Por Fidel Améstica.- Tiempo que no salíamos al cine con mi esposa. Un día para nosotros, helado mediante, espresso de sobremesa y una vuelta por la librería. Arrancamos de la bullanga futbolera por el partido de Colo Colo encaramándose en la tabla en un torneo mediocre. Qué país más envilecido.
No muchas personas en sala. Los más jóvenes, claramente unos treintones. A Dios gracias, no se oía el crujir mandibular de las cabritas, que hoy por hoy suelen llamar popcorn. Tanda de publicidad, bajan las luces, inicio de la proyección.
«1976», obra de Manuela Martelli, otrora la muchacha de los besos con sabor a leche condensada de «Machuca», abre su sinfonía de sonidos, movimientos, voces y encuadres. El año del título no es más que un telón de fondo para situarnos en el contexto, y de pronto es la tarima de los silencios humanos. Pocas veces he visto cómo dialogan las luces de los espacios cerrados con las de los exteriores. Nada está al azar en este filme. Todos y cada uno de los elementos tienen una historia que contar, desde los muebles al paisaje, desde los rostros hasta las prendas de vestir.
Los zapatos de los personajes hablan a su modo. Son testigos de las vidas de quienes los calzan. No quiero contar la película, más bien rememorar las manos de Carmen, protagonista encarnada por Aline Kuppenheim. Simples, sin amistad con la manicura, sin uñas largas y esmaltadas, con líneas y pliegues en la piel, en las articulaciones. No son finas ni estilizadas, ¡pero qué hermosas y limpias!
Sus manos hojeando un libro con imágenes turísticas como referencia para un color de pintura que le preparan; el cigarrillo asegurado entre índice y dedo medio; luego al volante del Fiat rumbo a su casa en la playa, y después con la brocha probando el color en la pared. En la cocina junto a Clara, su nana, coge una manzana y la ofrece a uno de los maestros que laboran en la remodelación de un nuevo espacio, un joven que pide permiso para «robarle un poquito de agua».
Las vemos en la palangana remojando un paño con el que limpia la herida a bala en la pierna de un muchacho; enjuaga ese paño. Coge un teléfono en un centro de llamados mientras fuma por enésima vez. Baña al herido, lava su cabello con generoso champú, sus diez dedos miden y contienen su cabeza con las yemas a flor de masaje.
Coge un libro y lee para unos ciegos. Da vuelta la página. Una noche, de regreso a su casa, un control de Carabineros: «Documentos… Estos no son»… «Aquí están»… «¡Puta madre!… Santa María, madre de Dios…». En otro día, llega en micro a una población y lleva una marraqueta en la mano, el pan que siempre falta; en otro punto, se la ve en la calle Lautaro con una ampolleta en su diestra, y es de día, pero es un tiempo sin luz en el corazón de esta patria que no se recuerda a sí misma.
Al borde del miedo, detiene el Fiat en un boliche de tragos. Solo hay algunos comensales, todos hombres tristes y desconfiados. Pide una copa de vino, se arrepiente y, sobre la marcha de su ímpetu, mejor se anima a una piscola y comer un completo. Abrazan sus dedos y la palma el vaso, se tranquiliza, y el completo lo agarra a la chilena para asegurar la mordida.
Recibe inesperadamente los documentos que le robaron del auto de manos de un «gentil vecino» que los encontró, vuelve a sus labores en la cocina. Su nieta está de cumpleaños y lleva la torta sobre sus palmas mientras camina por la ampliación de su casa ya terminada. La torta oculta sus manos, las que deben soportar el peso de una vida feliz.
Sus manos nunca se cierran, no se aprietan entre sí. Son nerviosas a veces, pero tienden a abrirse. Nunca se empuñan para morder rabia alguna o deglutir el miedo paralizante. Ellas son las que moldean el barro de la memoria para que un día esta pueda cantar lo que la voz de Carmen no puede decir. Y seguirán limpias y santas esas manos, aunque el olvido, la indiferencia y el surco indolente del tiempo se limpien con ellas.
No es la memoria política ni vociferante la moldean estas manos, tampoco la de la épica de la derrota, mucho menos la culterana y académica, sino aquella más elemental: la de una humanidad que no se deja domesticar por la cortesía negra de unas manos acostumbradas a coger el sartén por donde siempre lo han cogido, aunque nunca hayan sabido cocinar.
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