Por Rodrigo Calderón Astete, María Belén Gálvez y Camilo Salvador Poblete.- En Chile, el control del orden y seguridad pública es de lógica violenta, represiva y discriminatoria. Esta hipótesis se convierte en conclusión tras revisar los hechos de la revuelta social ocurrida desde el 18 de octubre de 2019.
Por años, Chile se mostró como país modelo. No es casualidad que el actual presidente haya declarado el 8 de octubre de 2019, a días del inicio de la revuelta: “En medio de esta América Latina convulsionada veamos a Chile, nuestro país es un verdadero oasis con una democracia estable”. Fundado en niveles de legitimidad de las instituciones que contenían la conflictividad social, sumado a una débil o dispersa capacidad de movilización de los actores sociales parecía cierta. El estallido de octubre de 2019, sin embargo, puso en evidencia el quiebre de esa legitimidad con manifestaciones ciudadanas que recibieron como respuesta violencia sistemática, intimidación de la población y criminalización de la protesta social más un persistente incumplimiento de los protocolos de intervención policial para controlar las manifestaciones.
De acuerdo con el Instituto Nacional De Derechos Humanos[1] entre el 17 de octubre de 2019 al 18 de marzo del 2020 se constataron 4.075 hechos de violaciones de derechos, 2.825 víctimas (2.076 hombres y 721 mujeres); la mayoría en el segmento 20 a 30 años. De las mujeres afectadas muchas denunciaron agresiones sexuales directas por la policía: 302 desnudamientos, 91 tocamientos, 32 amenazas de violación, 7 violaciones o introducción de objetos en el cuerpo marcan un cuadro siniestro contra ellas. En total, hubo 11.300 detenidos y 2.500 encarcelados, decretándose prisiones preventivas pese a que los delitos por los cuales se les acusa no la tendrían en otro contexto, ya que no se trata de sujetos peligrosos para la sociedad o, según la ley penal, las condenas a las que se exponen serían menores al tiempo de ese mecanismo de aseguramiento penal. Bajo el argumento de turbar la tranquilidad del resto de la población por haber sido detenidos en manifestaciones, ejerciendo ese derecho, la prisión preventiva se vuelve un instrumento de persecución política más que una medida procesal penal, se vuelve antidemocrática, por excesiva satura y fatiga el sistema carcelario ya superpoblado.
En la lógica que guía la acción de los agentes del estado puede observarse un sustrato represivo y discriminatorio en la raíz de la forma de entender el problema social, que atraviesa las instituciones; tanto del Ejecutivo como en la policía, el Ministerio Público y al Poder Judicial, ejecutores del proceso de persecución penal.
De acuerdo con un estudio realizado por Federico Navarro y Carlos Tromben[2] que consideró la transcripción de 46 discursos, conferencias y entrevistas orales de Sebastián Piñera entre el 18 de septiembre y el 17 de noviembre de 2019, los conceptos más usados fueron los de enemigo poderoso, cruel, implacable e invisible. Olvidando el discurso del oasis de paz recurrió en sus alocuciones a tópicos de guerra y miedo como fundamento de la acción represiva y el estado de excepción. Pero ya antes del estallido social estaba instalada esa lógica del enemigo interno, centrando en la delincuencia, por lo que, frente a las movilizaciones sociales solo adquirió todo su despliegue. Para el presidente de Chile todo es una guerra, ya se trate de delincuencia, de movimientos de protesta o del COVID-19. Con ello moldea las acciones por ejemplo del General Director de Carabineros, a quién constitucionalmente puede remover, y permite con ello el aval de este a la violencia policial; se tensa así la institucionalidad contra lo antes anunciado.
Desde el gobierno se planteó el 2018 consensuar una agenda anti delincuencia basado en un Acuerdo nacional por la Seguridad Pública[3] para desarrollar iniciativas legales y administrativas que buscaran modernizar la lucha contra la delincuencia y contar con herramientas eficientes para combatir el delito. Sus principales ejes eran modernización y fortalecimiento de las policías, fortalecimiento del sistema de inteligencia del Estado, fiscalización y control de las armas de fuego, aumento del rol de los municipios y coordinar los actores del sistema de persecución penal. Lo hecho fue por otro camino: ante la movilización social se olvidó esta agenda e insistió en el castigo como, en el proyecto de ley conocido como “anticapucha” que aumentó las penas de presidio de 541 días a 3 años y 1 día para quienes cubrieran su rostro; decretó el estado de excepción sacando a la calle a las Fuerzas Armadas, permitió la violencia de Carabineros; mismas prácticas que repitió frente a la emergencia sanitaria decretando ahora al COVID-19 como enemigo invisible y poderoso. En cambio, no se tramitó la reforma policial que la modernizaría, no existió la coordinación con el Ministerio Público, cuando este trató de investigar el abuso policial lo incluyó entre sus enemigos; no existió diálogo político para un acuerdo nacional ni entonces ni para la pandemia sanitaria.
La policía actuó en consecuencia con el copamiento y represión en espacios públicos. Contra ello, las funciones permanentes presentan ausencias destacables: no hay participación ciudadana sino una política reactiva y desconectada de ésta, que disminuye así la confianza en las policías. Ante los llamados excesos hubo una absoluta falta de control en las operaciones policiales, el caso Catrillanca y la inobservancia de procedimientos respetuosos con los derechos humanos lo demuestran.
Por su parte, el Ministerio Público tampoco ha dado el tono. Basado en modelos de investigación y producción formalista de las instancias judiciales como de sus criterios administrativos del manejo de causas, que se traduce en un alto porcentaje de archivo de investigaciones, ello produce una sensación de que solo se investiga lo que es conveniente. Se le suma una visión garantista de la persecución penal que mantenga la objetividad investigativa, que no prejuzgue a los detenidos como culpables y no abuse de la prisión preventiva. La falta de una política con primacía de derechos humanos se manifestó ante la revuelta. De sus propios informes[4] puede apreciarse que del total de denuncias sobre la materia en el 2019 solo un 0,4 % del total nacional llegó a juicio oral por delitos de tortura, malos tratos, genocidio y lesa humanidad; amen de aplicar la misma política de archivo mayoritario en estas causas.
El sistema carcelario es dramáticamente coherente con todo lo anterior, centrado en el encierro, aumentos de penas y bajas políticas de reinserción social. La situación de menores de edad es lo más delicado ya que la construcción de un sistema basado en la refundación del sistema de hogares de protección y lugares de encierro que dejasen de ser cárceles de menores que debía acompañarse de una legislación con derechos y garantías para la niñez no se ha verificado.
No solo se castigan actos de dudosa tipicidad sino que estamos frente a un sistema construido en base a discriminación y malos tratos de principio a fin. Además de lo ejecutado ante el estallido social hay antecedentes del abuso del control de identidad establecido como facultad autónoma de la policía para identificar a una persona desde los 14 años sin preexistencia de delito, solo por indicios, que los habilita para retener, registrar vestimentas, equipaje y persona con serios riesgos de discriminación por criterios de clase, identidad sexual, vestimenta, raza u otro tipo de prejuicios contra grupos específicos de personas. Las cifras entregadas por la Defensoría Penal Pública indica que el 28% de los casos de arresto ilegales fueron a indígenas, 18% jóvenes y 14% extranjeros, o sea casi un 60 % implican algún grado de discriminación.
Otra muestra de esta discriminación dirigida es el tratamiento a los partidarios y contrarios al gobierno. Fue de público conocimiento cómo ante el plebiscito constituyente mientras las marchas convocadas por grupos del rechazo fueron escoltadas y protegidas por Carabineros, los adherentes del apruebo fueron reprimidos y amedrentados por policía uniformada y de civil. Este trato diferenciado se asemeja a la existencia de la cárcel de Punta Peuco construida y habilitada especialmente para los condenados por delitos de lesa humanidad, donde cada recluso cuenta con habitación y baño privado; refrigerador, aparato de TV o computador; todo lo opuesto a la situación del resto de la población encarcelada. Lo mismo si se compara el trato a los delitos de cuello blanco como la condena a clases de ética a empresarios financistas ilegales de la política o el otorgamiento de privilegios tributarios para además rebajar más de $1.400 millones de pesos usados en la defensa de esos ilícitos. Mientras, al interior de las cárceles comunes se usan mecanismos de distribución de la población que reproducen la segmentación social, clasificando a los internos utilizando ítems tales como apariencia, nivel de preparación, grupo de referencia, credo religioso, etc.
Avanzar hacia otras respuestas
Todo confirma la hipótesis inicial: la seguridad pública se funda en una noción ideológica policial de orden público: el delito organizado, el circunstancial, las faltas a las medidas de pandemia, las disidencias políticas son todos tratads como enemigos. Los discursos, políticas públicas y actos de administración centrados en el orden público y la guerra imposibilitan el dialogo y otras respuestas, transformando al sistema en un juego de suma cero y a la apelación al respeto por los Derechos Humanos en inobservancia práctica y deslegitimación.
Se requieren otras políticas: valorar y respetar el derecho a reunión, controlar las políticas de inteligencia contra la población civil, desincentivar el uso de la prisión preventiva, reforzar el papel garantista de las instituciones y sustituir la ideología del orden público por uno de seguridad pública ciudadana; promover tratos diferenciados de la policía frente a la problemática social de la protesta, los vendedores ambulantes, inmigrantes, gente viviendo en las calles que frente a los hechos delictivos propiamente tal, aumentar el enfoque preventivo; revisar los métodos estigmatizantes, insistir en la objetividad de la investigación penal, promover la autonomía constitucional de la Defensoría Penal Pública, incorporar por fin una ley de ejecución penal, repensar las cárceles y aumentar los presupuestos de reinserción. Salir de este estado requiere construir respuestas que enfrenten la violencia, la represión y la discriminación o simplemente el estado de violencia se reproduce y se hace indesmontable. Nos jugamos eso como sociedad.
Rodrigo Calderón es Doctor en Derecho y profesor de la Escuela de Derecho UAHC. María Belén Gálvez y Camilo Salvador Poblete, estudiantes de la misma escuela.
Notas
[1] INDH. Informe anual sobre la situación e derechos humanos en Chile en el contexto de la crisis social.
[2] Navarro, Federico; Tromben. Carlos. “Estamos en guerra contra un enemigo poderoso, implacable”: los discursos de Sebastián Piñera y la revuelta popular en Chile”. Literatura y Lingüística N° 40. ISSN 0716 – 5811 / pp. 295 – 324
[3] https://www.gob.cl/acuerdoporlaseguridad/
[4] Boletín estadístico anual. Enero – Diciembre 2019.