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La lucha contra el COVID-19 no es una guerra, sino un test de humanidad

Por Gilberto Aranda Bustamante.- La antropomorfización es una tendencia de la psiquis humana. Bien lo sabían los griegos, nórdicos o incluso entre nuestros aborígenes, que solían conferir a determinados objetos o fenómenos naturales propiedades humanas, como atestiguan sus frondosas mitologías. Así que no debe sorprender que la fobia pandémica vaya acompañada de prosopopeyas que describen al COVID-19 como un enemigo casi con voluntad propia, cuestión que aunque no es así, pretende causar impacto entre la población y, de paso, cimentar la cohesión social respecto de políticas en principio impopulares, aunque necesarias.

Sin embargo, desde esta nueva biopolítica global, jefes de gobierno, líderes de opinión y usuarios de redes sociales han abusado de la alegoría bélica en la lucha contra la expansión del germen. Recuerdo que uno de los primeros memes que recibí a principios de marzo decía: “Antes, para ser un héroe, había que ir a la guerra, hoy es más fácil serlo quedándote en tu casa”. Anticipaba la invitación al confinamiento para prevenir la explosión de contagios,  que se reiteraría durante los siguientes meses.

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Incluso el otrora escéptico mandatario Donald Trump, que describió al COVID-19 a fines de febrero como una simple gripe, se redefinía un mes después como “Presidente en tiempos de Guerra”, preparando a la población norteamericana a las semanas que se preveían como las de mayor tasa de mortalidad. Poco antes, el Presidente francés, Emannuel Macron, aseguraba que su país estaba en “guerra sanitaria contra el coronavirus”. Y hace una semana el ministro de Salud chileno mencionó la “batalla de Santiago” para designar la compleja situación capitalina atrapada en la curva ascendente de infecciones.

Aunque personalmente considero que todo conflicto bélico es una tragedia, entiendo que se apela a la épica de su narrativa. No en vano en su rutilante “Ensayo histórico” (1981) el insigne historiador Mario Góngora sugirió al Estado decimonónico chileno como la matriz de la nación, construida en sentimiento y conciencia, a partir de las guerras defensivas u ofensivas. Las potencias suelen usar los conflictos internacionales para ganarse opiniones públicas, titubeantes o adversas, bajo el eslogan de la unidad nacional. Piénsese en la “Gran Guerra Patriótica” para los rusos o la “Guerra Global contra el Terror” de la Norteamérica de George W. Bush, casos muy distintos que apuntan al mismo fin: la adhesión popular a la causa.

Pero la Guerra no es cualquier tipo de conflictividad, sino que una dinámica de confrontación política específica –como también son la guerrilla o el terrorismo-, definida por Van Cleveld (2004) como “un conflicto armado librado en forma abierta de un Estado contra otro, a través de sus ejércitos regulares”. En dicha interacción “polémica” se emplean soldados y armas con el objetivo de quebrar la voluntad de lucha del oponente. El germen que tiene al mundo de cabeza, no sigue ninguna estrategia previa, ni objetivos políticos militares, ni siquiera tiene una faceta volitiva. Es sencillamente un patógeno que no reconoce fronteras.

Como tal, el Covid 19 ha modificado –al menos temporalmente- las prioridades de la confrontación entre las potencias, sin alterar sus afanes de predominio. La Revolución de los Asuntos Militares (RAM) pierde protagonismo. Si en los últimos cinco años la amenaza de proliferación nuclear y de misiles balísticos en la península coreana y Medio Oriente era un tópico recurrente de la contienda geopolítica entre actores globales y regionales, y el conflicto comercial chino-norteamericano (también denominado “Guerra”) marcaba el pulso de las dos mayores economías, a partir de febrero último la carrera por alcanzar la vacuna que detenga la cadena de contagios se hizo urgente. Se trataría de una herramienta de poder blando indirecto, que sigue la misma lógica de las misiones sanitarias ofrecidas por Estados con cierto éxito en la contención de los brotes virales, aunque a escala superlativa.

Como resultado se vigorizó el esquema multipolar abierto a la rivalidad intensa o la cooperación; con Estados Unidos, China y la Unión Europea proclamándose concentrados en la fórmula médica, aunque claramente con más de una cincuentena de “maratonistas” entre gobiernos y empresas. Así, Israel confirma avances y Rusia procura no quedarse atrás. Una reafirmación del poder blando -sin grandes batallas ni escaramuzas-, centrada en el conocimiento científico aplicado como fuente de competencia geopolítica. El mundo contiene el aliento durante esta corrida, cuya presea será el enorme prestigio de la potencia que logre sintetizar más eficazmente el bioquímico que culmine el periodo de distanciamiento social promovido globalmente. A partir de aquello se producirán realineamientos políticos y nuevas jerarquías de poder, probablemente complementados –y espero equivocarme- por intereses comerciales. Lo anterior coloca en riesgo la definición de una inyección como bien público global. ¿Acaso será distribuida equitativamente a la población mundial, como han abogado los líderes europeos en su manifiesto conjunto del 3 de mayo, o será un privilegio nacional que genere otro clivaje de desigualdad?

En este esfuerzo anti pandémico hay ya ganadores y perdedores. Desde el capitalismo, el viejo modelo fordista recibe otro golpe por riesgoso para la salud, mientras la propuesta de hiperconectividad remota de Silicon Valley es una ganadora neta (aunque amenace con transformarnos en adicto-tecnológicos cuando no hay opciones al tele-trabajo). En tanto los perdedores de siempre –los sectores más precarizados- son más vulnerables a un germen que sigue de cerca la línea de la pobreza, a los que se suman también los marginados digitales -por edad o formación- y los migrantes acosados ante brotes xenofóbicos, por citar algunos.

Lo que es seguro es que este virus no encarna al Gog y Magog bíblico, por lo tanto no anuncia el fin del mundo, como nos repiten en letanía ciertos radicalismos religiosos. La humanidad ya ha superado otras epidemias con menos recursos tecnológicos, desde la peste bubónica, pasando por la viruela, el sarampión o la gripe española, esta última hace apenas un siglo. Soy de los que piensan que el cambio climático y el acopio de armas nucleares son potencialmente más letales para la vida sobre nuestro planeta, expresión de “una normalidad crítica anterior al coronavirus”, según la escritora Naomi Klein. Un nuevo trato ecológico y de prioridades sociales contribuiría a la seguridad del mundo que viene.

Como observó el Presidente alemán, Frank-Walter Steinmeier, “esto no es una guerra sino un test de humanidad” que se puede encarar desde un darwinismo eugenésico que privilegie la sobrevivencia de los considerados más aptos y fuertes para adaptarse al entorno, al estilo de ciertas experiencias, o desde un enfoque que enfatice la protección integral y colaborativa con los más vulnerables (en salud, económicos, sociales y tecnológicos) para que menos sean víctimas del virus y sus situaciones derivadas.

Gilberto Aranda Bustamante es académico de Estudios Internacionales en la Universidad de Chile