos el impreso. Porque fue una tarea de todos. Fue el pueblo unido. Y lo hicimos. Todo esto quedará para quien quiera verlo en los viejos periódicos, en periódicos amarillos al comienzo de la nueva historia, periódicos poéticos. Los que hicieron las tareas importantes, y los que hacían las menos importantes; esto fue una tarea de todos. La verdad es que todos pusimos adoquines en la gran barricada.
Apretón de manos, palmadita en el hombro. Vamos en el espacio-tiempo como en un tren en la noche. (…) La coincidencia de estar el hombre en tamaño intermedio entre el planeta y el átomo. Átomos de lejanas estrellas llegan hasta nosotros. Ellas, portadoras de vida… Y así mismo, kilos de átomos buscando salida en la privacidad humana, vida que vuelve a la vida por el resumen del desagüe; sin imaginar en su silencio y respiro que, días antes en esa semana, riadas de versos alimentaban la espera del poeta de Solentiname. Lila Calderón, sin saberlo, ejercía la poietomancia cuando su voz inundaba la Sala Lázaro Cárdenas al mediodía del miércoles 16 de abril de ese año, con estos versos de su poema «Lo que ocultan los vestidos»:
Es de brujas acaso
saber que no hay frío
en el vientre del cosmos,
solo un oleaje que mece las almas
fuera del tiempo
y las calma del clamor humano (…)
Y ese clamor de las entrañas cósmicas preveía cómo sería la llegada. ¡Sos grande, Lila!:
Hay que avanzar sin preocuparse
de limpiar el camino
o elegir a los acompañantes.
Ya entendemos que al juego entran todos:
peones, alfiles y señores
—con coronas o descalzos—,
aunque no sepamos bien por qué.
Algunos participantes distraen, eso sí,
y hacen perder la paciencia,
nublan la armonía con sus cantos letales
sin recordar que estamos de fiesta
—buena o mala—, como invitados.
Y el punto era ese, se trataba de una fiesta en cuyo centro rutilaría uno de los poetas más importantes a nivel global. A los demás, no nos cabía más que el honor de un lugar en la comparsa: ni declamaciones, ni cantos, ni videopoesía, ni performances podrían ser más vanguardistas e importantes que la tradición americana en lengua de Ernesto Cardenal, luz en que delante de la luz va la sombra volando como un vampiro. Y, ¿por qué viaja la luz? ¿Y hacia dónde va? Simple, porque viene el día, porque los sueños nos tenían separados en tijeras; y va «a Dios que alegra mi juventud»: ad Deum qui laetificat juventutem mea. Así que levántate vos, y vos, y vos. (Ya están cantando los gallos). ¡Buenos días les dé Dios!
Y como respuesta, el eco de los versos de Pepe Cuevas reverberan entre lo críptico y lo paródico cuando se levanta el YO de ese vos, y vos, y vos: «yo soy el que soy / un pobre tipo de chile» (así, en minúscula), cuando la tradición baudeleriana marcó la ruta de la poesía moderna hacia el abismo de lo desconocido, ese yo que es otro en Rimbaud, y Pepe se pega un salto en este trazado y encuentra que «Yo/ es nadie (…) solo creo en mis propios / zapatos cafés / subiendo / la escalera de todos los días». Y siendo de esta manera, que ese vos sea un yo-(nos)otros derechito a un abismo de un pobre don nadie, lo inesperado puede hacerse yunta con lo desconocido a fin de arar en los lomajes de las intenciones y fantasías humanas. (Y ya me hice bolas, ni yo sé lo que dije. Y le partiré la madre al que fuere si esgrime la intertextualidad para esconder su falta de imaginación).
Bueno, todos se levantaron cuando la idea cuajó. Flavio Vicente Lillo, que se define a sí mismo como «músico-poeta» (en ese orden), contactó por correo electrónico a su ídolo nicaragüense, cuya secretaria transmitió la invitación; y el Grupo Literario de Ñuble cogió la hebra y se movió en conjunto para lograr esta empresa. Pero poco después, o casi encima, la Universidad de Valparaíso también quería a quien creó la «Oración por Marilyn Monroe», y se encontraron con que Chillán tenía la prioridad. Hubo que negociar: bien para unos, mejor para otros. Pactum habemus, sacculum hilaris.
En el puerto, Cristián Warnken fue parte de la ceremonia de la distinción honoris causa, el 15 de abril, evento que inauguró el año académico, y en su discurso destacó los hitos del homenajeado: «Cardenal volvió a sacar, como Orfeo a Eurídice, a la poesía hacia fuera, a plena luz, al exterior, al paisaje, a la historia, a la geografía y el hombre»; lo llamó «Chamán de la claridad», «liróforo celeste y terrestre», jugado por «una poesía que no teme ser narrativa ni anecdótica», y en la que
se atreve a enfrentar la actualidad, la realidad más apoética y resistente, el evento menos incorporado a una tradición literaria, la materia más desasida de forma cultural, no para inventariarla en una prosa amorfa escrita en verso como sus malos imitadores, sino al revés, para levantarla y sacarla del caos innombrado, para dar forma de lenguaje y cultura al drama de América Latina, y aquel otro más profundo: la del alma frente a Dios. […] la poesía de Cardenal ha tocado lo más íntimo y esencial del hombre…
(Claro que Warnken no menciona que Eurídice quedó para siempre en el hades, porque Orfeo volteó hacia atrás, y hasta ahí nomás llegó el paseo). Kathleen Whitlock y Roberto Ampuero, que recibían la Medalla Universidad de Valparaíso en la ocasión, representaban a las damas de honor de la poesía cardenaliana: la ciencia y la literatura. Y el poeta sacerdote, en su discurso de laudatio, nos volvería la mirada hacia el joven Rubén Darío en un barco alemán con rumbo a Valparaíso, donde publicaría Azul, el umbral del antes y el después en la poesía latinoamericana; luego, hacia Neruda y Víctor Jara en su Canto cósmico, cuando la segunda patria de Darío fue violada por el peso de la noche, noche sin azul en su materia oscura. Y bajo el escenario, dejó este testimonio ante el notero:
Muy impresionante ese fuego como yo lo vi el día que llegué, parecía el fuego del infierno. Pero más impresionante todavía es la solidaridad de los jóvenes que había, luchando contra ese fuego, luchando contra ese infierno. Ese fue el mensaje que yo recibí de los jóvenes.
Era el año de los incendios en Valparaíso, de los más devastadores en su historia. Los ojos del fuego cósmico del nicaragüense contemplaron el fuego de la juventud para combatir un infierno sin Orfeos ni Eurídices, al que el rector Aldo Valle se refirió de este modo en su alocución, al plantear que el rito de apertura del año académico
lo hacemos en medio del dolor de la ciudad y la desgracia de millares de nuestros vecinos. Espero que lo hagamos también con el padecimiento interior verdadero y no solo transitorio de las deudas colectivas y estructurales que tenemos con quienes viven en esos cerros trágicos, y que desde siempre han estado expuestos a la improvisación y al olvido público. (…) en estos días no solo nos ha maltratado el viento, el fuego o la naturaleza; también hemos podido apreciar cómo las limitaciones de nuestra conciencia pública y de nuestros significados normativos fundamentales acerca de la convivencia humana han mostrado ese subdesarrollo más duro y más denso, más difícil de remover en el país, que es nuestra incapacidad política y cívica para construir un orden de relaciones sociales más ecuánimes y más solidarias (…).
(Comentario aparte, estas palabras anticiparon de algún modo otro fuego, el del estallido social del 18 de octubre de 2019, en que la falta de solidaridad y destrucción del tejido social sistémicos hicieron reventar a todo el país, harto de lo intolerable. No faltó entonces quien se preguntara, «¿pero cómo no lo vimos venir?». El rector Aldo Valle la tenía clara).
Para el día siguiente, Editorial UV tenía organizada la presentación de la antología Poesía vivida en la Sala América de la Biblioteca Nacional, con Warnken en su calidad de editor, y Floridor Pérez, quien prologó esta selección poemaria y además recordó su primer encuentro con Ernesto Cardenal a viva voz:
Fue en 1972, durante un recital que ofreció en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. Yo era un profesor rural a 30 kilómetros de Los Ángeles y 500 de Santiago, pero llegué para escucharlo y recuerdo que al final le pasé un libro para que me lo firmara y él me respondió: «Los revolucionarios no damos autógrafos».
Mutatis mutandi, los revolucionarios no, pero los escritores y rockstars sí dan autógrafos, y él no fue la excepción al final de la presentación de Poesía vivida, atendiendo a sus 89 años una larga fila de quienes esperaban una mínima dedicatoria.
Amor sin reloj, que el minutero del reloj no mida en minutos. Vuela el tiempo y su sombra. Tras la presentación de Poesía vivida, Cardenal es llevado a almorzar por Warnken y algunos más al Squadritto Ristorante en el Barrio Lastarria, aquel que bajó sus cortinas y apagó sus fuegos en enero de 2021 por gracia del estallido y la pandemia. Los intereses de Chillán, en tanto, estaban a cargo del poeta Rowson Yeber, a quien se le encargó la misión de llegar sí o sí con el invitado de honor ese día a los lares de los Parra, de Claudio Arrau, de Marta Colvin, y patria última de Gonzalo Rojas; y no se le despegó ni un instante. Los de Valparaíso ya habían tenido su tajada. Al ver que el sol descendía, se animó a decirle con discreción al oído que ya debían partir, por lo que Cardenal tuvo que dejar el placer y fruición de la mesa junto con su secretario, su compatriota y también poeta Bosco Centeno.
El asunto era que la logística disponía en el Aeródromo de Tobalaba de un Cessna 172N, matrícula CC-PHZ, número de serie 17272414, de propiedad y uso del Club Aéreo de Chillán, y cuyo piloto era el muy experimentado Roberto Hidalgo Miranda. Y existe una hora tope de despegue para este tipo de aeronaves según sea su punto de aterrizaje, pues no pueden llegar a destino después del crepúsculo; y la hora de salida estaba programada a las 17:00 horas, y es necesario recordar que aún faltaban días para el cambio al horario de invierno (que es el huso horario real), por lo que oscurecía más temprano en aquella Semana Santa.
En Chillán, el pueblo unido del Grupo Literario de Ñuble sacaba pecho con su gestión: «Contratamos un avión para traer a Cardenal. ¡Qué te crees!». No se andaban con chicas. Y en el Aeródromo de Tobalaba, los trámites de despegue con la torre de control tenían su turno. Cardenal y su secretario Bosco Centeno ya estaban instalados en el Cessna. Bosco inquiere al copiloto en su tono caribeño: «—Oye, Rowson. ¿Cuánto demora el vuelo hasta Chillán?». Y volteando para responder, le sale a la chillaneja: «—Una hora y pico». Poco antes de subir, Cardenal miraba en silencio el transporte con las dos manos en la empuñadura de su bastón de cuatro apoyos, y Bosco se jactó de haber volado en condiciones más adversas cuando sirvió en el ejército, así que ninguna contrariedad, menos algo que lo amilanara.
El despegue fue retardado, sin embargo, por minucias protocolares, peccata minuta, merced a lo cual los pasajeros comenzaron a inquietarse, aunque sin el coraje para que les saliera el habla todavía. Roberto Hidalgo, el piloto, y Rowson tenían una conversación con algo de incipiente estrés. La radio no estaba funcionando bien, o quizás era la de la torre de control; nunca lo sabremos. Unos hablaban y a este lado no se oía; luego el piloto pedía copia y un chirrido llegaba de vuelta. En veces sí, en veces no. A las 17:40 parecía estar solucionado el fallo de comunicación. El piloto dio una mirada a los pasajeros y le preguntó a Bosco lo más amable que pudo: «¿Cuánto pesa usted?»… A veces las apariencias engañan, pero en concreto eran 120 kilos de humanidad en un solo sujeto. Y el Cessna no puede despegar con más de 367 kg de carga, y entre los cuatro sumaban la medida temerariamente ajustada. «—Bien, dijo Roberto. —Haremos lo siguiente: llevaremos el peso hacia el motor; así que échese hacia adelante, abrazando el respaldo de mi asiento». Ernesto Cardenal hizo lo mismo con el asiento de Rowson Yeber, a pesar de que su masa corporal no creo que superara más del 40% de la de Bosco, su acompañante secretario. Así, tenemos lo humano tocando lo humano, la unión de la piel humana con la piel humana. Es como tocar el Comunismo con el dedo, compañeros.
Con el motor encendido ya, la torre algo dice por radio. ¿Autoriza o no autoriza el despegue? El hecho es que el monomotor de ala alta acelera y comienza su elevación a unos 3,7 m/s, a las 17:45 (su hora cero); y los pasajeros, con los ojos apretados y arrugas en el ceño, se amarraban con los brazos a las espaldas de unas especies de Carontes celestiales, pensando, como dice San Pablo (I Cor. 15:19), si Cristo no resucitó, somos unos pendejos. Si no hay otra vida, estamos jodidos. Y justo en Miércoles Santo, cuando Judas Iscariote llegó a un trato entre gallos y medianoche en el sanedrín. Pero un sacerdote poeta sabe que, nacidos para desposarnos con el cielo, desde el semen de mi padre me conociste —podría haber dicho Cardenal—, más allá de la muerte de los sistemas solares, aquello para lo que la Revolución no tiene respuesta. Y después de todo, ya rotas todas nuestras moléculas, el sacrificio, inmolación, son una ley darwineana. El martirio es evolucionario. No solo los héroes y mártires, todo ser vivo muere por los otros. El ser vivo es para dar vida y dejar de ser, morir para la nueva vida… Digamos que al menos estaba la opción de morir confesados, aunque, ¿quién hubiese confesado al confesor? Podría haber sido de poeta a poeta, aunque los poetas dicen mentiras que son verdades, pero mentiras al fin y al cabo solo avaladas por las musas en las que no muchos creen.
Posterior a los días de estas jornadas, llegó al piloto una solicitud de informe en estos términos:
Sr. Hidalgo: informe por qué el 16.ABR.14, siendo Ud. piloto al mando de la aeronave matrícula CC-PHZ, con FPL desde SCTB a SCCH, no notificó abandonando frecuencia a Tobalaba Torre ni contactó a otra dependencia ATS (Santiago Información o Santiago Radio). Además informe si está familiarizado con los canales de salida VFR en el Terminal Santiago y la ubicación de la zona restringida.
Atentamente,
Claudia Cardinali Herrera
Departamento Prevención de Accidentes
Sección Investigación de Tránsito Aéreo
El requerido, proactivo y eficiente en estos lances, dijo en parte de su informe:
(…) con el FPL presentado en Tobalaba, estimando hora de salida a las 17hrs (hora local) y una llegada a las 19hrs, y estando en el cabezal de la pista, falló la radio, por lo que volví a la plataforma a solucionar el problema, situación que resolví 45 minutos después. Con las autorizaciones correspondientes con radio y transponder en orden, realicé un despegue bajo hacia el sur por Peñalolén (estanque de agua) – La Florida – Puente Alto (Cerro Las Cabras 4.000 pies), viraje al sur-oeste-lateral cerro Los Ratones – Río Maipo viraje al sur y vertical Angostura 4.000 pies.
En relación con las comunicaciones, informé a Tobalaba torre el despegue y posteriormente para hacer abandono de frecuencia y pasar a Stgo. Radar, no hubo comunicación alguna tampoco con Stgo. Radio, por lo que consideré menos riesgoso proseguir que devolverme a la pista en esas circunstancias; al aproximarme a los 4.000 pies me comuniqué perfectamente con Rancagua torre, a quien le expliqué el problema recién ocurrido. Posteriormente las comunicaciones se normalizaron, llegando a Chillán sin problemas.
(…) Estoy atento a cualquier comentario y me alegra saber que existe gente como ustedes para que seamos mejores pilotos.
Saludos,
ROBERTO HIDALGO MIRANDA
Y fue todo. No hubo insistencia. En el cabezal de pista, entonces, imagino que la atmósfera se hincha desmesuradamente y adquiere color rojo. Había que despegar. Si la radio balbuceaba algo, y con Rowson impregnado hasta el hígado en su papel y misión, lo veo impeliendo al piloto: «—¡Despega! No contestes (puede que aquí vaya un chilenismo)». Que sí, que no, mientras el motor ya está a 1.000 rpm, un tira y afloja que termina cuando la palanca de aceleración es empujada y al piloto no le queda más que asumir. Fin de la discusión. La nariz se levanta y ¡ay! grita el hombre desde que sale del vientre queriendo volver a él. Y allá volveremos. Todos juntos. Al vientre del cielo. Ir es regresar.
Cabría de pelos luna no tuvo la noche ni lucero ninguno. Pero estaba despejado: El cielo lleno, llenísimo de estrellas. La Vía Láctea clarísima tras el grueso vidrio de la ventanilla, masa blancuzca y rutilante en la noche negra, con sus millones de procesos de evoluciones y revoluciones. (…) La Vía Láctea arriba, y las luces de la revolución de Nicaragua. Las cartas estaban echadas, el plan proseguía su curso; solo que Ernesto Cardenal, de 89 años, ya llevaba una hora instalado en la pipilacha, con las piernas tullidas y las cuerdas vocales cerradas por una aventura indeseada, «mas no se haga mi voluntad, sino la tuya»: Pater si vis transfer calicem istum a me verumtamen non mea voluntas sed tua fiat (Lc. 22:42). Por su lado, el veterano del Ejército Bosco Centeno quedaba con su arrojo en entredicho en su fuero interno.
La noche los pilló en pleno vuelo tras surcar el cielo a 4.000 pies sobre Peñalolén y el Cerro Las Cabras en Puente Alto. A la altura de Rancagua, como dijo el piloto Roberto Hidalgo Miranda, las comunicaciones fueron normales con las torres de posta en el trayecto. Y pasada una hora de pipilachear, la preocupación en medio de la oscuridad celeste activó el habla de Bosco: «—Oye, Rowson. ¿Cuánto falta para llegar? Tú dijiste que tardaríamos una hora, y ya pasó ese tiempo». Y como dice Heráclito, el carácter es destino. El timós (arrojo y coraje) en el chillanejo era de fragua milenaria: «—¡Mira, Bosco! Fui súper claro contigo desde un principio: te dije que nos demoraríamos una hora y pico. Lo que pasa es que aquí en Chile el pico es más largo… ¡Y te lo advierto: esta conversación la continuaremos en tierra!».
Girando en el espacio negro, dondequiera que vayamos, vamos bien. Y también va bien la Revolución… en una región marginal de una galaxia… Seguir viaje. Y aquel viaje muy jodido… Pero el amor es infinito. Y para aliviar las tensiones, era necesario cambiar de tema, conversar de otro asunto; y Rowson, a modo de empatizar en lo literario, le comenta a Cardenal, a 4.000 pies de altura en la negrura de los cielos salpicada de estrellas alrededor de una luna llena que no veían sobre sus cabezas, que ese día fue internado Gabriel García Márquez en un hospital de México, una recaída del cáncer linfático diagnosticado en 1999. Seguro que de esta no se salvaba, sería una gran pérdida, pero Gabo era fuerte, todavía le quedaba mucho por entregar al mundo… Y eso. Las palabras no se multiplicaron más allá de la intención. Y agreguemos que el novelista de Macondo se embarcó a la otra orilla a la mañana siguiente, y de seguro que en la comparsa con que mató en la máquina de escribir a Aureliano Buendía mientras este regaba un castaño con el miembro agarrado, echando su última simiente al árbol de la vida, porque eso es la vida, una comparsa que viene, pasa y se va.
Silencio. Y el corazón vacío: como el espacio vacío que no es la nada sino que tiene infinita energía… Y el objeto en su órbita alrededor del sujeto… No hay ninguna nada. Nada sale de la nada, ni nada vuelve a la nada… solo vuelo y amor. Vuelo y amor de pipilachas y chayules, aleteos y zumbidos, movimiento browniano de las palabras en el cosmos de la mente humana. Lo prioritario: que la niña se desarrolle. Lo prioritario es la Revolución. Todavía solo hay seres humanos, no la Humanidad. Los seres humanos somos volubles, veleidosos, imperfectos y voluntariosos, llenos de contradicciones, incoherencias e inconsecuencias; nos mueven sueños, deseos y necesidades, la carga siempre se nos desarregla y desacomoda en el trayecto. Y sin embargo, nunca nos detenemos, hay que llegar como sea a donde nos llama el destino, aunque uno no quiera. Y lo prioritario, más que nada: llegar de una vez por todas, porque la brisa que se cuela por alguna parte de la avioneta tiene en toque de queda a las criadillas, cojonudamente hablando.
El Cessna pipilacha, por su vertical ya habiendo pasado San Fernando, Rancagua y Curicó, perdía su paralela crepuscular y de cuando en vez las sucesivas torres de control monitoreaban el vuelo por radio. Y a Rowson le entra una llamada: faltaba un moderador en una de las mesas de poetas: «—¿Y qué querís que haga, h…? ¡Voy en el avión! ¿O querís que me baje y corra para ir a solucionar el problema? ¡Arréglenselas solos!». Fin de la llamada. En la vertical Linares, próximos a Parral, el sol bajó por completo, y desde ahí, penumbra y oscuridad. Aún faltaban 62 kilómetros. Al momento de ser el turno de la torre de Chillán, el piloto Hidalgo solicita el encendido de las luces de la pista (por lo que debió pagar un costo de $2.219 posteriormente). Luces encendidas. ¿Y dónde estaban? Los instrumentos indicaban que, por los paralelos que cruzaban, estas debían ser visibles sobre la losa. «—¡Roberto, están encendidas! ¡Cómo es que no las ves!», se escuchaba por radio. Pero hay un dato que desconocemos de las pipilachas…
Las Uracis imbuta, de la familia Libellulidae, del orden Odonata, clase Insecta, filo/división Arthropoda y reino Animalia, tienen como hábitat natural las cercanías acuáticas, como lagos, charcos, ríos y tierras pantanosas. Respiran por branquias que la naturaleza les ha puesto en el ano, y todo para desovar en el agua. Anisópteros o libélulas, odonatos, son paleópteros que no pueden plegar las alas en el abdomen. Sus ojos multifacelados les permiten visión de 360 grados. Fuera de ello, desde tiempos inrastreables, la libélula es símbolo de fortuna, prosperidad, poder y equilibrio. Son de buena suerte si entran a las casas o los jardines, o soñar con ellas. Su etimología remite al latín libellula (nivelillo), palabra con que ya se nombraba a este afamado insecto. Es un diminutivo de lebella, nivel de una balanza, que se equilibra a pesos iguales; y a su vez, libella es un diminutivo de libra (balanza, también unidad de peso de 12 onzas). Ha de ser porque este insecto es capaz de permanecer suspendido y equilibrado en el aire. Comparte raíz con equilibrio o equilibrar. Sus otros nombres son aguacil o alguacil (Ar. y Ur.), robapelo (Ec.), chapul o chapulete (Col.), matapiojos (Ch. y Col.), folelé (Canarias) y, por supuesto, pipilacha (Ni.).
No veían las luces porque la pipilacha, siguiendo su instinto, buscaba un medio acuoso, y lo más cercano era el charco del Pacífico: Vamos a ver el agua muy azul: ahorita no la vemos. Pero Hidalgo, domador de pájaros mecánicos, supo contener el impulso de la criatura y enfiló de west a east, y sanseacabó. Solo entonces pudieron ver las paralelas de puntos luminosos, como si las estrellas hubiesen bajado para hacerles la entrada gloriosa, formadas en dos líneas punteadas al modo de los soldados romanos de Hollywood rindiendo honores al César triunfante. Luciérnaga en el suelo. Inútil lumbre de la hembra en el suelo sin que el compañero de luz baje del cielo. Está muy clara la Vía Láctea… Las estrellas son frotación, acto sexual, orgasmo. Por eso son tan calientes. Orgasmo de Amares en el Escorpión, Betelgeuse en Orión, Aldebarán… El universo es dual y todo ser es dos. Pero mientras los demás no sean, vos no sos.
Y la nariz del paleóptero de un solo motor se inclina con su hélice zumbadora hacia el luminoso trazado del camino final. La noche es oscura como ala de cuervo ahora; y con todo bajo control, Roberto Hidalgo Miranda, con sutil hidalguía en su miranda voladora, solicita a su copiloto que le alumbre el tablero con el celular. Y Rowson Yeber, poeta a toda prueba, dosificando el rendimiento de la batería de su móvil, desbloquea la pantalla del teléfono, una, dos, tres, las veces que sea necesario, porque si activa la linterna, la batería de ion litio se le escapa irremediablemente hacia el cosmos insondable. Y en vez de hablar, el celular alumbra, sin saber cómo se hizo y menos cómo funciona, pero qué importa eso, lo grave es que no sabes como yo tampoco sabía que muchos mueren en el Congo, miles y miles por ese celular… por el control de los minerales, corporaciones multinacionales hacen esa guerra inacabable. 5 millones de muertos en 15 años
y no quieren que se sepa… 80% de las reservas mundiales del coltán están en el Congo, yace el coltán desde hace años, tres mil millones de años. Nokia, Motorola, Compak, Sony, compran el coltán, también el Pentágono y también la corporación del New York Times y no quieren que se sepa… niños de 7 a 10 años extraen el coltán porque sus pequeños cuerpos caben en los pequeños huecos por 25 centavos al día, y mueren montones de niños por el polvo del coltán o martillando la piedra que les cae encima… ese crimen organizado de multinacionales… La Biblia identifica justicia y verdad, y el amor y la verdad, la importancia pues de la verdad que nos hará libres, también la verdad del coltán, coltán dentro de tu celular con el que alumbras el tablero apenas y saber cómo carajos va la pipilacha en el descenso.
Y a metros de tocar el suelo, el piloto —dado que las ventanillas no eran del tipo descendente, sino que fijas, sin alzavidrios— abre la puerta para poder ver la pista hacia abajo y calibrar la distancia de aterrizaje (y esto me hace pensar en cómo arrojaron los volantes sobre Chillán días antes del evento, porque usaron el mismo avión). Todo OK, y Roberto entra el cuerpo y la cabeza, luego que el aire se renovara en la cabina a charchazo limpio en el rostro de cada cual. Tres rebotes o saltitos pegó la nave antes de que los neumáticos tomaran confianza y agarre. La eternidad del sexo con alas llegaba a su fin, esos animalitos minúsculos de carne de aire pensamos que solo sirven para jodernos, pero son como una alegoría de algo, allí en el aire: de una existencia distinta que puede tener el hombre en otro elemento y con otras funciones. Seres esencialmente cósmicos. No podemos excluir a la tierra de la eternidad. Esas luces allá arriba, la Jerusalén Celestial; y las de acá abajo, el Chillán terrenal.
Habitantes de este cuerpo celeste, los gigantescos espacios cósmicos actúan sobre nuestras células. Como toda molécula de la tierra atrae a la luna, al sol y las estrellas. El fuego que creó a las estrellas y nosotros. Lo que en la tierra llamamos la naturaleza humana hija de procesos de reacciones nucleares. No se crea que las estrellas nacen solas. Y con telescopios miramos el pasado en el espacio: 2.000 millones de años atrás tras el cristal, galaxias como existieron hace esos millones de años… Y clarín corneta: Cardenal es un Orfeo que ve hacia atrás por el telescopio de las palabras, y Eurídice se nos quedó para siempre en los recintos del hades cósmico al fondo de la mirada.
La pipilacha Cessna 172N, matrícula CC-PHZ, número de serie 17272414, de propiedad y uso del Club Aéreo de Chillán, aterrizó a las 22:50 UTC (Universal Time Coordinated), es decir, en relación con el tiempo que existe en el meridiano cero, por lo que Chile tiene UTC-4, lo que nos da como hora local de verano las 18:50 (la hora no se cambió hasta el domingo 27 de abril). Otros dicen que fue a las 19:50, pero no hay registro oficial de ello, y pudo ser, ¿por qué no? No era tarde, solo que en otoño el día tiene menos horas de luz natural. El calvario había terminado. A Bosco le volvió el alma al cuerpo y ayudó a desembarcar a Ernesto, quien con las piernas ateridas descendió con toda la dignidad del caso y con la motivación extra del proceso de todo lo que había almorzado en el Squadritto.
Nunca hubo peligro. Roberto Hidalgo Miranda era garantía de seguridad, y lo es todavía. Su sangre fría y nervios de acero le dieron fama de veterano a toda prueba. Años antes, protagonizó una gesta no muchas veces relatada. El jueves 30 y viernes 31 de mayo de 1996, La Discusión reporteó una de sus proezas. En otro Cessna, un 150L, matrícula CC-SHI, número de serie 15072642, también de propiedad y uso del Club Aéreo de Chillán, debido al agotamiento del combustible producto de la acción de un viento de 30 nudos que lo frenaba cuando el clima varió con brusquedad a la altura de Parral, aterrizó —por recomendación de la propia torre de control— en la Ruta 5 Sur más o menos en el kilómetro 393 cuando iba de Pichilemu a Chillán, a tres kilómetros del aeródromo y a escasa distancia de un retén de Carabineros. Un viaje de hora y 30 minutos le tomó por ello más de cuatro horas. Los automovilistas que circulaban por ahí a las 18:45 del miércoles 29 de mayo de ese año poco menos que creyeron que era un ovni lo que bajaba sobre sus cabezas buscando la cinta plateada de la Panamericana. Ya era de noche a esa hora, y la pericia del piloto civil le permitió maniobrar a oscuras con absoluta precisión. Su copiloto era Alejandro Araneda Fuentes, quien, al igual que el poeta Rowson Yeber, tenía como profesión la agronomía (ni que fueran el cable a tierra en pleno vuelo). Ambos hicieron morisquetas y dibujos a los conductores para hacerse entender. Su única luz referencial era la del servicentro Apex, detrás del cual Roberto estacionó el Cessna aprovechando el impulso inercial del descenso que le alcanzó justito. Luego de bajar, pidieron café y sándwiches; y mientras saciaban el apetito y calentaban el cuerpo, oyeron las sirenas de ambulancias, Bomberos y Carabineros que iban de allá para acá, y de acá para allá, iban y volvían, sin imaginar que los buscaban a ellos, más bien pensaron que había algún incendio o accidente por ahí, y les llamó la atención que no pudieran encontrarlo, hasta lo comentaron; y como Roberto tampoco tenía encendido el celular, que permanecía boca abajo en la mesa, no tuvo oportunidad de enterarse hasta que se acordó de activarlo para ver la hora, luego del café y el sándwich, claro está. Así que lo de Ernesto Cardenal era apenas una página más en la épica de la aeronáutica civil de Roberto Hidalgo Miranda. Mejor, imposible.
Bosco Centeno, una vez a paso firme en tierra, para ser tan grande, mostraba un aspecto de niño inerme y vulnerado. Fue llevado junto a Ernesto hasta el hotel, y Rowson quedó de pasarlos a buscar para el desayuno. Cuando llegó a la mañana siguiente, 17 de abril, Jueves Santo, se encontró con que los huéspedes nicaragüenses desayunaban con dos chilenos que no estaban en la lista, pero que a la sazón compartían con su amigo Cardenal: los poetas César Soto, quien además es un distinguido librero, y Adán Méndez. Este último, al ver que Rowson era parte del comité organizador, según le contaría su amigo octogenario, se levanta de su asiento y recrimina las condiciones en las que transportaron, en sus palabras, «¡a mi amigo Ernesto Cardenal!». Si algo debiéramos haber aprendido en este país, es que a ningún chillanejo se le puede hablar en tono semejante y esperar impunidad por ello, menos cuando el chillanejo es el anfitrión. La interpelación intempestiva tuvo su mano de vuelta: «—¡Y quién te creís, voh…!» (dejemos los adjetivos para otra ocasión). César Soto parecía una estatua viviente, aunque ninguna moneda lo hubiera hecho moverse ante tal reconvención. El poeta e invitado de honor, pequeño y frágil, quizás sentía culpa por azuzar puede que sin querer a sus invitados del desayuno. Bosco, por su parte, pese a su tamaño, no ofrecía ningún peso ni resistencia a la férula de quien tenía la misión de atenderlos. «—¡Ernesto, tenemos un itinerario que cumplir! ¡Bosco, nos vamos!». Y la pareja se levanta y sigue a su anfitrión con docilidad y mansedumbre, amén de un silencio de trapense. Méndez y Soto, mutis por el foro.
Ya fuera del hotel, Cardenal, para cambiar de tema también y aquí no ha pasado nada, preguntó por el famoso Mercado de Chillán, quería conocerlo y probar el pastel de choclo. Rowson los llevó y los dejó instalados ahí. Al rato recibió en su WhatsApp una fotografía de un pastel de choclo en plato de greda, hermoso y tostado de azúcar quemada en la superficie. El choclo, el maíz, es el pan de América; los dioses formaron a los seres humanos mezclando este alimento con su sangre (o semen, vaya uno a saber) según cuenta el Popol Vuh, y el poeta de Solentiname, como centroamericano conocedor y curioso insaciable, de seguro quería probar la variedad de estos parajes. Pero en la cocinería del mercado le hablaron de las célebres, insignes y reputadas longanizas de Chillán, y por muy Semana Santa que fuera, no le negaría al cuerpo lo que el alma se niega a sí misma; así que al rato a Rowson le entró por su WhatsApp una segunda foto, esta vez, del pastel de choclo con unas jugosas longanizas enrolladas sobre el plato, una verdadera corona de butifarra. Aquí cobran mayor sentido las palabras de Warnken en esta innovación: «se atreve a enfrentar la actualidad, la realidad más apoética y resistente, el evento menos incorporado a una tradición literaria», y aquí reemplacemos literaria por culinaria, y miren cómo queda: funciona de maravillas.
Una vez zampado aquel segundo desayuno, que algún siútico llamaría brunch, Rowson pasó a recogerlos, porque el alcalde y el Grupo Literario de Ñuble tenían programada una visita a la Escuela México para ver los murales de David Alfaro Siqueiros y Xavier Guerrero. Ahí fueron tomadas las fotos para las páginas sociales. Cada cual ponía su mejor cara. Tras el almuerzo, las actividades de Chillán Poesía continuaban en la Sala Lázaro Cárdenas. José Ángel Cuevas, Camila Fadda, Lila Calderón, Juan Cameron, Clemente Riedemann, Rosabetty Muñoz, Óscar Saavedra con sus «poemas sonoros», entre otros. Por la tarde, todos esperaban a Ernesto Cardenal, programado para las 19:00 horas, previo a lo cual me tocaba subir con Hugo González Hernández a escena para improvisar unas décimas y algunas cuecas. No era fácil cantar con este importante payador de trayectoria, además oriundo de San Carlos Ñuble, a quien tuve el privilegio de presentarlo tiempo antes al Grupo Literario de la tierra que lo vio nacer; de hecho, logré reprimir el impulso instintivo de besar tres veces el suelo ante su presencia y poder agradecerle así la oportunidad. Digno ante todo. Y el invitado de honor no llegaba; así que tuvimos que prolongar nuestro acto telonero, y a las 19:35, en plena improvisación de una cueca, entra el vital anciano de boina negra. Yo no me di cuenta, estaba concentrado en el remate del canto, el cual me fue arrebatado por mi compañero de escena, pues en su diagonal captó de inmediato quién entraba por la esquina opuesta del recinto: «Ernesto Cardenal / llegó al final». Fue una decisión inteligente, no sé si me hubiera dado el cerebro para rematar con tal sentido de oportunidad. La gloria es de quien la coge. Tal vez cuadraba mejor «Ernesto Cardenal / llegó puntual», pero ex post no vale. Ya fue. Era.
La audiencia colmó la Sala Lázaro Cárdenas a más no poder. La académica PUC Paula Miranda hizo las presentaciones del caso. Fue un deleite y privilegio escuchar al poeta, sus versos, una poesía que no porque todo el mundo pueda entender deja de ser profunda y aguerrida para despertar el corazón. En la rueda de preguntas, se levanta micrófono en mano Flavio Vicente Lillo, el «músico-poeta» que contactó a Cardenal, y tras saludar luciendo una boina negra idéntica a la de su ídolo, cita la frase «no tengo nada, porque nunca he tenido nada», y pregunta por una niña que Cardenal mencionó en su discurso de cuando recibió el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda 2009. No se le entendió bien, repitió la pregunta, Paula Miranda trataba de descifrar el enunciado, y Flavio se acerca al escenario y grita a voz en cuello lo que no se le entendía por micrófono. Y Cardenal le dice algo así como «¡Habla bien, hombre!», lo que hizo romper en risas a la concurrencia y al mismo interpelado. Se trataba de una pequeña, enferma de cáncer, que participaba en los talleres de poesía que Ernesto solía hacer en los hospitales: «Son niños que llegan a los hospitales y después vuelven a sus casas, y después vuelven a los hospitales; algunas veces se curan, otras veces mueren. No puedo saber qué pasó con esa niña que escribió ese poema muy bonito hace unos cinco, seis, siete años; el destino de ella, no sé», fue lo que respondió.
Aunque por ser Jueves Santo correspondía el lavado de pies, nadie se acordó de aquello. Al cuerpo lo que es del cuerpo y al alma, el alma sabrá; para qué nos vamos a poner quisquillosos. Además, ¿quién oficiaría el lavado de pies?, ¿acaso el invitado de honor a propósito de su condición de sacerdote? Por otra parte, ¿quiénes están más al tanto de la divinidad de la vida: los sacerdotes o los poetas? Tarea pa’ la casa.
La cena de gala se ofició el Viernes Santo en el Restaurante Asiento y Lomo, donde las reservas estaban comprometidas. Durante el día, el poeta buscó con el entusiasmo de un niño alguna marisquería, porque quería probar los mariscos chilenos, saborear un caldillo de congrio. No sé si tuvo suerte, si alguien abrió su local para atenderlo. Todo es posible.
Por la noche, Asiento y Lomo. De lo mejor. Ojalá todas las municipalidades se comprometieran de esa manera. ¡En Chillán sí que se hace patria, señores! El ejemplo de Bernardo O’Higgins marcó la pauta: la hacienda, a disposición de la causa. Punto. A cada uno se le sirvió un lomo vetado al plato con acompañamiento de papas y una selección de vinos de primera línea. Todo gourmet. Las mesas, de mantel rojo y carpeta blanca, estaban dispuestas al fondo y los costados, en U. Al centro y de cabecera, Ernesto Cardenal, y Bosco Centeno a su diestra; y a la siniestra, debió haber estado el presidente del Grupo Literario de Ñuble, pero se le cedió el lugar a Flavio Vicente Lillo, quien en un berrinche reivindicaba su gestión para traer a Ernesto Cardenal a Chillán. Todo de maravillas. Nos fuimos directo a la carne, siguiendo el ejemplo del invitado de honor, como si estuviésemos en la Última Cena, pese a que a esa hora de Viernes Santo don Jecho ya había bajado a los infiernos a liberar reos del pecado, espíritus caídos en desgracia por culpa de una fiscalía vendida.
Todos hacia la carne, en vuelo directo, en picada. Salvo uno: el «músico-poeta». No solo de pan vive el hombre. Su fascinación y gloria era poder conversar con quien tenía las mandíbulas en otro ejercicio. Hablaba entusiasmado y exultante. Pasado un rato, el poeta por fin le dirige la palabra, aunque no la mirada, que puesta la tenía en plato ajeno: «—¿Te vas a comer eso?». Mudo quedó un par de segundos con los ojos a obturación completa como para fotografiar la galaxia Andrómeda en noche sin luna, con la boca abierta y el gesto de la mano derecha congelado apuntando a ninguna parte: «—Esteee… es que… bueno… eeeeh… No». Un tímido y apenas audible «No». Y Cardenal le cambia el plato. Luego del postre, la estrella de la noche se retira junto a su secretario y amigo Bosco Centeno. Un hombre de 89 años se agota más rápido y el descanso es obligatorio. El resto, hicimos la sobremesa a punta de guitarra hasta bien entrada la noche.
Por lo demás, el sábado estaba programado un asado de cordero en la parcela de Fernando May. Es más: se mataron dos corderos, a tono con la semana que nos tocó. El encargado del sacrificio pascual fue el poeta Mario Flores, autor de un poemario notable llamado Los elementos. A las siete de la mañana inmoló a los bichitos (imaginemos que se llamaban Dimas y Gestas), y yo me perdí el ñache vencido por un cuerpo con tres trasnochadas seguidas; el cariño también maltrata, y no supe de ya están cantando los gallos. Ya ha cantado tu gallo, comadre Natalia. Ya ha cantado el tuyo, compadre Justo. Levántense de sus tapescos, de tus petates. Me parece que oigo los congos despiertos en la otra costa. Será hora de encender el fogón, comadre Juana. Como a las 10:00 de la mañana de ese Sábado Santo, nublado, Flavio Vicente Lillo, el «músico-poeta», llegó en su Fiorino cargado de micrófonos y parlantes. Instaló para sí un pequeño escenario donde cantar con su guitarra, a la usanza de los aedos homéricos, y deleitar con su voz a su, ya a esa altura, amigo Ernesto Cardenal, quien arribó a mediodía junto con Bosco. La gloria de Solentiname hacía su entrada.
Mario Flores, solo y sin ayuda, faenó y organizó lo mejor que pudo los holocaustos divinos; los demás, a la siga del poeta, anciano y de baja estatura física con su bastón de cuatro apoyos. Una mujer de entre los asistentes, pongamos que se llamaba Rosita, de pronto le pregunta de rompe y raja: «—Oiga, Ernesto, ¿y usted tiene hijitos?». Y con la mufa en el rostro, la mira y modula sus palabras contando internamente hasta cinco mil, de uno en uno: «—Señora, ¡yo soy un sacerdote!». Y sigue la doña: «—Sí, sí. Si ya sé. ¿Pero usted tiene hijitos?… ¿Todavía sigue casado o ya enviudó?… ¿Y qué fue lo que le dijo el Papa cuando lo castigó?». Rowson, al percatarse, raudo toma del brazo a Paula Miranda y le suplica que por favor no deje solo a Ernesto Cardenal mientras él se deshace de la impertinente, o lo intenta al menos. Luego se le oirá decir en un rincón de la estancia: «En el libro de las huevonas, esta sale en la portada».
Ya pasados a la mesa al aire libre, el «músico-poeta» comienza a interpretar temas de Silvio Rodríguez con los ecualizadores bastante generosos, inició con «Óleo de una mujer con sombrero». Cada cual le hablaba como podía a Cardenal, el viento hacía cantar a los árboles, los platos sonaban, unos reían por allá, y que alguien me ayude decía Mario más sudado que tapa de olla. El poeta le habla al oído a Paula, Paula llama a Rowson y le comunica un mensaje, Rowson va directo hacia el homérico émulo del cantor de banquetes, a quien debió hablarle más o menos en estos términos: «Flavio querido: Ernesto dice que los amplificadores te los enchufes por donde generas vida y que la guitarra te la enfundes por donde la abonas». El «músico-poeta», con lágrimas en los ojos y el ano cosido de rabia e impotencia, desconecta todo, guarda atriles, cables, partituras, cancioneros, guitarra, y monta sus jolongos y petates en la Fiorino para luego conducir a toda marcha sin despedirse de nadie ni menos reclamar su parte del cordero pascual, ya que la noche anterior perdió con el lomo vetado. No supimos más de él por el resto de la semana. Y la verdad es que Cardenal solo pidió cortésmente que bajaran el volumen. No obstante, podemos ya soplar un tizón, botar la bacinilla. Traigan un candil para vernos las caras. Latió un perro en un rancho y respondió el de otro rancho… hay mucha yerba mala que cortar, cogé el machete y la guitarra.
Por la noche, ya más relajados, Soledad Astudillo y Jaime (el «Mono», «su Mono»), miembros también del Grupo Literario de Ñuble, invitaron a algunos a su casa: Paula Miranda con su marido José Luis Torres y sus hijos, Mario Flores con su compañera, Rowson Yeber y quien escribe junto a su esposa Bertaluz. Al llegar Ernesto y Bosco, los recibimos en el living, y hablamos libremente, sin presiones temáticas, ad libitum. Rowson llegó un poco más tarde, más repuesto del cansancio y la tensión, cambiado de ropa y con una historia que contar, porque siempre tiene una. A Sole y Jaime, si algo los caracteriza como matrimonio, es su alto sentido de lo que significa ser anfitriones; el cariño lo prodigan a manos llenas, no por lo opíparo, sino por los gestos y la cortesía informal y parroquiana, son parte de un Chile en peligro de extinción. Tras la cena, el pequeño y corajudo anciano de la tribu de Solentiname inquiere socarrón: «—Oye, Rowson. ¿Cómo piensas llevarnos de vuelta a Santiago?». Y calmo, para que no haya dudas: «El regreso es por tierra. Así está planificado, Ernesto». Todos miramos a Cardenal. «A mí no me da nada devolverme en la pipilacha esa en que me trajiste». Y Bosco salta de inmediato: «—¡Ernesto!, ¡si tú quieres, te vas solo! Yo me regreso por tierra». Ahí Paula intervino, y les explicó que ella se los llevaría en su auto y que podrían parar en algunos lugares, y tranquilamente conocer ciertos hitos del camino.
Algo interesante para nuestra ignorancia fue que Cardenal nos confesó que padecía de una condición no muy común, razón por la cual había solicitado que bajaran el volumen de los parlantes del trovador en el almuerzo en la parcela. Y es que tenía sordera tonal. Para él, escuchar música le resultaba complicado, porque todos los tonos los percibía sin diferencias, un continuum que nada le decía y más bien lo complicaba. Entonces, entre la gente que le hablaba, las risas de más allá, el sonido de los platos, el viento con los árboles y para colmo el canto de un tipo con amplificación… ¡era un verdadero martirio para el hombre, una jodienda de la puta madre! Empero, vio que los hijos de Paula, Martín y Pascal, tenían una guitarra y quería escucharlos, solo a ellos, en ese ambiente ya más arremansado. Los muchachos aún eran adolescentes y habían formado su grupo Metalengua, componiendo sus primeras canciones, y hoy ya están en plena carrera musical (aunque para sus cercanos siempre serán «los niños»). Ernesto Cardenal les puso atención y los aplaudió con honesto entusiasmo, agradecido. Ya se ha ido el pocoyo que dice: Jodido, Jodido. Después el zanate clarinero cantará en la palmera, cantará: Compañero. Compañera.
El Domingo de Resurrección, huevos mediante luego de todo el desgaste, Paula y José Luis se llevaron a Ernesto y Bosco. Entonces desde el auto miré las letras grandes sobre el cerro, y dentro de mí me habló Dios: Mirá lo que yo hice por vos, por tu pueblo, pues. Mirá esas letras, y no dudes de mí, tené fe. Hombre de poca fe. Pendejo. (Vicente Undurraga, el 7 de marzo, a propósito del deceso de Cardenal, escribió en la Revista Santiago (https://revistasantiago.cl/literatura/ernesto-cardenal-la-sombra-volando/) que el 2014 lo llevaron a Chillán en un «precarísimo vuelo», y no sabe el hombre que la vida ya es precaria, no tiene idea, se la contaron mal, así cualquiera juzga). Ya en la capital, lo dejaron en el Hotel Príncipe de Asturias, el mismo que reventaron los desmanes de 2019. En aquel hotelito de Santiago de Chile invitó a sus amigos chilenos a comer y beber con los cheques de Moya; y a César Soto y Adán Méndez se sumó el poeta Miguel Naranjo. La vida se celebra, caramba.
Así fue. Dios perdona, pero no olvida. Dios olvida, pero no se apura. El mundo fue testigo el 17 de febrero de 2019 de que el papa Francisco dejó sin efecto la suspensión a divinis, impuesta por Juan Pablo II en 1984 y que le prohibía ejercer los ministerios sagrados, uno de los grandes dolores de Ernesto Cardenal, una censura —de acuerdo al derecho canónico— «medicinal», alejar al culpable de lo divino. Y aun así, siguió sirviendo a su comunidad de Solentiname como pudo. El 1 de marzo pasado falleció en un hospital de Managua a los 95 años. Y pienso en los inmensos mundos sobre nosotros. Una sola galaxia (si la Tierra fuera como un grano de arroz, la galaxia sería como la órbita de Júpiter). Y pienso en el compañero «Modesto» en la montaña, de origen campesino; no se sabe su nombre. Luchan por cumplir nuestro destino en la galaxia.
«Ernesto, murió Laureano»… En el vuelo Trinidad-Barbados-Jamaica-Habana-Managua mirando mar, y mar, no podía pensar en otra cosa. Ya que hemos nacido desahuciados, lo mejor es morir Héroe y Mártir como vos moriste. Claro que hubiera sido mejor que no murieras nunca, con tal que tu esposa y tus hijos y tus amigos y el mundo entero no murieran nunca.
La persona más mal hablada que he conocido. Pero el que decía las «malas palabras» con más pureza. Una vez, comentando el Evangelio en la misa: «Esos magos la cagaron llegando donde Herodes». O sobre la Santísima Trinidad (su resumen): «Los tres jodidos son uno solo». La noche que me confesó frente a la calmura del lago: «Ya no creo en Dios ni en ninguna de esas mierdas. Creo en Dios, pero para mí Dios es el hombre». Pero siempre quiso ser mi monaguillo en la misa. Nadie le podía quitar ese puesto. Su expresión más frecuente: ME VALE VERGA.
Compañero Sub-Comandante Laureano, jefe de los Guarda Fronteras: Digo junto con vos que nos vale verga la muerte. No quería hacer este pasaje (…) Pendenciero, fiestero, mujerero, rebosante de vida pero sin temer la muerte. (…) No has dejado de existir: Has existido siempre y existirás siempre (no solo en este, en todos los universos). Pero es cierto, una sola vez viviste, pensaste, amaste. Y ahora estás muerto. Es estar digamos como la tierra, o la piedra, que es lo mismo, «la piedra dura porque esa ya no siente». Pero no, nada de piedra dura, sí estás sintiendo, más allá de la velocidad de la luz del final del espacio que es el tiempo, totalmente consciente, dentro de la conciencia vivicísima de todo lo existente.
LAUREANO MAIRENA, ¡PRESENTE! El jodido avión retrasándose en cada escala. Ya era muy noche en el mar. Yo no podía dejar de pensar… Yo quisiera morir como vos, hermano Laureano, y mandar a decir desde lo que llamamos cielo: «Rejodidos hermanos míos de Solentiname, me valió verga la muerte».
Rowson Yeber, en su libro Poemas del país de adonde de reciente aparición, parrafea así la experiencia en uno de los fragmentos del texto «Rápidamente»:
Ahora es Cardenal malhumorado enfurecido aún por esas dos horas de terror. Contaba a quien quisiera oír que yo lo quería matar que ese vuelo no correspondía a un avión sino a una pipilacha insistía. Entre paréntesis frágil el matapiojo reconozco. Estimen ustedes ante la ausencia absoluta de luz la noche se había tomado todos los espacios. Aterrizamos en Chillán alumbrados por mi celular. Te abrazo a la distancia Ernesto pronto llamaré. Señor si él no puede contestar hazlo tú. Entiéndeme, todo se veía tan borroso.
Bosco Centeno fechó en Solentiname el 8 de marzo de 2020 su carta de despedida al amigo, y la cerró con estas palabras:
Hoy vivo esta realidad como un sueño, sueño del que no quiero despertar porque mientras sueño escucho los golpes de tu bordón, y te siento tan cerca y espero tu pregunta, ¿qué vamos a desayunar?
Nada sale de la nada. Y de ahí nacen los universos. Y en los universos surgen las galaxias. Y las galaxias comienzan a parir estrellas. Y las estrellas engendran mundos cuando revientan. Y en los mundos emerge la vida. Y en el seno de la vida se abre paso la consciencia. Y en la consciencia se cría la memoria. Y de la memoria escapa la voz. Y la voz nos cuenta desde su canto cósmico lo que somos y desconocemos, las historias que nos contamos, y que los poetas comen y cagan para enseñarnos a amar la vida, en lo borroso de la eternidad e insaciables de la buena mesa que Dios nos ha prodigado, por si en una de esas le ponemos oído y verga a la oquedad de la noche:
En el principio
«lo que me ha enseñado mi padre que lo sabía por su padre
y ese por su padre, desde mucho, mucho tiempo,
desde el principio: hizo las estrellas, la luna,
los animales. Dijo:
No roben dentro de su tribu.
No vayan a comerse unos a otro