Por Fidel Améstica.- Amo a Gabriela Pizarro, no requiero mayor explicación. El estribillo de su canto «A puro pan, a puro té / así nos tiene Pinochet» me cala hasta el tuétano. No inventó la letra, la recogió de los gritos en las protestas de los años 80. No exagera, es literal. Crecimos, los que nos acercamos a la cincuentena, con desayunos y onces/cena de pan y té. No había más, y los almuerzos… a la suerte de la olla. A veces, cuando íbamos al campo, el pan era reemplazado por papas cocidas. Recuerdo las de la nana de unos primos en Semillero… ¡Qué delicia el té con papas cocidas después de bañarnos en el canal con unas muchachas lindísimas que jugaban con nosotros en esos veranos! ¡Cuánto cariño en esa mesa!
Me gusta más el café espresso, a la italiana, por condensación, y también el turco-griego, en la briki. Pero el té con pan me recuerda de dónde vengo, quiénes son mis padres y los sinsabores de una infancia en medio de la infelicidad familiar. Y sin embargo, con mi hermano fuimos felices. Pan crudo, pan añejo, pan frito, pan tostado con lágrimas por no pertenecer a ninguna parte. Pan amasado con las manos de nuestra madre, pan de ayer y pan con azúcar comido a escondidas tras la puerta de la cocina. No hay dolor en ello, porque es un pan de amor, y no todos tienen ese privilegio.
Un joven de nombre Daniel llegaba a veces a la casa donde vivíamos, la casa de mi abuelo Fidel. Y tocaba la guitarra. Donde hay música nada malo puede haber, decía Sancho. No lo sabía entonces, pero unos mal nacidos apretaban el estómago y el corazón de todo un pueblo. ¿Nosotros pertenecíamos al pueblo? El pueblo eran los pobres, y nosotros no éramos pobres, nadie quiere ser pobre aunque no tengas ni donde caerte muerto. Es ignominioso ser pobre; ahora se les dice «vulnerables», un eufemismo para esconder la miseria.
De niños aprendimos la canción de Sergio Ortega en las voces de Quilapayún «El pueblo unido jamás será vencido». Fue una de las primeras canciones que aprendí a guitarrear observando a varios que la interpretaban, y a veces variaba la letra diciendo «jamás será vendido». Su épica hinchaba el espíritu, su belleza poético-musical la encontraba insuperable. Y al crecer… dejé de tocarla, me sabía amarga en el canto. Pero las ganas están.
Tras el estallido octubrista, en mi casa tuvimos una reunión de canto. Hacia el final de la velada, hablábamos de lo sucedido, y una amiga arroja en la conversa que debíamos estar con el pueblo. Y le pregunté que quién era el pueblo. Los que están en la calle, los oprimidos, los pisoteados por la economía… Eso dijo. ¿Y acaso los carabineros no son del pueblo? Vienen de las mismas poblaciones de a quienes apalean. ¿Y los militares?, ¿y los emprendedores?, ¿los empresarios?… ¿Quiénes carajo son el pueblo?
A comienzos de los 80, nuestros padres tenían un almacén de abarrotes en una población, y conocí a un niño que se distinguía de los demás por sus ropas impecables y sus juguetes a la moda, todo un Kiko. Tenía todos los autitos Matchbox y los muñecos de He-Man, castillo de Grayskull incluido. Eso era un lujo entonces. En una oportunidad, mientras jugábamos en su casa, apareció su padre y nos habló de Allende. Sus ojos se agrandaban y sus manos se movían como para abarcar el mundo. «Ni te imaginas cómo se juntaba la gente en multitudes y gritaba ¡Allende! ¡Allende! ¡Allende! Todo el pueblo estaba con el Chicho…». Y sin embargo, lo que veíamos con mi hermano era a una familia que buscaba distinguirse por las cosas que dan estatus, como un auto, las marcas del vestuario, electrodomésticos; querían parecerse lo menos posible a las personas del barrio donde vivían. Algo había cambiado. La disociación era esquizofrénica.
Parece que a este país le partieron el alma. Lo vemos en el fútbol también como me lo comentaba un amigo. Cuando la Roja gana, poco menos que hay que cambiarles el nombre a las calles, y cuando pierde, todos son directores técnicos y abogan por defenestrar y ojalá exiliar a los perdedores. Hay una veleidad grande en esto. Chile es un país veleidoso.
Hace unos días en Iquique, fuimos con mi hermano a una vulcanización a reparar el perno de una rueda del vehículo de un amigo. El mecánico revisó y dijo no tener repuesto, y aprovechó de revisar un neumático que finalmente no tenía arreglo. Y aunque pensábamos de todas formas dejar una propina por las molestias, el hombre espetó: «Igual tenís que dejar una mone’a». Fuimos a otra vulcanización atendida por un peruano, mucho más ordenada y de mejor aspecto. El amigo dijo que ningún problema y que en diez minutos solucionaba todo; y nos ofreció dos asientos a la sombra mientras esperábamos.
En el verano de 2019, con mi esposa esperábamos el bus en Icalma, cerca del lago, en el negocio de una mujer mapuche muy amable, a quien le compramos algunas cosas. De pronto se estacionó a un costado una 4×4 y se bajó una mujer gorda de paso altanero y vulgar; entró al recinto y arrojó: «¿Usted es la señora que vende corderos?». Y quien atendía, devolvió la gentileza: «Buenas tardes, señora. Sí, yo soy. Lo que tenía para la venta ya está negociado, pero le puedo indicar a quiénes les puede comprar todavía».
En La Pintana, el domingo recién pasado, el presidente Boric asumió en su discurso que esto «se trata del mandato que el pueblo nos diera». Y todavía me pregunto qué cosa es el pueblo, porque no es lo mismo que la masa, el público, la turba, la montonera, la barricada —instancias propias de la alineación o la urgencia de la revuelta—; ni equivale necesariamente a los de las consignas, eslóganes, lemas, panfletos, jingles, libelos, pasquines, propagandas —instancias de comunicación que buscan alineación en un plano de igualdad momentáneo o estratégico—.
Puede que la respuesta esté en el mismo discurso del presidente más joven que ha tenido Chile:
Que los vecinos y vecinas de Antofagasta, de Maipú, de Hualpén, sientan tranquilidad al volver de sus trabajos y tengan tiempo para vivir junto a sus familias. Por eso impulsaremos, como hemos comprometido, las 40 horas.
Tenemos que abrazarnos como sociedad, volver a querernos, volver a sonreír, esto más allá de discursos y más allá de lo que está escrito, qué importante, qué diferente es cuando en un pueblo nos queremos, nos cuidamos entre nosotros, no desconfiamos el uno del otro, sino que nos apoyamos. Le preguntamos a nuestro vecino cómo está, apoyamos al trabajador de al lado, nos queremos, salimos adelante juntos y juntas. Eso es lo que tenemos que construir, compatriotas.
Habló de dejar de mirar con distancia a nuestros países vecinos porque somos profundamente latinoamericanos. Y eso vale para nosotros mismos, entre nosotros mismos, también. Puede que el pueblo aparezca cuando volvamos a encontrarnos, cuando reparemos las heridas, siguiendo el discurso de Boric, quien estableció una suerte de continuidad histórica en sus palabras, porque no se abrirán las grandes Alamedas por donde pase el hombre libre, sino que el hombre y la mujer libres, para construir una sociedad mejor. Pareciera que volvimos a un brazo del cauce que nos cercenaron, como al Mapocho.
Y este es un país herido en el alma. El olvido envileció a este pueblo y lo desconectó de su memoria óntica, de sus tradiciones populares que de a poco recupera; lo desconectó de las palabras y del saludo de todo buen vecino. Pero hay esperanza, porque anduvimos 40 años en el desierto en busca de la tierra de promisión, y ninguno de quienes vivimos bajo la tiranía cívico-militar tenemos derecho a entrar en ella; nadie con alma de esclavo ni de liberto oportunista, porque esa tierra es para los que han nacido libres. Ahí hay que plantar el árbol, al centro de lo más sagrado que tenemos.
Y pensé esto cuando unos días atrás pasó a vernos una amiga con quien no hablábamos desde hacía casi dos años, y su visita era para compartirnos que su hijo menor entró a estudiar Medicina a una de las mejores universidades del país; y nos salta el corazón de alegría, porque sabemos que ese muchacho no entró a esa carrera para partir ganando cuando se reciba dos millones de pesos, sino porque le importa el dolor humano: quiere especializarse en oncología, luchará por salvar vidas y acompañar en un buen morir a quienes ya estén desahuciados. Ahí va una persona libre, dando fronda a las grandes Alamedas. Lo principal, es que sea un excelente médico, porque tiene el coraje de ir al sufrimiento humano.
Y si este no es el pueblo, ¿el pueblo dónde está? No fuera que el pueblo sea como el hijo esquizofrénico a quien se le teme por sus reacciones al descompensarse, por lo que se prefiere dormir echando llave al cerrojo y apartando su comida en otro refrigerador porque su ansiedad lo devora todo.
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