Pulsa «Intro» para saltar al contenido

Poesía y economía: riman y reman

Fidel Améstica destruye un paradigma: que la poesía y la economía no juntan ni pegan. Pueden ir juntas y referirse a lo mismo.

Por Fidel Améstica.- Que alguien dijera que uno de los insumos formativos clave para un poeta es la economía, en su momento, me dejó con la jeta interior pegada al perineo. ¿Cómo era posible si no juntan ni pegan? Solo un monstruo como Ezra Pound podía mandarse ese numerito. No se refería, claro está, a la posibilidad de que los poetas se hicieran economistas ni que estos devinieran en calculistas del verso —¡los dioses no lo permitan!—. Me daba la sesera para aceptar que un poeta debía nutrirse de todo lo que estuviera a su alcance; si no, ¿de qué va a hablar?, ¿de poesía? No se habla de poesía. Más bien, la poesía es quien habla. ¡Pero «economía»…! Me costó recuperarme.

Ver también:

Luis Ortúzar, antaño no más que el «Chincolito de Rauco» y hoy por hoy el «Chincolito de Chile» por algún tipo de epifanía poética, siempre insistió en sus talleres de canto a lo poeta que un payador o un decimista tenía que aprender de todo, recoger palabras en la experiencia de los oficios y labores, y también de los libros, cualquiera. Aprender hasta del más peliento y humilde de los seres humanos. Con él, fue la segunda vez que me encontré con esto de que la economía también es parte del proceso.

Pound llegó a esa conclusión por estudio y sagacidad; el Chincol, por intuición zorruna. Dos personas de tan disímil entorno, formación y alcance afirmaron idéntica lección. Ni el primero supo del segundo ni este, de seguro, siquiera en pelea de perros oyó al menos el nombre del otro. Cada uno a su manera, estilo y recorrido, eso sí, es un poeta. Sin encontrarse en ella, en la misma casa dieron con un tizón específico del hogar.

Y nos cuadra la imagen, porque la palabra «economía» tiene dos raíces griegas: οἶκος (oikos) – casa y νέμειν (némein) – administrar, distribuir, gestionar. Así, la οἰκονομία (oikonomía) es la administración de la casa de acuerdo a normas y leyes en uso. Y con el tiempo pasó a significar la gestión de los recursos por parte del Estado, a la usanza de los dueños de casa, o como imponga la ideología de turno se debiese disponer la cancha. Agreguemos que Heidegger nos legó una observación crucial en 1947 en lo que después se conoció como Carta sobre el humanismo y que es conocida más o menos así: «La palabra es la morada del ser; y el poeta, su guardián» (necesario es decir que los guardianes son los pensadores y los poetas, no quería quedarse afuera el hombre). Así que el parentesco y la relación no son nada nuevo, solo que a menudo olvidamos demasiado.

Pero volverse el guardián de la morada del ser no equivale a asumir la administración, empoderarse en la gestión o hacerse dueño de esa casa. Podemos supervisar, si es que, lo que entra y sale de ahí de acuerdo a ciertos protocolos, costumbres, usos y tradiciones. La palabra, esa morada, no es propiedad de nadie; y si bien podemos usar el lenguaje con propiedad, no significa que nos sea lícito capturarlo. Creemos que el lenguaje pasa por nosotros nada más que por una falta de perspectiva; existen fundadas sospechas de que sucede al revés: nosotros pasamos por el lenguaje.

Saber algo de economía nos da la posibilidad de vislumbrar cómo funciona el mundo, sus normas y triquiñuelas. Pound lo vio con claridad, y no es un mero capricho de su talento que el primer verso del canto XLV de sus Cantares afirme que «con usura el hombre no puede tener casa de buena piedra», de modo que su arquitectura contornee nuestro rostro. Sin duda: las palabras nos dan un rostro, y merced a estas máscaras llegamos a ser personas, cuya etimología latina, personae, significa eso: máscara, las que usaban los actores para proyectar la voz en el teatro.

No hay casa ni morada del ser si la usura impone las normas de administración. Cualquiera diría que el poeta de Idaho tuvo la visión de las burbujas inmobiliarias, porque no es una simple metáfora o símil esto de la casa del ser, hecho de carne y hueso también. En Chile, tristemente célebres son las casas Copeva, símbolo de ignominia y abuso de una cáfila de empresarios y constructoras enriquecidos a costa del «sueño de la casa propia», y que no pagaron ni uno por ese crimen de lesa patria. Ni qué decir del déficit habitacional que crece más rápido que las soluciones, ni de las condiciones de gueto de muchas de esas mismas soluciones: un vertedero humano desconectado de los servicios y de cualquier sentido de pertenencia, raigambre e identidad, bien aprovechado por el narcotráfico.

En el mismo canto XLV, vemos que «no hay para el hombre paraísos pintados en los muros de su iglesia», porque el espacio-tiempo sagrado de cada ser humano no es permitido, y en vez de encontrarse a sí mismo, no le queda otra que aceptar lo que hay, sin horizontes ni esperanza, puesto que

no se pinta un cuadro para que dure y para la vida
sino para venderse y pronto
con usura, pecado contra natura,
es tu pan siempre de harapos viejos
es tu pan seco como el papel,
sin trigo de montaña, ni harina fuerte
con usura la línea se hincha
con usura no hay demarcación clara
y nadie puede hallar sitio para su morada.
El picapedrero se aparta de la piedra
el tejedor de su telar (…).

Nadie es dueño de su trabajo, para otro es la ganancia; solo se es funcional, cumples tu labor y te apartas. La propiedad es de otro. Hoy, como nunca, se da, además, una paradoja, a la vez que el triunfo de un capitalismo impensado: emprender te libera de la esclavitud obreril, de ser un apatronado, un asalariado; pero es la consagración feroz de la explotación, pues no hay peor cómitre que uno mismo para navegar el barco propio encadenado al remo. ¿Dónde está la libertad y el hogar para ejercerla entonces?

No puede verse un claro límite, la línea se hincha y deja de serlo. Se puede ver con el ojo de la izquierda, pero usas el de la derecha a la hora de la incisión, perdemos la visión de paralaje si no aplicamos los dos ojos y ya no sabemos dónde están efectivamente las cosas con referencia a nuestra posición. Ni siquiera podemos ver pintados los paraísos en los muros de nuestra iglesia porque la usura dice, ¿para qué? Luis Ortúzar, el «Chincol», lo plantea así en sus «Décimas por religión», y aquí, una muestra:

Es la creencia gratuita
en la calle celestial,
así es la ley eclesial
bajo palabra bendita.
Y la codicia maldita
del mundo se ha apoderado;
la inquisición se ha creado
por los de sotana crueles
y terminan muchos fieles
en el cepo, torturados.

(…)

Si la religión fue hecha
pensando en la fe cristiana,
el ministro con sotana
hoy ya la tiene desecha.
Una equivocada brecha
siguió en falsa devoción;
no han cumplido su misión
el cura ni el monaguillo,
van con Cristo en el bolsillo
y el diaulo en el corazón.

Más que la crisis del catolicismo o de las religiones institucionalizadas, estos vocablos pueden ser leídos en términos de quiénes son los que controlan el discurso, la palabra. Los que controlan el lenguaje pueden definir e imponer qué es verdad y qué no, dónde está el bien o el mal, la virtud o el vicio, sin necesidad de dar explicaciones. El don de la palabra es el poder antes del poder, el botín que permite otros saqueos. Y para que los demás lo crean, de algún modo tiene que vestirse de una sacralidad improfanable, en que la coacción sea reemplazada por la credulidad voluntariosa. A fin de lograr esto, es menester crear un lenguaje «sagrado», más que misterioso, inentendible. De ahí que la jerga se jacte de su exclusividad iniciática con las siglas y conceptos: IPoM, TAE, S&P-500, TPM, AGF, BCP, BCU, PIB, OPA, IEC, crowdfunding, crowdsourcing, ebitda, family office, apalancamiento, bigtech, fintech, high-yield, close-out netting, credit default swap, y así insustantivamente.

En una columna de 1983 publicada en El País, Jorge Edwards apunta lo siguiente:

En economía hay teólogos, personajes que se creen poseedores de la verdad absoluta, y hay pensadores. (…) Los teólogos se rasgarán las vestiduras en los umbrales de los templos monetarios. Se rasgarán sus vestiduras o quedará en evidencia que andaban sin vestiduras.

Los poetas, por cierto (y los pensadores, para no dejar en la vereda a Heidegger y sus secuaces), no administran los recursos ni definen las normas de la casa, no son economistas, pero sí guardianes del lenguaje, de la palabra; y es desde esta expertise que pueden profanar los templos erigidos por la usura y desnudar sus oraciones y mantras. La jerga teologal-económica se transparenta y en pelotas se pasean por la morada del ser. Y así se explayó Manuel Silva Acevedo en un poemario del año 2000, como para inaugurar el siglo, en algo que podríamos llamar un «mester de burguesía» titulado Cara de hereje (para no decir Cara de r…):

Abstente de escribir poesía en día laboral,
podrían ofenderse los dioses de la prosperidad.
No te entregues al ocio
ex profeso.
¿Qué provecho sacarás con eso?
Tampoco pierdas tiempo en filosofar,
hay otros instrumentos para especular.
Habiendo un buen negocio de por medio,
deja todo de lado y cobra dividendo.
Que siempre lo que emprendas tenga fines de lucro.
Date prisa en ser rico
que hoy te espera el sepulcro.

(«Carpe diem»)

Por debajo de las políticas económicas, aparece la voz del sujeto que las padece, sin tono lastimero, en absoluto, el hablante no renuncia a su dignidad humana, que es la que le va quedando como bandera acarralada:

El postrer pagaré me aflicciona
con su peso de lápida,
documento diabólico
la sangre me succiona
con zumbido de máquina.
En deuda estoy con Dios y con la Banca.
¡Prórroga!, grito en la fría antesala,
Pero en mármol rebotan mis palabras.
¡Usura!, vocifero, entonces vienen
y me dan como caja.

(«Plazo fatal»)

Vuelve la palabra «usura» a remar en las enturbiadas aguas de la semántica, en la mejor tradición de la poesía contemporánea, inaugurada quizás por Francisco de Quevedo con su «Poderoso caballero es Don Dinero». La usura no es la mera concupiscencia monetaria y de bienes, va un paso más allá: entroniza y sacraliza un derecho de goce y utilización (por el latín usus) por encima de un deber solidario. La codicia y la avaricia son, en este sentido, más carnales, y la usura, por su parte, aséptica, y todas ellas pueden ser legales, amparadas por los dogmas de un Tribunal Constitucional, dando de esa manera un estatus de intocable a quienes pueden ser descritos con estas cualidades. Sigamos con Silva Acevedo:

Yo soy el intocable.
Levanté una candidatura, pagué coimas en efectivo,
y para salir de dudas, volví a untar a intachables ministros.
Yo soy el intocable.
Mejor será que me calle la boca,
parapetarme detrás del paraninfo
y mantenerme en el poder manejando
el mundo con mis invisibles hilos.
Por qué no:
después de todo, este modelo es pan comido.

(«Soliloquio del intocable»)

«El modelo… ¡Que nadie toque el modelo! Un modelo que le ha dado prosperidad y crecimiento a este país, que ha sacado de la pobreza a mucha gente…», dicen nuestros teólogos criollos de la economía, entre los cuales había uno, Ernesto Fontaine —prócer entre los Chicago Boys, y a estas alturas old vinegars—, que antes de su gesta in extremis veía a Chile como «un país de mierda», y lo repitió de viejo con el mismo inmaculado desprecio. Y claro, «después de todo, este modelo es pan comido», y para los vivos (vivarachos), con una vez basta decirlo:

Hay chilenos que se creen muy zorros.
A cazurros y ladinos nadie les gana.
Con risotadas estentóreas
se jactan de haberse apropiado
de la astucia proverbial de la vulpeja.
Con guiños y codazos de compinches
festejan la artimaña de hacerse el zorro manco
para eludir la acción de la justicia
y entrar a saco al gallinero
en cuanto el país se descuide.

(«País de pesadilla»)

Con una población flotante de estas características, de acuerdo a este mester de nuestro amigo Manuel Silva Acevedo, Premio Nacional de Literatura 2016, claramente se abre la posibilidad de vivir en un «país de mierda», para hacerle honor a la finura económica transparentada en el documental y libro Chicago Boys de Carola Fuentes y Rafael Valdeavellano. Del documental, Alejandra Bottinelli escribió en 2015 una reseña a conciencia, notable por el estilo en el género y su impronta como público receptor:

«País de mierda», tres veces. Tres «país de mierda» conté que profirió Ernesto Fontaine, otro ex Chicago, ya viejo también, en el hoy del documental. Lo pronunció sin ocultar su frustración, antipatía y un poquito de asco, diría, cada una de las veces.

(…)

Se pregunta uno, entonces: ¿qué sueño era el que movilizaba a los jóvenes economistas neoconservadores?, ¿qué país pensaron?, ¿cómo se pensaron ellos en ese país, en ese «país de mierda»?; o más allá: ¿pensaron alguna vez algún país o fue más bien la suya una autorrepresentación in extremis de su ya extremista teoría individualista económica, esto es, los eclipsó el sueño de su propia imagen reflejada en la cámara como triunfadores, dueños y señores —joviales y encantadores eso sí— de ese país, de cualquier «país de mierda»?

(…)

Al frente de ellos, imagino los guantes blancos de unos que se prestan un podio de misa católica para nombrarse, orgullosos, una mafia: «somos una mafia, fuimos una mafia», somos los guantes blancos que nunca pudieron tener los que desataron la tormenta de mierda, para que nosotros domináramos este país de mierda —se me ocurre que piensa desde el podio consagrado el ex chico Chicago—. Extremistas con guantes, tigres de a de veras…

https://paniko.cl/en-reversa-el-pais-de-mierda/

El cruce entre economía y poesía es el lenguaje, la palabra; son dos caminos en cuya encrucijada me imagino a Robert Johnson, el «Rey del Delta Blues», cayendo de rodillas para ofrecer su alma al Señor, a la vez que se hunde en los avernos donde se pone el sol naciente, y así canta su «Crossroad» intenso y dionisíaco. La palabra genera confianza y redes, y si tan poderoso es Don Dinero, es que se produjo un giro semántico y mental: de simbolizar un valor de intercambio reconocido por una comunidad devino en valor mismo. Lo que nos lleva a la pregunta: ¿qué es lo que se está valorando en los intercambios?, ¿el poder?, ¿símbolos de poder y de estatus? ¿O se valora aquello que grupos interesados nos dicen que debemos valorar? Este detalle es el que diferencia a la publicidad de cualquier labor artística: los códigos del mensaje, ¿qué valor están intercambiando? ¿Es un comercio libre o de monopolio y colusión?

Como la canción de Robert Johnson, no hay un límite claro entre Dios y el diablo, en especial en los sistemas de comunicación que ha generado la usura. Una fundación de beneficencia puede ocultar un tráfico espurio, la caridad institucionalizada es capaz de humillar a quien la recibe, por ejemplo. Si se ha creado el IEC (Índice de Incertidumbre Económica), debiese, entonces, ser reemplazado, o al menos oponérsele, un ICP (Índice de Certeza Poética), así se haría visible que nadie entiende nada ni sabe lo que en realidad quiere y necesita. Porque esta vida está plagada de encrucijadas, y el mester de Silva Acevedo nos lo advierte:

En un cruce cualquiera sin guardavía
me partió por el eje el tren de vida,
me arrolló el IPC y el tipo de cambio
me cayó encima.
Con una buena póliza, seguro que otro
gallo me cantaría.
En qué estuve que no me puse el parche
antes de la herida.

(«Índices macroeconómicos»)

Si los poetas y los pensadores al menos pueden alumbrar lo que entra y sale de la morada del ser, esta «primera línea» también logra otear el estado de nuestra casa ecológica:

Peligran la fauna y la flora,
al igual que los últimos poetas
del suelo nacional.
Con tanto cálculo de costo/beneficio,
con tanta y tan gélida macroeconomía,
cuyas voraces cajas registradoras
se tragan el verdor de los bosques nativos
y lo vomitan convertido en dólares
empapados en la sangre de la tierra.

(«País de pesadilla»)

Peligra la morada del ser, la del lenguaje, la del planeta. Un sentido económico sesgado lo devora todo, y ha hecho de la economía la administración normada de la destrucción de la casa. De seguir así, no habrá nada que administrar ni guardia que hacer. De ahí el filo de nuestro mester de burguesía, reciclando enunciados para mantener los cimientos y estructura de este hogar a mal traer:

Más temprano que tarde
se abrirán las grandes tragaderas
por donde pasará el dinero a manos llenas
a atiborrar las privatizadas faltriqueras.
Desde muy lejos
se divisará la densa humareda
de los bosques nativos
convertidos en larguiruchas chimeneas.
El agua escaseará
y a la madre natura le colgarán
las ubres secas,
se implorará por aire puro
y el pan y el trigo serán botín de guerra.

Todo esto llegar
aunque Usted no lo crea.

(«Contraprofecía»)

Poesía y economía son dos galeotes en la Stultifera Navis en que vamos, la nave de los locos o de los necios, y encadenadas a sus remos conducen a una masa humana hacia la tierra de los tontos, que es una de las formas de las que se vale Dios para ver si pueden reconocerlo. Dialogar con ellas en la oscuridad de nuestra galera nos permite ver los cambios sociales y de mentalidad en diferentes cuadros de sus rostros casi siempre malagestados por las cicatrices, por más que prodiguen frases bonitas o cifras fabulosas. Arquíloco de Paros, soldado ya distante de la areté guerrera cantada por Homero, lo dice sin anestesia, todo este juego es un asunto de sobrevivencia:

Anda, con el copón recorre los bancos de remeros
de la rauda nave, y destapa las jarras panzudas.
Y escancia el vino rojo hasta el fondo de heces.
Pues no podremos soportar sobrios esta guardia.

Ese vino lo producen las musas en los viñedos de la memoria, su madre, y el don de su embriaguez nos dará el coraje para el sentido de oportunidad económico, porque «todo al hombre, Pericles, se lo dan el Azar y el Destino», no un modelo, no un sistema, no una ideología. Arquíloco nos heredó la imagen del soldado que arranca sirve para otra batalla, pues no le importa perder el escudo, ya se comprará uno mejor, y será más barato que morir con él; vive y sobrevive de su profesión militar, en su lanza tiene su pan negro y el vino de Ismaro que bebe apoyado en ella, y de ese modo, «cuando el vino fulmina» sus entrañas, sabe marcar el inicio del ditirambo dionisíaco. Las normas administrativas de la casa están cambiando, el honor guerrero no vale tanto como comer al día siguiente.

Un ejemplo más actual lo presenta un poema de la escritora peruana Gabriela Wiener, de 2020 creo, en relación con la economía:

Quiero escribir un poema económico
Escribir sin conocer
las teorías económicas
o poéticas
Quiero decir «existencias» y que sepan a qué me refiero
«(…)
todo lo que no quieres saber de economía
te lo van a cobrar en esta vida».
Quiero escribir sobre la liquidez de la incertidumbre
sobre la exégesis del PIB y el tango del IPC
Sobre la moratoria del dolor, sobre la esperanza escalonada.
(…)
Quiero escribir sobre ser pobre en un país rico
Sobre ser rico en un país pobre
(…)
Sé conjugar económicamente algunos verbos:
La economía decrece, el empleo cae, la gasolina sube
No entiendo nada
Lo único que sé es que cuando las cifras están más bonitas sobre el papel
más fea es nuestra vida
Lo que no pagamos hoy lo pagaremos mañana
Lo que no paguemos mañana lo pagarán nuestros hijos
(…)

Si aprendemos algo de economía, a manejar nuestros recursos, veremos que no se reduce a lo que algunos les interesa que creamos: un área para especialistas, tecnócratas e iniciados. Lo que ocurre es que la economía ha sido capturada por la usura, y esa sombra niega e impide un rincón sagrado en la morada del ser; y donde había ritos y misterios hierofánicos, dispone la copulación mercantil, y apronta a unos muertos en la mesa de la vida:

contra naturam
han traído putas para Eleusis
se sientan cadáveres al banquete
a petición de usura.

Nolens volens, quieras o no, las cuotas, hay que pagarlas. ¿Cómo? En alguna encrucijada estará la respuesta esperándonos, y veremos si aguanta nuestra economía. Ahora entiendo las palabras de Rafael Alberti cuando vino a Chile en 1991; en una universidad, un joven aspirante a poeta le pregunta: «Maestro, ¿sobre qué puedo escribir?». Y la respuesta fue tronante: «Si caminas por la calle tras la lluvia y ves tu reflejo en una posa de agua, ¡sobre ese charco de mierda tendrás que escribir!». Aquel muchacho, al poco tiempo, adormeció su desgarro existencial con el ungüento carismático de una religión. Cada cual con su albedrío. Pero que este pudiera ser un país propicio para atender un charco aposado en los baches de nuestras calles… De eso, aún no me recupero.

 

 

poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía poesía