Occidente ya no lidera. Sanciona. Y eso no es poder. Es miedo, afirma el académico Manuel González Villamil.
Por Manuel González Villamil.- El fin de una civilización no siempre llega con cañones ni con golpes de Estado. A veces llega disfrazado de eficiencia. De progreso. A veces se parece más a una transferencia de poder que nadie notó hasta que fue demasiado tarde. A un imperio que no cayó por invasión, sino por haber enseñado demasiado bien a quien quiso dominar.
Hoy, Occidente ya no exporta libertad: exporta sanciones. Y cuando eso no basta, corta suministros, excluye de sistemas financieros, bloquea plataformas, embarga tecnologías. El viejo centro del mundo —el que antes dictaba las reglas y ponía los límites— hoy reacciona con castigos en lugar de propuestas. Ya no lidera: controla. Ya no inspira: censura.
Ver también:
¿Occidente está en peligro?
Las Guerras de las tres esferas: Occidente, Oriente y el Metaverso
Lo que estamos viendo no es sólo un conflicto comercial. Es una guerra de civilizaciones en clave tecnológica. No por religiones ni razas, sino por quién define el orden. Y cuando una potencia emergente amenaza con desplazar a una potencia establecida, como escribió Tucídides —historiador griego que relató la Guerra del Peloponeso entre Atenas y Esparta— el conflicto se vuelve casi inevitable. No por estrategia. Por miedo.
Ese miedo es el combustible de las sanciones. De los bloqueos. De la narrativa. Y ese miedo no es nuevo.
La historia es clara. Roma no soportó la existencia de Cartago. No porque Cartago fuera más poderosa, sino porque era una amenaza civilizatoria. Cartago dominaba el comercio, tenía una flota naval superior y una tecnología más avanzada. Y sin embargo, fue destruida. Porque Roma entendió que no podía convivir con otro centro de poder. Quemó la ciudad. Sembró sal. No por necesidad militar, sino por orgullo imperial.
Cartago fue vencida, pero Roma no lo hizo sola. Como advierte Eduardo Olier, fue una nave cartaginesa encallada —una trirreme, el barco de guerra más avanzado de la época— la que permitió a Roma copiar su diseño naval, adaptarlo y ganarle la guerra.
La trirreme era el dron de combate del mundo antiguo: veloz, precisa, con tres niveles de remeros y un espolón de bronce en la proa para embestir y hundir naves enemigas. La usaron griegos, cartagineses y romanos. Pero fue la copia del modelo enemigo lo que inclinó la balanza.
Hoy esa historia se repite, pero al revés.
Durante décadas, Occidente —en busca de eficiencia y rentabilidad— trasladó su aparato industrial a Oriente. Externalizó su músculo productivo, su conocimiento, su logística. Quiso abaratar. Y transfirió poder.
La trirreme moderna —la tecnología, la industria, los algoritmos— fue entregada a China.
Pero esta vez, el imitador no sólo copió: mejoró, diseñó, planificó y superó. De fábrica del mundo pasó a centro logístico, cerebro digital y potencia tecnológica.
No hace falta invadir si puedes desindustrializar a tu rival. No hace falta conquistar si puedes organizar la dependencia. La nueva hegemonía no llega con legiones: llega con semiconductores, acuerdos y satélites.
La guerra ya no se libra en campos de batalla, sino en líneas de código, rutas marítimas y cadenas de suministro.
Y mientras tanto, Occidente —ese imperio que juró defender la libertad— sanciona a países por elegir gobiernos incómodos. Destruye industrias rivales. Excluye tecnologías que no puede controlar. Habla de competencia, pero no la tolera. Habla de democracia, pero no acepta alternativas.
¿Es eso liderazgo? ¿O es miedo a ser superado?
Tal vez el problema no sea China, ni Rusia, ni India.
El verdadero problema es que el relato occidental dejó de convencer. Que ya no promete bienestar. Que ya no produce esperanza. Que sólo administra ansiedad, deuda y polarización.
Como escribió Horacio: “Grecia capturada conquistó al salvaje vencedor e introdujo el arte en la ruda Italia.”
Hoy, tal vez veamos algo similar. Tal vez China no sólo fabrique productos. Tal vez esté fabricando el nuevo relato. Y quizás, como advierte Olier, el mayor error de Occidente fue creer que podía transferir producción sin transferir poder.
La trirreme ya no está en nuestras costas. Está en Asia. Y viene equipada con satélites.
El siglo XXI no será una reedición del pasado. No será Roma. No será Washington. Será otra cosa.
Y quien no entienda que el mundo cambió, quedará con poderío militar, pero sin visión. Con memoria de imperio, pero sin capacidad de construir otro.
Tal vez ya no estemos discutiendo entre modelos. Tal vez estemos presenciando —en tiempo real— el cierre elegante de una era. Y esta vez, Cartago no arderá.
Esta vez, Cartago lanza cohetes, diseña chips y firma tratados. Y el viejo imperio, solo atina a sancionar.
Esta vez no habrá saqueo ni incendio. Esta vez, el imperio caerá en silencio. Y nadie irá a salvarlo, porque ya nadie olvida a quien gobernó con miedo y saqueó con bandera de libertad.
Manuel Fernando González Villamil es Magíster en Ciencias Políticas y Pensamiento Contemporáneo (Universidad Mayor de Chile) y candidato a Doctor en Ciencias Políticas y Administración Pública (Universidad de Murcia, España)