Por José María Vallejo.- Las redes sociales comenzaron a ser fundamentales en el marketing político estadounidense, y luego el mundial, a partir de 2004, momento en que Barack Obama gana un puesto como senador por Illinois y se comenzó a perfilar en como candidato a la Casa Blanca. Luego, significaron la innovación que lo catapultó en 2008. Pero hasta 2012 nadie se había cuestionado abiertamente sobre la responsabilidad de las redes sociales, tanto en cuanto plataforma tecnológica como al constituirse en el ágora política por excelencia (rol magnificado por la pandemia de COVID-19), en el devenir de los asuntos políticos.
Las redes sociales fueron el arma fundamental que impulsó la candidatura de Trump, primero, en el contexto del Partido Republicano, y luego en la carrera nacional, mientras los medios tradicionales (los grandes periódicos y cadenas audiovisuales) inicialmente minimizaban su impacto, lo que hizo que sólo tardíamente -a medida que Trump iba ganando paso a paso en las primarias conservadoras- se plegaran al excéntrico millonario.
¿Por qué?
Hay varias razones que explican este fenómeno. La primera es que la ciudadanía ha dejado de informarse masivamente a través de los medios de comunicación y trasladó su consumo a las redes. No me malinterprete, no estoy diciendo que dejó de ver noticias. Lo que digo es que los noticieros y los diarios hoy son un consumo primario, de datos, y cada vez menor. De manera creciente, el acceso de las personas a los medios de comunicación es a través del criterio que le proporcionan sus redes sociales, es decir, sus cercanos articulados a través de las plataformas digitales. Ese criterio es el que finalmente determina lo que voy a ver, leer o escuchar, y no la lectura libre que uno realizaba de los medios. La mayor parte de nuestro consumo de noticias en los medios tradicionales se deriva de los links que nos envían nuestros amigos y conocidos, aquellos en quienes confiamos, a través de Facebook o Whatsapp o Instagram. Consumimos esas noticias para desarrollar de inmediato un debate con nuestros círculos, y formamos una opinión mediada por ellos.
Asimismo, y para no perder el vínculo, los medios tradicionales han modificado cada vez más sus pautas informativas y su cobertura de los acontecimientos a partir de la lectura de tendencias que le van proporcionando las redes sociales. Dado que el consumo de noticias es prioritariamente por los links de las redes, los medios tradicionales entendieron que deben alinearse a lo que las redes “sienten” para ser acreedores de esos links. Es por esto que afirmo que las redes sociales se transformaron en el nuevo tipo de ágora política y social donde la población expresar lo que cree y siente. Incluso en el contexto de intentar manifestar esos sentimientos en la calle, pareciera que no existen si luego no son replicados en las mismas redes.
La segunda razón que explica el fenómeno es que, en ese contexto, los “protagonistas” de la información entendieron que podían tener un contacto directo con las masas. Y éstas, a su vez, se deleitan con el contacto directo con los líderes. La relación simbiótica que se genera entre multitudes de seguidores y un vocero no fue cuestionada sino hasta que llegaron los Trump, los Bolsonaro y los Johnson a la escena. Este tipo de liderazgo comprendió -igual que los medios tradicionales- que debían ajustar su discurso a las tendencia de las comunidades articuladas a través de las plataformas digitales. En otras palabras, comprendieron la importancia de decir lo que las masas querían escuchar. En un mundo incierto, las masas no querían lógica, sino afirmaciones que sonaran a certidumbre, aunque se basaran en mentiras; no querían compostura, tolerancia o ponderación, sino resolución y firmeza; no querían moderación, sino alguien que hablara y sintiera como la calle, porque eso sentían los arrebatos fanáticos como una expresión de sinceridad, en contraposición a la moderación y los gestos contenidos de los liderazgos hasta ahora conocidos. Los medios tradicionales dejaron de mediar en ese mensaje. Ahora era una relación directa.
A mediados del primer período de Obama (y en medio de la crisis financiera), Trump comenzó a manifestar las primeras mentiras que calarían en una nación alienada: las dudas sobre el nacimiento del primer mandatario de raza negra en EEUU, seguido como un rebaño por las redes sociales y luego los medios tradicionales. Se inició el círculo vicioso entre las plataformas digitales que no comprendían su responsabilidad y se entendían sólo como eso, plataformas (desarrollando un peligrosísimo laisez faire), y los medios que las seguían atendiendo al aumento de sus lectorías y ratings. Sin pruebas, sin nadie que exigiera demostraciones.
La tercera razón del fenómeno es esto último. La escasa reflexión de las plataformas digitales y los medios sobre su misión y sobre su responsabilidad social. Por años, dejaron ser, estar y existir a un líder carismático que fundaba su poder sobre la mentira. Sólo tras las elecciones de noviembre comenzaron los primeros bloqueos, tomando un grado de conciencia ante las posibles consecuencias de exacerbar a las masas con falacias y dogmas. La ocupación del Capitolio por una turba de fanáticos fue solo una muestra y la gota que rebalsó el vaso. Se dieron cuenta de las similitudes entre un acto como este y la Alemania de 1923, cuando Hitler impulsó el putsch de Munich. Frente a eso, ¿qué responsabilidad pueden tener?
Lo que cambia a partir de ahora
El bloqueo que llevaron a cabo Twitter, Facebook e Instagram es un paso transcendental. Primero, porque es la primera vez en la historia que medios masivos (que es el rol que ahora comprendieron las redes) invisibilizan a un presidente de la República en ejercicio en Estados Unidos. Significa una toma de postura importante. No se trata sólo de matizar y advertir que un contenido puede ser perjudicial, sino derechamente de eliminar ese contenido por el riesgo sobre la seguridad de las personas.
Segundo, porque ese hecho marca un precedente notable en términos de la lógica de que la libertad de expresión tiene límites, y que no todo contenido debe ser aceptado, considerando criterios relativamente universales para establecer barreras a la intolerancia, a la mentira y a la sedición.
Tercero, porque abre la puerta al análisis de otros contenidos que pueden tener la misma característica. Si ya se eliminaron las cuentas de Trump, necesariamente debieran eliminarse otras que cumplan con las mismas características de odio social o de distribuir mentiras. Visto así, ¿veremos a continuación el cierre de otras cuentas en el mundo, como de Jair Bolsonaro, cuyo negacionismo frente a la pandemia o los derechos humanos también es un riesgo sobre la seguridad de las personas? ¿De dictadores o tiranos? ¿O la actitud de las plataformas se frenará en este único hecho.
Más aún, ¿quedará esto como una iniciativa privada, producto de un súbito resplandor ético? ¿O los gobiernos regularán el posible surgimiento de nuevas plataformas que distribuyan mensajes falsos, dogmas y mentiras? ¿Hasta dónde se podría llegar para proteger la propagación de esos mensajes? y ¿Hasta dónde estarían dispuestos a llegar los ciudadanos, en términos -por ejemplo- de ceder sus libertades, para evitar el surgimiento de liderazgos negativos?
Cuarto. Esto obliga a los medios tradicionales a tomar una postura más decidida. Si antes era lícito tener una línea editorial, es decir, tener un punto de vista frente a los acontecimientos y las acciones de los líderes, ahora el límite de la toma de postura se extendió, convirtiéndose en lícito bloquear o invisibilizar a alguien que puede ser considerado nocivo para la sociedad, pues -como medio- podría ser considerado co-responsable de difundir su mensaje y de las consecuencias prácticas del mismo, dado que la realidad se juega en los hechos, no en los debates ni en los papeles.
Quinto. Es evidente que cualquier límite está condicionado a la condición cultural de los pueblos. Si hay aún millones de personas que siguen creyendo en Trump, se debe a que no tienen las condiciones culturales para discernir entre la verdad y la mentira, que han sido criados en la idea de sobrevivencia y competencia, que es más fácil culpar de las cosas a una conspiración de enemigos a los que deben odiar y que todas sus derrotas se deben a ello. El bloqueo de las redes a Trump no soluciona eso, y probablemente las tecnologías abrirán nuevos canales que le dispondrán de amplificador a su mensaje fanático. Si las soluciones políticas y sociales no son más rápidas que la tecnología, el silenciamiento por parte de las plataformas digitales no tendrá más efecto que un poco de cinta adhesiva en el Titanic.