El escritor y periodista Exequiel Pino nos regala un cuento sobre una experiencia con Isabel Allende, con un final inesperado.
Por Exequiel Pino.- Quiso el destino que conociera a la familia del ex Presidente de Chile, Salvador Allende Gossens, apenas volvieron de ese largo exilio en México cuando terminaba la década del 80.
La dictadura militar había sido derrotada en las urnas y los chilenos recién percibían los vientos de libertad que oxigenaban las calles de Santiago. Aunque, para ser honesto, estoy exagerando. Conocer es decir demasiado. Me encontré con la viuda del ex mandatario, Hortensia Bussi, y su hija, Isabel Allende.
Fue un día breve, emocionante, caótico y totalmente inesperado. Aún me faltaban varios meses para cumplir los diecinueve años. Un imberbe total y, para más remate, irreverente y desalineado. Sin embargo, había leído lo suficiente para saber con quién estaba y lo que ellas significaban para todos los chilenos que alguna vez arriesgamos la vida por recuperar la democracia. Algo sagrado, algo sublime, algo soñado.
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Sin poder creerlo, y menos imaginarlo, simplemente me encontré casi rozando la historia. Veinticuatro horas antes, entró corriendo al departamento familiar mi vecina María.
– ¡Exequiel tienes, teléfono! – anunció agitada. Corrí a contestar.
– Necesito que vengas a ayudarme mañana. La señora Tencha está de cumpleaños y tenemos todo patas pa´ arriba. Un desorden total. No alcanzaré a limpiar todo – explicó mi tía.
– ¡No puedo! Mañana tengo examen oral de Derecho Político con el profesor Benjamín Teplitzky. Tiene fama de exigente. Si falto, me va a rajar – sentencié.
– Ayúdame. No tengo otra opción. Ya po’… Tendré mucha pega. La señora Isabel me pidió que consiguiera un ayudante – suplicó.
Reflexioné unos segundos. No quería ganarme una mala calificación que terminara complicando el semestre, pero también era cierto que mis finanzas estaban por el suelo. Apenas me quedaban unos pocos pesos para el boleto de Metro y la opción de mejorar mi situación y, de paso, acercarme a la intimidad de la familia del Presidente Salvador Allende, me convencieron que el sacrificio académico valía la pena.
Abandoné la estación Tobalaba faltando unos minutos para las nueve de la mañana. Enfilé raudo por Avenida El Bosque. A mitad de cuadra llegué el edificio de departamentos con la numeración indicada. Me identifiqué en la recepción y subí al ascensor con el corazón agitado. Toqué el timbre y mi tía abrió la puerta.
– Hola Exequiel. ¿Cómo estás? – lanzó con una amplia sonrisa.
– Todo bien – respondí rápido, con la curiosidad a flor de piel, mientras intentaba escrutar el recinto.
– Pasa por ahí – ordenó, y entré raudo por el pasillo abriendo la primera puerta a la derecha.
La amplia cocina estaba atiborrada de copas, platos y con bandejas con diferentes tipos de pastas y panecillos de coctel esperando por los invitados.
– Ponte ese delantal, lávate las manos y ayúdame con los canapés que me faltan – ordenó. Seguí las indicaciones en silencio mientras la observaba de reojo. Mi tía Isabel Margarita era muy pretenciosa y energética. Le gustaba vestirse jovial y el traje de empleada doméstica le favorecía muy poco.
Media hora más tarde llegó a inspeccionar la cocina la señora Isabel Allende.
– Le presentó a mi sobrino – lanzó mi tía, inflando el pecho con evidente orgullo. Ella me escrutó con aguda rapidez, realizó un sutil movimiento de cabeza a modo de saludo y, sin emitir algún comentario, ordenó con autoridad:
– Sígame…
El living estaba lleno de cajas con muebles, libros y cuadros muy bien embalados que dejaban poco espacio para transitar. El buen gusto campeaba alrededor. Miré eufórico los antiguos muebles que embellecían todos los rincones. Unos enormes cuadros de Miró, Guayasamín y Matta agitaron mí corazón. “¿Serán originales?”, pensé, mirando sin creer lo que estaba viendo.
– Todas esas cajas llegaron hoy desde la Aduana – explicó Isabel Allende, sacándome del ensimismamiento – Necesito que las deje en la pieza del fondo y que saque de estas tres cajas los libros más grandes y bonitos que encuentre y los acomoda en la biblioteca central. Y el resto los instala en la otra biblioteca que está cruzando ese pasillo – sentenció.
Una hora más tarde, mientras seleccionaba nuevos volúmenes, las palabras de ella volvieron a mí mente: “Los libros más grandes y bonitos”. ¿Qué criterio era ese? Ya habían desfilado por mis manos una enorme cantidad de títulos y autores, con innumerables historias y conocimientos tan ricos y variados que aquello había exaltado mi imaginación y retrasado mi trabajo, mientras ordenaba y clasificaba. No podía resistirme a hojear con rapidez aquella mina de oro que tenía ante mis ojos. Se trataba de la biblioteca personal del Presidente Salvador Allende, pensé extasiado.
En eso estaba cuando mi tía me interrumpió.
–¿Cómo va el trabajo? – preguntó, mirándome ordenar “la biblioteca pequeña”, que por lejos era la más interesante.
–Todo bien – respondí.
Ella agregó pensativa: “Esa cama era del Presidente Allende”, y apuntó el sitio donde yo estaba sentado, hojeando un pequeño libro autografiado por la periodista Marta Harnecker. Mi asombro fue total. Me paré y miré lo que parecía un catre de campaña. Se trataba de una cama de madera que difícilmente superaba la plaza. Mis conocimientos en madera eran mínimos, pero me resultó evidente que se trataba de madera nativa, probablemente roble o coigüe, porque la moví y era bastante pesada. “¿Aquí dormía el Presidente?, pregunté incrédulo. “Sí, ahí. Ellos no dormían juntos”, añadió mi tía bajando la voz.
– Apúrate que avanza el día – remató. Tomé los libros más grandes y bellos y los llevé hasta la biblioteca del living. Mientras los acomodaba, escuché un sutil mormullo a mis espaldas. Me giré y me encontré con que había entrado la señora Hortensia. Estaba leyendo un a carta sentada en un amplio sillón de madera con respaldo y apoya brazos, que estaba tapizado con telas de tonos marrón y crema. Ella sólo me sonrió con dulzura y volvió la vista sobre la página. Nada dijo. Tampoco hablé. Le devolví la sonrisa y continúe mi tarea.
Acomodé en el mueble un pesado libro, ilustrado con coloridas imágenes sobre la historia de la pintura.
– ¡Ese libro no! ¡Está muy feo! – lanzó Isabel Allende, apareciendo de improviso y mostrándome que tenía los bordes gastados. Agarró un libro nuevo con recetas de cocina y lo reemplazó. El día avanzaba rápido.
Apenas terminé de ordenar el living comenzaron a llegar los invitados. Me arranqué a la cocina. Allí me dedique a lavar la loza; llenar las copas con vinos, jugos y champaña; a acomodar los pasteles y preparar más canapés que mi tía llevaba como torbellino hasta el living para atender a los comensales.
Cada vez que sonaba el timbre del departamento, yo me deslizaba rápido y en puntillas hasta el marco de la puerta desde donde espiaba a los visitantes que iban llegando con elegantes regalos para agasajar a la distinguida cumpleañera. Aquello fue un pequeño desfile de políticos y artistas, que saludaban con afecto y evidente cariño a las dueñas de casa. “La señora Tencha está demasiado feliz”, me decía mi tía, trayéndome las novedades del encuentro. Así también lo intuía yo, escuchando las conversaciones y risas que llegaban desde el salón principal. Aunque, para mi sorpresa, la celebración duró poco y los invitados comenzaron a despedirse mucho antes de que anocheciera.
Sentí que el día había volado y no había nada más que hacer. “¿Me voy?”, pregunté a mi tía.
– Todavía no – repuso ella – Ya viene la señora Isabel a pagarte. Y allí me quedé, sentado en la cocina por dos horas más, esperando. Entonces se abrió la puerta.
– ¡Todavía está aquí! ¿Por qué no se ha ido? – preguntó algo molesta Isabel Allende, al verme en la cocina bebiendo un vaso de agua. Quedé perplejo sin saber qué responder. Me encogí de hombros y me sentí humillado. Mi tía, que llegó atrás de ella, respondió con la cara enrojecida por la vergüenza.
– Pero señora Isabel. La estaba esperando a usted.
– Entiendo – replicó la aludida y dándose media vuelta, avanzó hasta el sitio donde estaban apilados los regalos de la señora Tencha, sacó la barra de chocolates más chica que encontró, me la entregó con un sonoro “muchas gracias” y se fue.
Mi tía me miró incómoda.
– Yo te pago cinco mil pesos – prometió.
– Por ningún motivo – alegué – Toma los chocolates. Sé que te gustan mucho – añadí, cerrándole un ojo en señal de complicidad. Me levanté y le pedí que me esperara un segundo. Cruce raudo hasta la pieza del fondo donde había pasado el día ordenando. Estaba atiborrada de objetos y recuerdos de la familia Allende. Cogí una fotografía original, en blanco y negro, que retrataba compartiendo a los Presidentes Salvador Allende y Fidel Castro. Me había encantado la foto. Nunca la había visto y seguramente se la había regalado el mismo líder de la revolución cubana al mandatario chileno. La escondí debajo del pantalón y regresé a la cocina.
– Ya tengo mí trofeo inesperado – anuncié con una sonrisa de oreja a oreja. Mi tía me miró perpleja. No quise decirle que estaba sin dinero para el pasaje del Metro.
Salí a la calle, respiré profundo la última brisa del crepúsculo y enfilé a toda prisa por esa ancha Alameda. Fue una larga caminata hasta mi casa, pero acompañado por la imagen de esos dos presidentes, créanme, fue una caminata muy feliz.
Exequiel Pino es escritor y periodista