Por Edgardo Viereck.- Lo que se ha visto en la última semana, no es otra cosa que un viaje hacia la verdad. El mismo que Chile inició hace más de medio siglo. Una conversación que se interrumpió de golpe pero que, en algún momento, había que retomar porque había que terminarla.
Pertenezco a una generación que vio el quiebre de la democracia casi en la falda de sus padres y creció en dictadura, aprendiendo a no conversar de nada porque era peligroso, desconfiando hasta de su propia sombra por temor a la represión, y mordiendo la rabia de no poder expresarse libremente. Cuando se recuperó la democracia, nos imaginamos que la conversación ahora si se concluía pero resultó que no, porque la nueva conversación, aquella en la que sólo unos pocos escogidos podían participar, agarró otro rumbo y se transformó en negociada.
Y los que seguimos haciéndonos preguntas, convencidos de que nuestra condición de ciudadanos con derecho a voto tenía algún peso específico, de a poco fuimos quedando excluidos, apartados y convencidos de que “estábamos mal” porque no había otro camino y porque, si queríamos ganar democracia, debíamos perder algo de esa tan ansiada “verdad y justicia”.
Se nos pidió dejar de discutir. Dejar de insistir. Se nos pidió preocuparnos de otra cosa. De poner esfuerzos en rehacernos desde cero, casi nacer de nuevo y olvidar. Asumir. Callar. Aceptar. La política es el arte de lo posible, es algo que se nos repitió una y otra vez. Entonces hubo que inventarse una vida, un nuevo “no-yo” para no caer en una suerte de locura en la que nos consumiera la rabia y el resentimiento.
Entonces vino la realización personal, la búsqueda del éxito, de la estabilidad económica, de los pequeños gustitos que dieron paso a los grandes placeres. Nos hicimos amigos del hedonismo y la ambición dio paso a la codicia. Ser más era tener más. De ahí a hacerse amigo de los bancos y terminar viviendo para ellos como experiencia crónica había un sólo paso. De pronto nos vimos convertidos en “individuos” en el peor sentido de la palabra, y lo peor, nos habíamos olvidado de estar con nosotros mismos porque ya ni sabíamos quienes éramos. Eso había quedado atrás el día que dejamos de conversar con ese “antiguo yo” que yacía abandonado en el ático, tapado de telarañas, de nuestro pasado iluso y soñador.
Estábamos en eso cuando, hace una semana, prendimos la tele y vimos incrédulos que había otros dispuestos a hacer lo que nosotros no nos habíamos animado a hacer: hablar de lo que hay que hablar. Y ahora, este viaje hacia a la verdad nos pega ahí en la zona baja del estómago. El espasmo durará un buen rato y, en el vértigo que nos produce todo lo ocurrido, habrá que agarrase muy firme de lo único que puede mantenernos en pie: aquello que somos y de lo que estamos hechos.
Es una vuelta al origen. Una irónica, pero generosa epifanía. Una invitación a buscar respuestas, no parciales, sino definitivas. Pero atentos porque estas respuestas no vendrán desde la terapia, los fármacos, las drogas o la evasión. Vendrán desde la reflexión honesta y corajuda. Y será la historia y la filosofía las que nos den luces. Y si no es así volveremos, sin darnos cuenta, a la misma oscuridad en la que nos acostumbramos a vivir. Este será un viaje de aquellos, y hay que agarrarse fuerte de lo único que puede mantenernos en pie: aquello que somos y de lo que estamos hechos.
¿Llegaremos a donde hay que llegar? Quién sabe. Pero demos gracias a la vida por regalarnos esta oportunidad pues, pase lo que pase, siempre habrá sido mejor intentarlo que habernos ido de este mundo convencidos de que nuestra honestidad era un error. Hay que terminar esta conversación. Aunque duela.
Edgardo Viereck es cineaste y candidato a Magíster en Comunicación Estratégica.