Por Camilo Collipal Bahamonde.- La prisión política nunca va a ser reconocida expresamente por un gobierno. Siempre se dirá que las personas “privadas de libertad, están privadas por resoluciones de tribunales de justicia, no del gobierno” (Víctor Pérez, ex ministro de Interior, 2020) o también se dirá, por ejemplo, que “no hay presos políticos, porque en Chile no hay ninguna persona que esté privada de libertad por sus ideas” (Sebastián Piñera, 2021).
El discurso con que el gobierno afirma que no hay presos políticos posee un carácter intertextual secuencial, es decir, existe una alternancia de distintos tipos de textos presentes en su discurso, donde los emisores introducen otras «voces» que hablan principalmente de lo mismo, aunque en distintos contextos y temporalidades, para este caso sumando un terreno común.
La intertextualidad es selectiva con respecto a lo que pretenden incluir los emisores dentro de su discurso, pero lo son más aún con lo que buscan excluir: la interconexión de los textos guarda relación con lo que se dice en el discurso, pero lo que se dice es dicho sobre un fondo de lo que no se dice. En otras palabras, consiste en un desplazamiento voluntario del concepto de prisión política y del concepto incluido dentro de él que es el de presos de conciencia. La manipulación de estos es posible, primero, por la ambigüedad legislativa con la que son tratadas las condenas cuando tienen motivos políticos y, segundo, por el concepto de preso político que quedó instaurado en la ciudadanía desde de la dictadura y la postdictadura de los años noventa.
La discusión de fondo no es si los tribunales aplican las condenas, pues evidentemente las aplican, no se duda de las divisiones del poder y su funcionamiento. Lo que se elude es lo siguiente: en un Estado si alguien está preso por decisión de los tribunales, pudiera en base a distintas definiciones constituir un tipo de prisión política:
“En Chile no existen los presos políticos porque la definición de preso político es una persona que es sancionada, aprehendida y puesta presa por lo que piensa, por pertenecer a una ideología o por pertenecer a un partido político determinado. Eso no ocurre” (Rodrigo Delgado, 2021).
En el discurso del gobierno hay desplazamientos voluntarios del concepto de prisión política y del concepto incluido dentro de él. El preso de conciencia es aquel que en principio no cometió ningún delito común, sino que por expresar una opinión política resulta criminalizado. El de prisión política va mucho más allá de lo que es el preso de conciencia. Amnistía internacional, por ejemplo, exige “libertad inmediata e incondicional de todos los presos de conciencia” y para los otros que hayan ejercido algún tipo de acción por causas políticas, un juicio justo. Esto es lo que no está ocurriendo.
La práctica social en este tipo de discursos concibe un rol que reivindica la sanción penal cuando el sujeto social se manifiesta contrario a las políticas de Estado mediante la protesta a la que se le atribuye un tipo de criminalización distinta. Esta criminalización cuando tiene un motivo que puede ser explícita o implícitamente político da lugar a esta discusión por el uso de leyes que incrementan las penas cuando se aplican medidas privativas de libertad sin juicios ni pruebas más que las otorgadas por Carabineros. Y es que el uso de leyes que incrementan las penas para delitos comunes en contexto de manifestaciones sociales son decisiones políticas, por tanto, de clases.
En una sociedad en la que existen grandes conflictos de clases por la distribución y concentración de la riqueza, es más fácil dar respuestas represivas en vez de ceder a las demandas sociales cuando estas aparecen. Al sujeto social se le busca inculcar creencias y códigos de comportamiento proclives a la despolitización, anulando la autopercepción de sí mismo como sujeto político, de agente histórico de cambio. Estos elementos podrían configurar un orden hegemónico difundido a través de los discursos que sustenta esta relación de dominación. El uso de la fuerza en defensa del interés económico e individual de una minoría coaccionando sobre una mayoría dominada desestabiliza inevitablemente el aparente orden natural de las cosas, allí es cuando resulta imperioso reconstruir como sociedad la politicidad de las acciones durante la revuelta.
Entonces decimos que en Chile sí hay presos políticos porque hay una decisión política al momento de aplicar las leyes. En rigor hay una decisión política y de clases: el delito común se sanciona mucho más habitualmente que los delitos económicos. Tal como fue una decisión política criminalizar el robo hormiga “cualquiera fuera el valor de la cosa hurtada” (ley 19.950) como también el solo hecho de estar en una barricada no era delito hasta marzo del 2020 (la Ley Antibarricadas modificó el código penal para tipificar acciones que atenten contra la libertad de circulación de las personas en la vía pública a través de medios violentos e intimidatorios). Luego de que la Corte IDH instara al gobierno a anular las condenas aplicadas por Ley Anti terrorista (que el Estado buscó incansable obtener sobre comuneros mapuche), se endurecieron los aparatos represivos, modificando penas ya existentes y estableciendo otras nuevas, tanto así que hoy la pena por lanzamiento de artefactos explosivos bajo la Ley 17.798 resultan tan altas como la que aplica la Ley Anti terrorista.
Esto se debe a que en el sistema judicial existe un mecanismo legislativo que busca sancionar “delitos contra la Soberanía Nacional y la Seguridad Interior del Estado” (Ley 12.927) que aumenta las penas de delitos que si fueran considerados comunes tendrían sanciones bajas. Una de sus características es la utilización excesiva de la prisión preventiva como medida cautelar o pena anticipada. La problemática es doble si consideramos que se le dan facultades abultadas al presidente sumando la cuestionable calidad de las evidencias (en la mayoría de los casos nulas, inexistentes) otorgadas por las policías para fundar condenas dados los antecedentes de las mismas, quienes han mantenido unidades dedicadas a falsificar pruebas para imputar personas por delitos terroristas. Descontando que los jueces en Chile son designados por el presidente de la república, hacen de la Ley de Seguridad Interior del Estado un mecanismo injustificado en un Estado de derecho, pues funciona como un código civil aparte, posibilitando la existencia empírica de la prisión política.
Por último, el derecho se ejerce mediante la violencia y junto a la ley son las herramientas con que el poder salvaguarda su hegemonía, la imposición violenta de su voluntad, una violencia conservadora que deja explicita su tentación por dominar la moral bajo un instinto político que solo es capaz de discernir entre grupos “aliados” y grupos “enemigos”, donde “el dinero y el lenguaje tienen algo en común” (Berardi, F. 2013).
Camilo Collipal es estudiante de tercer año de Licenciatura en Lengua y Literatura en la UAHC