Por Edgardo Viereck.- ¿De qué hablamos cuando hablamos del problema Mapuche? ¿Es lo mismo que decir el problema en la Araucanía? ¿Qué alcance real tiene hablar de la Wallmapu?
Desde lo cultural, pareciera que, en los tres casos, nos referimos a una comunidad que constituye su propio universo simbólico explicado por su propia historia. Lo “araucano” resumiría, según algunos, toda aquella “otredad” que no responde a la idea de lo “criollo” o “genuinamente chileno”. Algo similar ocurre cuando hablamos de lo “Mapuche” y su radicación geográfica en la “Wallmapu”. Visto así, se sugiere una imagen de inspiración binaria parecida a la que nos describen los oceanógrafos cuando explican lo que ocurre en el punto de contacto de los océanos Pacífico y Atlántico sin que sus aguas se entremezclen.
¿Pero es así? O mejor dicho ¿fue así la historia? Este punto es reiteradamente evadido en gran parte de las discusiones que hoy se promueven en distintos ámbitos a propósito del proceso constituyente. Sabemos que la Convención Constitucional ya entregó su gran línea de trabajo, marcando lo que podríamos denominar un sello editorial que, si se entiende bien su alcance, debería permear todo el trabajo de redacción del articulado de la nueva Carta Fundamental para Chile. A través de su expresidenta, la Convención ha dicho que la redacción de esta nueva Constitución Política es la posibilidad de cumplir el sueño de un país plurinacional, intercultural y diverso. La construcción de la frase eleva a la categoría de equivalentes, es decir sinónimos, estos tres conceptos. Diversidad cultural, integración cultural y plurinacionalismo. Esta misma idea matriz ha sido declarada de distintas maneras por varios convencionales y fue reforzada hace pocos días por los nuevos miembros que lideran la mesa directiva de la Convención encargada de culminar el proceso de redacción del texto a plebiscitar. En resumen, se ha dicho que la plurinacionalidad es requisito jurídico-político para que sea posible una futura integración cultural, instalando con esto la integración cultural como la base de un Estado plurinacional. La diversidad cultural vendría a ser el paradigma de base, es decir, que Chile es un país diverso compuesto de muchas naciones -lo que sería sinónimo de culturas- que deben organizarse de manera de reorganizar el Estado para existir, todas, en su respectivo territorio. Así, se habla constantemente de trabajar desde los territorios.
En este contexto es pertinente volver a preguntarse sobre nociones como la Araucanía, en tanto zona geográfica, a la Wallmapu, como espacio de soberanía, y a la Mapuche como etnia-nación y, a la vez, cultura. Es útil hacer el ejercicio de deconstruir toda esta conceptualización para identificar lo que quedaría “dentro” y lo que sería expulsado o dejado “fuera” de todo este nuevo diccionario. Las primeras declaraciones de varios convencionales apuntan, ya está dicho, a que el nuevo Chile debe constituirse plurinacional, única forma de integrar a sus naciones diversas y, de ese modo, reconocer esa diversidad. Volvemos aquí al problema de la equiparación de conceptos. No se sabe si hablarnos de nacionalidad o cultura.
Se dirá que es lo mismo, pero no es así. La nación es un sentimiento que supone una base cultural, pero no toda cultura implica la existencia de un sentimiento nacionalista. Una cultura deviene en sentimiento nacional cuando, además de un hacer, creer y sentir en común, se reconoce un pasado exclusivo y excluyente de otras posibles expresiones culturales que por distintos motivos no concurren a la verificación de ese pasado en común. Una nación es una cultura que se explica por una historia que tiene carácter de propia, única, reconocible, diferenciable e intransferible. En este sentido, todas las culturas que habitan nuestros territorios se explican de modo imbricado, es decir, por el hecho de tener un pasado en común. Nuestras distintas gentes se han relacionado, aculturizado, fusionado, reproducido y sincretizado, es decir, amestizado. Para decirlo en una frase, Chile es un país mestizo. No plurinacional. Quizás, antes de la invasión de vocación conquistadora española, se pudieron concebir nuestros territorios como zonas de coexistencia de comunidades con cultura e historia diferentes que debieron, y de hecho así fue, delimitar fronteras. Así fue con el pueblo Inca, sin duda alguna. Pero el pasado del que se habla hoy no es ese, sino el que se construyó después y que hoy se ubica justo frente a nuestros ojos para mostrarnos que es nuestro futuro en tanto mestizo y sincrético. Esa es la evidencia que ofrece nuestra experiencia cultural.
Esta no es una cuestión puramente semántica. Es de fondo y compromete aspectos de muy serio contenido y alcance, y cuesta pensar estos conceptos como sinónimos cuando es de público conocimiento que se trata de nociones antinómicas. Más aún cuando de lo que se habla es de traducir esta idea de la nacionalidad en una refundación que consagre un nuevo sentimiento nacional como parte central de una nueva forma de entender quiénes somos, es decir como una nueva expresión cultural. Se trata, en otros términos, de reinventar la historia obviando los hechos pasados que explican la existencia de nuestro presente, que por cierto es también común. Efectivamente, integración cultural y plurinacionalismo son conceptos antónimos, contrapuestos en su forma y en su fondo.
En primer lugar, porque aluden a dimensiones y problemas muy diferentes. La integración cultural surge como camino de solución al fenómeno de la diversidad cultural, es decir al reconocimiento de una realidad donde coexisten diferentes expresiones culturales plasmadas en todo lo que las distintas comunidades que habitan un territorio hacen, creen y sienten. Su única posibilidad es la coexistencia armoniosa a través de la integración y, para eso, lo primero es reconocerlas en tanto esa diversidad. Para esto, ante todo, debe asumirse un pasado en común.
El plurinacionalismo es una fórmula política de distribución de poder que, en su dimensión más profunda, desconoce la diversidad cultural, pues significa el reconocimiento del fracaso en el intento por integrar dicha diversidad de modo armónico. Metafóricamente hablando, es como poner en cuartos separados de una misma casa a los hermanos que ya no se entienden.
La pregunta de fondo es, ¿de eso se trataría todo? ¿En esa estamos? ¿No nos entendemos y debemos irnos cada quién para su santo, pero manteniendo el techo en común como una mera necesidad o conveniencia?
El reconocimiento de todos nuestros pueblos originarios de la Convención Constituyente como espacio para dialogar y encontrar solución a estos asuntos es, en sí mismo, un gesto claro de reconocimiento de que no es así, pues contamos con esa casa común no por simple necesidad o conveniencia sino porque tenemos una historia común que, nos guste o no, arrastra cuestiones pendientes de las que debemos conversar.
Es decir, somos una comunidad matriz, con diferencias sin ninguna duda, pero bajo el mismo techo.
Todas estas son cuestiones que muchos países ya conversaron y son caminos que otros Estados ya transitaron y hay ejemplos tanto de aciertos como de fracasos.
Resultaría odioso comparar, porque toda comparación lo es, pero baste apelar al conocimiento general que todo lector de seguro tendrá acerca de los resultados del separatismo nacionalista. Como también tendrá claro el beneficio de la integración cultural de lo diverso cuando el proceso es bien llevado.
Es eso lo que debemos hacer. Llevar bien este proceso de una vez por todas. No escatimar esfuerzos por co-construir a partir de lo que ya tenemos, que es muchísimo y es de todas y todos. Lo dijo Mahatma Gandhi y lo repitió Fidel Castro, lo reiteró Barak Obama y hace no mucho también José Mujica. La coexistencia integrada y no separada de culturas diversas en un mismo territorio y bajo un mismo techo fortalece, porque la identidad del conjunto se enriquece, sobre todo en un marco donde prima la libertad individual que permite que cada persona se identifique con aquello que mejor la representa.
Insistir en el camino plurinacional es enredar las cosas, utilizando la dimensión cultural de un país como resorte argumentativo para conseguir sacar adelante una operación que no es cultural, sino política y que, a la larga, significa imponer la lógica de unos y otros de manera binaria. Una lógica que, curiosamente, muchos de quienes levantan la bandera plurinacionalista han declarado querer superar en ámbitos tan sensibles como la identidad sexual.
La pregunta entonces se enriquece y es, ¿cómo sería posible promover una lógica de integración y libertad de elección en un contexto de territorios adolecidos de fronteras internas, con imposición de estatutos locales y pugna por la captación de recursos materiales para sostener cada quién su propio proyecto vital? Es sabido que las fronteras exacerban las diferencias y, si bien estas barreras son inevitables cuando estamos frente a proyectos nacionales con historias diferentes, pueden resultar nefastas cuando se trata de comunidades que pueden sentir, creer y hacer de un modo legítimamente propio, pero coexisten no sólo en un territorio común sino con un pasado también común. Desconocer esto nos puede llevar por un camino de odiosidad y confrontación que la historia ha demostrado ser escenario perfecto para caudillismos extremistas e incluso supremacismos basados en la raza, la religión o el poder económico.
Todo lo anterior podrá sonar a ciencia ficción, pero por desgracia el siglo veinte conoció de estos ejemplos cuyas esquirlas ensangrentadas aún vuelan por los aires infestando todo con olor a muerte de personas inocentes, ciudadanos que sólo cometieron el error de trabajar y tributar a gobiernos, estados y grupos de poder que abusaron de sus privilegios e inventaron y reinventaron el odio al inferior o a lo otro, a lo diferente, a eso que es malo porque obviamente yo siempre seré el bueno, profundizando así los divisionismos porque en lo más profundo ha significado desconocer las raíces culturales y la sensibilidad de comunidades completas de gentes que han padecido el yugo de la ideologización separatista extrema. Nunca olvidemos que las ideologías no son otra cosa que sistemas cerrados de ideas cuya principal oferta es que sus adherentes ya no necesitan revisar sus juicios, entre otras cosas, porque ya no necesitan tenerlos ya que es la ideología la que provee de respuestas dogmáticas para todo.
Después de todo lo vivido en el siglo veinte es plausible decir basta. Ya vimos suficiente. No a los dogmatismos de ningún tipo. Llegó el momento de abrir espacio a la ciudadanía y al sentido común, a la lógica que imponen los hechos y no las interpretaciones antojadizas. Es hora de abrir espacio a las emociones genuinas, a los sentires honestamente declarados por sobre ideas impuestas o preconcebidas. Llegó la hora de debatir en torno a juicios y no a prejuicios propios de un oscurantismo retrógrado y hasta trasnochado que reporta dividendos a las ideas fáciles, los eslóganes y las frases hechas que impone la moda a costa del bien común. Los chilenos debemos superar nuestra vergüenza histórica de ser mestizos, y superarla de raíz. La Mapuche debe aceptar que la construcción de su espacio es también una construcción mestiza. Las demás comunidades deben aceptar que construirán sus espacios desde la lógica del mestizaje y no de la separación fronteriza artificial que, por lo demás, nunca ha comulgado con sus propias concepciones de autoridad, poder o relación con la tierra.
Toda esta reflexión, que es fundamentalmente cultural, podrá ser acusada de ceñirse miedosamente al pasado. Es cierto que mirar hacia atrás nos puede convertir en estatua de sal, y por eso la historia no debe inmovilizar sino movilizarnos para superar los escollos de ese pasado; pero no mirar hacia atrás pretendiendo que es posible solucionarlo todo de raíz haciendo tabla rasa o partiendo desde cero es una ingenuidad propia sólo de espíritus demasiado jóvenes que no reconocen en la experiencia pasada ningún valor. William Shakespeare dijo que los adultos a veces temen a la juventud porque ellos también han sido jóvenes. Pues sí, algo de eso, o mucho de eso puede haber en estos planteamientos. Pero desconocer las raíces y los matices propios de la complejidad de cualquier fenómeno histórico es una completa falta de cultura y una soberbia intelectual demasiado insolente con el concepto de identidad cultural como para dejarla pasar. Al contrario, esta actitud desinformada y obstaculizante del diálogo debe ser desterrada de cualquier discusión constitucional que, como lo ha declarado la ex presidenta de nuestra Convención Constituyente, ponga la Cultura como eje vector de toda la travesía que nos lleve a ese nuevo Chile.
Lo contrario es asumir que Chile nunca existió o peor aún, que sus defectos, dolores y rencillas son tan abominables que no tienen solución salvo encerrarse cada uno en su propio metro cuadrado o, mejor dicho, sumergirse hasta el fondo en su propio océano.
Edgardo Viereck Salinas es director, guionista y productor de cine y televisión. Con estudios en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba. Premiado a nivel nacional como Director y Guionista. Co autor de “La cultura, pilar fundamental en la nueva constitución de Chile”.