Por Javier Maldonado.- Cuentan las voces que murmuran por los laberintos del poder que unos funcionarios bien intencionados (todos los funcionarios quisieran ser bien intencionados) se juntaron un día cualquiera a media tarde sentados a una mesa acogedora -café turco y té inglés, galletitas, pancitos, mantequilla irlandesa y mermelada de frambuesa-, convocados por la urgencia de la realidad real.
El tema único sería “El caso mapuche: indígenas revoltosos o ciudadanos descontentos”, variables que tendrían que aislar ellos con su ya proverbial sabiduría. Entre los funcionarios había algunos asesores, y se agregarían más tarde unos empresarios y tres agricultores. La cita se descomponía en tres partes, a saber: una primera, en la que debían tratar el cuento de la naturaleza del conflicto, que debían ajustarse tres conceptos esenciales: origen, desarrollo y proyecciones; una segunda, en la que intervendrían los asesores para dar cuenta de los análisis, estudios y concepciones antropológicas, tenidas en cuenta para la mayor comprensión del fenómeno; y una tercera, en la que los empresarios y terratenientes debían poner sobre la mesa sus visiones del asunto, sus experiencias vitales y sus observaciones al respecto.
La conclusiones se llevarían a la mesa de expertos que estaban reflexionando respecto cuál podría ser, en un futuro no lejano, la posición del gobierno a propósito de los climas de incomprensión y las fracturas sociopolíticas de la compleja relación de las dos comunidades en pugna: la comunidad chilena y la comunidad mapuche. Palabras más, frases engolosinadas, apuestas conceptuales menos, todo ello podría concentrarse en tres palabras: Entendimiento y Paz. Y eso ya sería bastante.
Ninguno de los concurrentes a la mesa de expertos sabía absolutamente nada sobre la nación mapuche. Todos compartían, eso sí, una enorme cantidad y variedad de prejuicios y de tonterías acumuladas por otros expertos antes que ellos. Lo peor era que en sus mentes todos convocaban imágenes de indígenas revoltosos que se negaban a reconocer que quienes mandaban y creían mandar en esas regiones eran los ¿cómo nos llaman? huincas. De la nación mapuche, de su historia, de su cultura, de sus etnias, de su idiosincracia, del sentido de pertenencia a la tierra, de sus vínculos con sus ancestros, de sus divinidades y de sus mitos, ninguno de los expertos, los del pasado y los de hoy, sabían y saben, absolutamente nada.
Pero tenían y tienen ideas de cómo solucionar el conflicto: lo único que habría que hacer será conseguir, como fuere que fuese, la sumisión total y el reconocimiento de que la República de Chile era y es la propietaria de todas esas tierras que ellos, en su ya legendario error, creen que les pertenecen. Es más, uno de los expertos afirma con plena convicción: ¡pero si dejaron de ser dueños de esas tierras cuando perdieron la guerra en el siglo XIX y cuando firmaron las paces de Angol ante el general Cornelio Saavedra! Mucha lluvia ha caído sobre esas tierras y el agua se ha llevado los ecos de los combates, opina el asesor enterado, con atisbos de entusiasmo. Los otros integrantes de la mesa se quedaron patitiesos mirándolo entre admirados y, sobre todo, molestos. ¿Qué sabía él que los demás no? ¿Qué pretendía sacando a relucir esa información? Bueno, ya lo apretarían llegado el momento. Entonces aparecieron unos tomos gruesos de documentos redactados con la retórica propia de los funcionarios a quienes se les ha ordenado que acumulen letras, palabras, giros del lenguaje, metáforas, en fin, párrafos de textos de difuso contenido, mamotretos que reúnen lo que llaman acuerdos y convenios.
Ninguno de los expertos presentes tenía idea alguna de lo que aquel montón de páginas compaginadas y empastadas en cuero fileteado de oro contenía. Ninguno sabía de su existencia ¿y de dónde salió esto? De la biblioteca del ministerio de Tierras y Colonización, dice aquí, y de la Comisión de Asuntos Indígenas. ¿Y esperan que nos leamos esto? Bueno, ahí está la información que se requiere para abordar este asunto. Le quieren proporcionar prioridad uno.
La única mujer integrante de la mesa carraspea para llamar la atención y dice: ¿no sería conveniente que en esta mesa participara alguien de la comunidad mapuche? La reacción es casi unánime: ¡No, por ningún motivo! ¿Por ningún motivo? ¿Acaso no es éste el motivo esencial? Pero ¡qué pretendes! Se nos ha encargado a nosotros que encontremos la mejor solución a este asunto. Traer a un mapuche lo único que hará es complicar las cosas. Ellos sólo tienen que ser receptores de nuestras conclusiones y, por así decirlo, acatarlas ¿no te parece? ¡Ya!, supongamos que se nos acurren algunas ideas interesantes y que el ministro nos manda al sur a que conversemos con las autoridades mapuche…, ¿autoridades, dices?…sí, claro, los que serán nuestros interlocutores… ¿interlocutores?…bueno, los lonkos, los jefes de las comunidades mapuche con los que nos vamos a juntar…¿sí? ¿nos vamos a juntar? Yo creo que estás equivocada. Vamos a ir, si es que vayamos a ir, y les llevaremos la documentación ya redactada, y ellos sólo tendrán que firmarla, y sanseacabó. Ya, ¿y si nos reciben y nos hablan en mapudungún…, ¿en qué?…mapudungún, su idioma…¿alguno de ustedes expertos en estos asuntos siquiera champurrea algo en mapudungún?….¿alguno de ustedes sabe siquiera decir ¡buenos días! en su lengua nativa?… ¿No?…De eso se trata.