Por Antonio Leal.- Las grandes explosiones sociales –no solo en Chile sino en diversos países del mundo– dan cuenta de las contradicciones y de los límites del modelo globalizador que, conjuntamente con generar enormes riquezas y oportunidades para los que están dentro, un mundo comunicado digitalmente y movido por la universalización del mercado, pero también de los valores culturales de la democracia y de nuevos derechos y libertades de los seres humanos, es también portador, en su conducción neoliberal actual, de nuevas pobrezas, grandes traslaciones de seres humanos, desigualdades que se exacerban con el desarrollo tecnológico digital y que pueden aumentar con la emergencia de la inteligencia artificial, guerras económicas y financieras focalizadas, de religión, terrorismo y una incertidumbre que aparece como el signo de un mundo sin certezas y solo de probabilidades.
Ello, y el carácter que adquieren las protestas sociales en medio de la disolución de los grandes sujetos típicos del industrialismo, la capacidad de autoconvocarse sobrepasando a partidos, orgánicas tradicionales, instituciones, la plena utilización de la “sociedad red” para instalar reivindicaciones e imponer agendas y hasta las razones diversas de los sujetos que imponen la violencia, dan cuenta, desde el punto de vista filosófico de una realidad marcada por la postmodernidad.
Es el tiempo de la desmitificación, la desacralización de todo poder, la desconfianza en todo, cuando ya el progreso, que la modernidad creyó infinito, debe reconocer los límites medioambientales, éticos, sociales, y, en el plano valórico, es la caída de todos los imperativos categóricos que construyeron la fe o las certezas, la inexistencia de las evidencias apodícticas, que en la lógica Aristotélica significa concluyente, que no deja lugar a dudas.
Es el derrumbe de los ídolos, que como devela la Encuesta CEP en Chile, se expresa en la pérdida de legitimidad de instituciones, partidos, líderes políticos, religiosos, de aquello que por siglos consideramos lo absoluto.
Por ello, vale la pena revisar los conceptos de la postmodernidad en filosofía, y encontrar huellas de lo que vivimos, a partir de su origen más nítido, Jean François Lyotard, cuya elaboración, junto a la de Jacques Derrida, se desarrolla en el horizonte cultural francés de los años 60 y 70 en medio del renacimiento nietzscheniano y de su visión sobre el nihilismo reactivo y afirmativo.
Pero, también, su contexto fue el del surgimiento de las primeras asonadas postmodernas que escapaban al control de los grandes sindicatos de la Citroën, la Renault y del adusto juicio ideológico de los poderosos partidos de la izquierda francesa para los cuales estas explosiones juveniles fueron vistas como una dificultad, un riesgo, frente al convencimiento de que la izquierda llegaría al poder, como ocurrió con el triunfo de Mitterand, todo un símbolo del socialismo democrático que finalmente gobernaba Francia.
En efecto, L’ Humanité Dimanche publicó un enorme titular: “Sont un groupuscule” para referirse a los jóvenes de la revolución del mayo parisino que por centenares de miles paralizaron Francia y se extendieron por toda Europa quebrando el molde de lo permitido. “Seamos realistas, pidamos lo imposible” incorporó por primera vez, en lo que sería una gran revolución que cambió planetariamente la cultura, las grandes reivindicaciones feministas, ambientalistas, pacifistas, de la diversidad sexual.
Hay que decir, que para Lyotard, más que Nietzsche, es Kant la verdadera encrucijada del debate entre modernidad y postmodernidad a partir de su elaboración de lo “sublime”, tal como Kant lo presenta en su escrito la “Crítica del Juicio”, y que tiene su origen en la estética griega significando belleza extrema, grandeza solo comparable con sí misma y que para el filósofo está representada por el sujeto. Lyotard lo usa para manifestar los límites de la racionalidad y de su representación intelectual.
El filósofo francés expuso, ya en 1979, en su obra “La Condición Postmoderna”, que en el título original francés agregaba “rapport sur savoir”, es decir, un informe sobre la condición del saber y del poder en el mundo contemporáneo, las líneas directrices de la época contemporánea donde la cultura experimenta las transformaciones que han determinado las reglas del juego de la ciencia, la literatura y las artes a partir del siglo XIX.
“La Condición Postmoderna” examina las consecuencias del fin de los grandes relatos de la época postindustrial, es un recuento sobre el saber, sobre las transformaciones que el conocimiento científico y tecnológico ha producido en la sociedad contemporánea y retroactivamente sobre su mismo estatuto, es decir sobre el conjunto de normas o de fundamentos que lo conforman.
Para Lyotard los metarrelatos, como lo explica más ampliamente en su libro “La Postmodernidad explicada a los niños”, no son mitos o fábulas, dado que no buscan la legitimidad en un acto fundacional original sino en un futuro que se ha de producir, es una idea fuerza a realizar más o menos deterministamente (libertad, socialismo) y cuya función legitimante reside en su universalidad.
Estos metarrelatos son aquellos que han marcado la modernidad como son “la emancipación progresiva, enriquecimiento de toda la humanidad a través del proceso de la tecnociencia capitalista o incluso, en el relato cristiano, la salvación de las criaturas por medio de la conversión de las almas al relato crístico del amor mártir”.
La gran pregunta de Lyotard es dónde reside la legitimidad después de la caída de los metarrelatos, es decir de los grandes sistemas, de las historias explicativas, en el fondo, de la certeza absoluta de la modernidad racionalista –sin Dios- sobre las cuales se fundamentan la dignidad humana, la libertad, la moralidad, el progreso.
La ciencia moderna se ha constituido como instancia de legitimación contra las formas de poder no racionales y la filosofía ha asumido la tarea de entregar el cuadro de legitimidad en el campo particular del conocimiento científico recurriendo a grandes referentes meta narrativos como la dialéctica del espíritu, la hermenéutica del sentido, la emancipación, el progreso.
Pero el discurso de la modernidad entra en crisis, según Lyotard, antes que nada, porque es contrarrestado por la historia. Pero también las transformaciones internas de la sociedad postindustrial, que comportaron una transformación retroactiva del saber que esta constreñido a cambiar su propio estatuto por vía de la condición misma de su transmisibilidad, que es aquella de la informatización, por lo cual todo aquello que no satisface esta condición esta destinado a ser abandonado.
Se hace, así, camino a un nuevo modelo de sociedad caracterizado por una creciente complejidad y que en el plano especifico de la producción y de la transmisión del conocimiento observa la declinación de la figura del intelectual y la crisis del modelo clásico de enseñanza, sea en la estructura de este conocimiento siempre orientado a la interdisciplinariedad.
A diferencia de Habermas, Lyotard considera el proceso de disolución de lo moderno como consecuencia de su misma lógica por lo cual para Lyotard lo postmoderno, no resulta antitético al moderno. Para Lyotard, tanto en el plano filosófico como en el plano político, lo moderno se caracteriza por una búsqueda de una universalidad como superación de las identidades particulares, pero esta universalidad se demuestra imperseguible por la constitución intrínseca de su mismo estatuto.
La afirmación de la universalidad adviene siempre desde un punto de vista particular: es proclamada por ejemplo por la Declaración de los Derechos del Hombre y los Ciudadanos de la Revolución Francesa, pero el autor de esta proclama es el pueblo francés, por tanto, un pueblo particular, si bien esta particularidad está escondida en el recurso del Ser Supremo (sea Dios o la razón universal). Esta contradicción originaria está en la base del fracaso del proyecto universalista moderno.
Si para Habermas el error de la modernidad consiste en haber dejado que su proyecto se parcializara, se especializara y fragmentara, por lo cual se trata de repensar la unidad, para Lyotard, en cambio, el fracaso de este proyecto no es un abandono sino la emergencia de un límite intrínseco.
Es el ideal universalista el que entra en crisis al ser contrarrestado por los acontecimientos del siglo XX y que Lyotard llama los “grandirecity”, los grandes relatos de la modernidad: metarrelatos o filosofías de la historia como proyectos totales, historias de la emancipación de la humanidad, de los cuales los ejemplos clásicos son el cristianismo, la filosofía hegeliana, el iluminismo, el marxismo, el liberalismo económico y político.
Todos estos metarrelatos tienen una aspiración de una legitimidad en virtud de una pretensión universal: ellos se distinguen de las formas de legitimización critica que son intrínsicamente despóticas, pero no dejan de lado la ambigüedad de fondo por el cual la instancia legitimante es a su vez particular o es vacía (es la idea abstracta, la voluntad general, la historia, el mercado) deslegitimando así cualquier otra particularidad hasta degradar en una política de terror.
El fin de los grandes relatos, la incredulidad respecto de los metarrelatos, es la especificidad del pensamiento postmoderno: significa el fin del universalismo, la crisis del cosmopolitismo iluminístico, el regreso del nombre propio (es decir de las particularidades no universalizables) y de la racionalidad.
Esta fragmentación caracteriza lo posmoderno sobre todo en su nuevo modo de sentir y de pensar. Si la modernidad es un todo del pensamiento, observa Lyotard, el posmoderno es un modo diverso en el cual renuncia a la universalización se traduce en un sentir y un pensar que se confronta con la constante e ineludible incompletitud.
El estado emotivo que caracteriza esta situación es, según Lyotard, aquel descrito por Kant –él cual más que Nietzsche y Heidegger, representa para Lyotard un término de referencia fundamental, por su idea de una racionalidad no totalizante– en el análisis del sublime de la crítica del juicio.
El sublime kantiano tiene que ver con la imposibilidad de representar la totalidad y con el sentimiento, que es un mixto de placer y dolor, que ello significa. Si la belleza representa la perfecta armonía entre la representación y el concepto, el sublime nace cuando la imaginación no está en condiciones de representar un objeto adecuado a un determinado concepto. Es el caso de la idea de la razón (no tenemos una idea de dios o del mundo, pero tampoco estamos en condiciones de producir un ejemplo adecuado para presentar esta idea).
Todo el arte moderno, en el parecer de Lyotard, se confronta con este límite, es decir, con el tentativo de hacer ver que esto es impresentable. Aquello que caracteriza el posmoderno respecto al moderno es, por tanto, solo una diversa acentuación (una diversa modalidad) de dos momentos constitutivos del sublime Kantiano, el placer y el desplacer.
Según Lyotard, el arte moderno, busca presentar lo impresentable, es aún presa en la nostalgia de este impresentable, sufre de la impotencia de la sensibilidad de este tentativo, anhela el todo, lo universal, y busca llenar este vacío con la búsqueda continua de nuevas formas consolatorias.
El arte y la cultura posmoderna, en cambio, acentúan el momento inventivo de la imaginación, el desorden, el exceso de información -en el mundo interconectado de la era digital y de la sociedad de redes donde ya tiempo y espacio desaparecen como límites- que en esta búsqueda innovativa experimenta su propia libertad y su propio poder.
Se trata de dos actitudes que recuerdan la distinción nietzscheana entre nihilismo reactivo y nihilismo cumplido los cuales no son fácilmente distinguibles en concreto en los casos específicos dado que el sentimiento del sublime es el encuentro entre ambos.
Se puede, de todas maneras, jugar con esta diversidad de acento y distinguir dos modos específicos de lo moderno y de lo posmoderno: si el arte y la cultura moderna son melancólicas, aquellas posmodernas son experimentales, si las primeras están destinadas a la búsqueda nostálgica de una totalidad cumplida, la segunda están dirigidas hacia un futuro que no esta adelante, como sucede en la voluntad del proyecto moderno, si no detrás, ya pasado, tiene la forma del futuro anterior.
En esto, el postmoderno no es simplemente regresivo sino se refiere a una modalidad del tiempo que coloca en crisis toda la concepción lineal y progresiva de la temporalidad (en la cual resulta demasiado fácil definir el movimiento hacia adelante y hacia atrás) que es propia del moderno.
El posmoderno combate entonces cualquier tentativo de totalización y en esto tiene una función de resistencia, lleva adelante una guerra al todo, es la disidencia contra la conciliación, es la afirmación de la diferencia contra la identidad y la uniformación, es el continuo relanzamiento de la experimentación contra aquello que ya está establecido. El posmoderno, escribe Lyotard, no es el fin del moderno, sino es un estado de nacimiento, y este estado de nacimiento es constante.
Si la modernidad se caracteriza por la poderosa estructura de la certeza apoyada en la ciencia y en la razón, la postmodernidad es el relato de una realidad intrínsicamente cambiante, difícil de abordar y, por tanto, caótica, incierta y solo probable. De ello los chilenos parece que nos damos cuenta solo a partir del 18 de Octubre, pero este es ya el mundo en que vivimos: no me pidan verdades sino solo probabilidades. La verdad como perspectiva.
Por ello creo que el gran aporte y su validez entre nosotros, seres de la aventura del siglo XXI, de Lyotard, es haber pensado en que los grandes megarrelatos de la modernidad, con sus héroes y utopías, son reemplazadas por la aparición de una cantidad de relatos “menores” que son, a la vez, una trasposición de lenguajes, de conceptos –cada época tiene una semiótica propia y también un relato-, de saberes parciales que no son universalizantes, únicos, sino que cohabitan y se interrelacionan con otros, se auto comunican y convocan, como lo vemos hoy en las expresiones sociales en Chile y el mundo, construyendo pedazos de sociedades de seres “personalizados” que ya no tiene un partidarismo esencial que defender preconcebidamente.
Son los individuos postmodernos que, como nos dice otro gran filósofo postmoderno francés, Maffesoli, usan diversas máscaras: un día adictos al consumo, a los templos del mercado, distantes de la política, abstencionistas y en otro momento, cuando explotan las contradicciones internas y se agota el modelo, actores sociales coordinados virtualmente, que pueden colocar en crisis todo el sistema.
Robert Lifton dice que esta generación -porque son también conflictos generacionales difíciles de comprender “a los otros “en su retórica, en su afán de validación de la violencia destructiva, en la necesidad de identidad aunque sea efímera– son seres “proteicos” que acceden como nunca antes a la información, que solo prestan atención un instante, que viven en el mundo de la imagen y de lo instantáneo, que buscan ser intérpretes más que trabajadores, que buscan se les considere su creatividad mas que laboriosidad, para los cuales estar sin acceso, desconectados, es morir, porque, al fin, la era postmoderna está ligada a un nuevo estadio del capitalismo donde lo que se mercantiliza es el conocimiento, la cultura, el tiempo y la experiencia de vida.
Hay que reconfigurar nuestra manera de pensar, entonces, como dice Vattimo, en un mundo donde todo es proceso y movimiento y donde ya no se ordena todo en virtud de las oposiciones : verdad-mentira, nuevo–antiguo, presente–pasado, izquierda–derecha, progreso–reacción, vanguardia–kitsch. El postmodernismo interpreta un mundo antidualista, que promueve el pluralismo y la diversidad total.
Es un mundo donde los hechos mismos están en cuestión –pueden ser creados por los reality, los talk shows, como si fueran reales– y donde lo que prima son las interpretaciones, en un mundo convertido en una gran fábula.
Qué es la Plaza de la Dignidad o la ocupación de un territorio -tan distinto al Mall que nos impone la rutina y la simbología del mercado- para juntarnos seres diversos: es en verdad “la imaginación al poder”. Para quien está ahí no importa cuánto dure, será su relato, su historia. En tanto, las banderas de las barras de los grandes clubes deportivos reemplazan a la de los partidos y los líderes políticos. Incluso aquellos que han hecho grandes concesiones a la Plaza para subirse, son parte del problema y resultan mal evaluados por la Encuesta CEP. Muchos de estos signos ya los adelantó Lyotard en los convulsionados años 70 del siglo pasado.