Editorial.- Una reciente encuesta on line de ElPensador.io dio cuenta de que más del 80% de los participantes creía que el feminismo es una revolución necesaria. Menos de un 20% creía que era una exageración.
En todo caso, ambos conceptos son complementarios. Las revoluciones efectivamente parten con exageraciones y fundamentalismos. Se trata de reacciones violentas frente a una carga opresiva, en ocasiones violencia física, y en otras, violencia intelectual.
La violencia intelectual es la que intenta imponer una postura de pensamiento, un paradigma, un dogma, una verdad considerada absoluta, por encima de cualquier otra. La naturaleza de la violencia intelectual es maniquea y no acepta razones ni diálogos.
Pero la sostenibilidad de las revoluciones radica en el diálogo. Y desde ese punto de vista, la visión de la mayoría –que el feminismo es una revolución necesaria- debiera orientar el movimiento hacia posiciones menos rígidas y generar los cambios que den a la mujer un nuevo rol en la sociedad y propendan a relaciones equilibradas y justas para todos. Eso, sin discriminaciones ni exclusiones (como la imposición de un único “tipo” de mujer válido, en desmedro de los demás).
En efecto, hay un rol que ha significado un nivel opresivo, manifestado no solo en cuestiones legales (como la irracional carga adicional en la cotización de salud, los años menos de imposiciones que derivan en una jubilación miserable o la incapacidad para decidir si interrumpe o no su embarazo, asumiendo libremente las consecuencias sanitarias o éticas), sino culturales.
Por poner algunos ejemplos: que las mujeres ganen menos por el mismo trabajo es una opción cultural; que el apellido del padre prime sobre el de la madre es cultural; que deban quedarse en casa para criar a los niños postergando sus posibilidades laborales, es cultural. Frente a esto, los (y las) que llevan la espada de la revolución demonizan a los opresores. Pero tengan conciencia de esto: dado que se trata de una estructura cultural, el opresor –las más de las veces- no sabe que es opresor y vive creyendo que lo que hace es correcto porque, en efecto, era lo correcto en sus propios tiempos.
Lo que la sociedad debe hacer –ahora empujada por la revolución- es poner solución a través de políticas públicas que orienten el cambio cultural. Por ejemplo, establecer por ley que ante igual trabajo, igual sueldo; que el orden del apellido sea libre; y que se posibilite una efectiva ayuda estatal para el cuidado de los niños en apoyo a madres y padres para no truncar la realización personal de nadie.
Pero la revolución no se detiene ahí. Reconstruye las relaciones y el sistema de valores en su totalidad. Lo que antes era normal y correcto (el piropo propio de la “picardía” del chileno, el tacto, los gestos que antes eran parte de la “caballerosidad”), ahora no lo es. De la mano de otras situaciones opresivas, como los abusos y el acoso (contra mujeres y niños), esta reacción revolucionaria cambiará las relaciones humanas. Probablemente habrás más reticencia (no es lo mismo que respeto) a acercarse, a hablar (se deberá reconfigurar el habla nacional en las relaciones), al tacto,
Es una revolución necesaria, pero impredecible en términos de la cultura que tendremos de aquí a cinco años.