Por Alvaro Ramis.- La Cámara de Diputados aprobó el 18 de diciembre pasado un proyecto de ley que busca regular la aplicación de la eutanasia en Chile. Esta iniciativa proseguirá su curso legislativo, avanzando próximamente al Senado para transformarse en ley de la república.
Cabe recordar al teólogo dominico Jacques Pohier, quien sostuvo que “la eutanasia voluntaria no es una elección entre la vida y la muerte, sino una elección entre dos maneras de morir. No sólo los profesionales han de intervenir en el debate, sino la totalidad de la sociedad«. Por este motivo, vale la pena destinar mucha atención y claridad a este debate, que no puede desplegarse a base de slogans o simplificaciones, sino sobre argumentos de la mayor y más amplia naturaleza.
A mi parecer, lo que debe ordenar la discusión pública radica en discernir el sentido práctico del principio “Salus aegroti suprema lex” (el bienestar del enfermo es ley suprema). Bajo este criterio, los elementos que configuran la necesidad de legislar en esta materia dicen relación con salvaguardar la voluntad clara del/la paciente, la irreversibilidad de su enfermedad, la consiguiente falta de alternativas, y la presencia de sufrimiento psíquico o físico (o los dos a la vez) insoportable.
En nuestra sociedad hay consenso en la aplicación de la eutanasia pasiva, en la que se suspenden los tratamientos que mantienen con vida a un/a paciente, para evitar el ensañamiento terapéutico o distanasia. El punto de controversia radica en la eutanasia activa. Cabe preguntar entonces, ¿cuál es la diferencia entre retirar un tubo e inyectar una droga mortal?, ¿qué diferencia existe entre la omisión y la acción?
La tradición católica rechaza esta solución bajo la racionalidad del “Principio del Doble Efecto”, expuesto por Tomás de Aquino. De acuerdo a ello, un efecto siempre inmoral de intentar puede provocarse justificadamente sólo si opera como efecto colateral de una acción en sí misma lícita y necesaria para conseguir un bien de importancia proporcionada. Bajo esa lógica, no se puede cometer directamente “homicidio” o colaborar con el “suicidio”, considerados como actos ilícitos e injustos, y por ello deben estar absolutamente prohibidos. Pero, por el contrario, quien realizaría una acción en sí misma lícita (desconectar a un/a paciente, no suministrarle un medicamento necesario para mantenerse con vida) no siempre comete homicidio o suicidio. En este caso, la doctrina católica admite que se actuaría justificadamente si esa acción es necesaria para alcanzar un bien de importancia proporcionada, por ejemplo, el alivio de un/a paciente en situación de enfermedad irreversible en presencia de sufrimiento. En síntesis, la tradición católica admite que si de una acción lícita se sigue un inevitable efecto malo, este efecto puede tolerarse en función de un buen fin.
La diferencia entre matar y dejar morir es relevante en los casos o hipótesis de dos vidas en conflicto, donde un agente tendría libertad para decidir quién vive y quién muere. Por ejemplo, un médico que se enfrente al problema de optar activamente por quién debe morir, dependiendo de una acción o una omisión de su parte. En esas situaciones es evidente que el Principio de Doble Efecto opera contra la discrecionalidad del agente y le libera de responsabilidad sólo al actuar pasivamente.
Algo muy distinto es lo que se genera en los casos de eutanasia activa. Es evidente que no hay diferencia moral entre matar y dejar morir ante un idéntico contexto causal: ¿hay alguna distinción entre asfixiar a un bebé o dejarlo morir de hambre?, ¿qué distingue matar a un enfermo directamente en su pieza de hospital o desconectarlo deliberadamente de su respirador? En ambos casos son homicidios, de acuerdo con las diferentes perspectivas éticas que lo analicen.
Si no hay diferencia en la materia del acto moral, lo que justifica la eutanasia activa es la primacía del principio de autonomía, que incluye la responsabilidad propia y, a su vez, con los demás. En otras palabras, si todos tenemos una responsabilidad sobre nuestra vida, ¿por qué́ esta tendría que cesar en su última fase?
Autonomía no equivale a arbitrariedad, sino la posibilidad de decidir en conciencia. De esta manera, no hay oposición entre la primacía del valor de la vida y el respeto a la conciencia humana. Se configura así un principio integrador que prescribe: “In dubio pro vita aut pro conscientia” (en caso de duda, a favor de la vida o de la conciencia).
El teólogo suizo Hans Küng ha sintetizado esta convicción al expresar: “Nadie va a hacerme creer que por la voluntad de Dios tendría yo que aceptar finalmente una vida en un nivel vegetativo, y precisamente, como cristiano que soy, tampoco quiero que se les haga creer eso a otras personas afectadas”.
Personalmente, no puedo definir si la libertad humana es una condena, como pensaba Sartre, o es una bendición, como afirma San Pablo en 2ª Corintios. De lo que tengo certeza es que la libertad es una condición humana ineludible, irrenunciable, un derecho superior y principal, sin la cual la pervivencia misma pierde su valor y su sentido.
Álvaro Ramis es rector Universidad Academia de Humanismo Cristiano