Por Fidel Améstica.- Al César va el impuesto y a Dios, el espíritu. Fácil. Y el pueblo, ¿de qué va? Está al medio, sea como sujeto abstracto y colectivo de políticas públicas, o rebaño pastoreado por cuentos de toda índole.
Los dueños de la pelota, desde el Imperio Romano, creen que lo del pueblo es el pan y el circo; pero eso ocurre cuando un pueblo no sabe hablar, y si no sabe hablar, no es más que una masa que no da ni para chusma inconsciente.
Cuando construíamos nuestra casa, cantamos de todo, en especial décimas improvisadas. Y hubo un contrapunto de payadores notable, después de lo cual, Mauricio, uno de nuestros invitados más queridos, hizo un comentario que me quedó rebotando: «Son los dos muy buenos. Este se ve que sabe mucho y es muy ingenioso, pero el otro es del pueblo». Parece que hay una fibra que no todos logran tocar ni percibir en sí mismos.
Muchos años antes, fui a ver al hospital a mi tío Rolando, convaleciente de una operación de hernia. Le llevé para su entretención una edición de las liras populares de Diego Muñoz. Y fue su fascinación ante esas páginas de tamaño tabloide con ristras de versos y enormes grabados fantasiosos. Dejó de prestar atención a su esposa y a mi madre, quienes se retiraron de la habitación. Lo observé, y era ver a un niño chapoteando en su memoria.
Me habló de su padre, de cómo fue su paso a la vida adulta. El viejo le regaló aperos de huaso nuevos y un traje corralero. Ese rito marcó su vida, era un gesto de reconocimiento y cariño, decirle al hijo que ya es parte de algo, que pertenece a algo, y que ya es hombre. El Huaso Rola, como era conocido, casi toda su vida fue administrador de fundo y un as en la medialuna. Gustaba de juergas animadas por cantoras, así conoció la verseada popular, y firme en el trabajo. Cuando niños, a mi hermano y a mí nos ofreció un billete de cinco mil pesos a cada uno si limpiábamos un potrero del manzanillón; fueron dos días con la riñonada en el cogote, pero a cambio también pudimos montar su caballo, el Puntal. La felicidad era ir al galope sobre el lomo de esa bestia y ver la sombra de uno rebotando en el suelo.
Le pregunté que cómo iba todo en su nuevo trabajo, con su nuevo patrón, quien pagó la cirugía y los cuidados médicos. Era una pregunta retórica. «Mira, nunca me ha faltado y el patrón que tengo ahora es muy derecho. Si a mí lo que me tiene hasta las recachas es tu tía. Está loca. ¿Me vai a creer que me rompió un CD de la Ana Gabriel que tenía en la camioneta?». A lo que inquirí escondiendo una sonrisa: «¿Y a pito de qué?». Y prosiguió: «Según ella, la gente que escucha esa música es porque tiene amante. ¡Mira…!».
Lo que su discreción y sentido de la hombría se guardó fue que anteriormente su esposa lo había seguido. Halló la camioneta estacionada a un costado de la plaza del pueblo y, dentro, al hombre y la mujer en avanzados trámites de cortejo. La ventanilla del copiloto estalló al contacto de unos nudillos de hembra corajuda y, seguido, se abre la mano para coger la cabellera impropia de las caricias maritales, y de un solo movimiento arranca ese cuerpo impertinente a través de la ventanilla sin vidrio del vehículo. La mujer queda tirada en la plaza, mi tía se sube y ocupa el lugar que le habían usurpado, y en tono seco, dispara: «¡Nos vamos a la casa, inmediatamente!».
El Huaso Rola conduce en silencio dócil, con el habla arremangada hasta el píloro y sin mucha claridad de lo que vendría después. Conociendo a mi tía, supongo que al llegar abrió la ducha del agua caliente, obligó al esposo a bañarse y a continuación lo arrojó sobre el lecho nupcial para cumplir lo que los votos obligan, como diciéndole aquí tení ají pa’ tu caldo, al pueblo lo que es del pueblo y con eso debiera bastarte; y si no, aquí estoy para tus ganas. ¿Cuál sería la canción de fondo de la escena? De Ana Gabriel, ni hablar, «Mata de arrayán florido».
Pero el hombre en cuestión siempre fue adicto a las canciones. De niño nutrió el oído con cantoras y tonaderas. ¿Cuál sería su preferida?, de las canciones me refiero. Lo ignoro. No tenía habilidades ni talentos musicales, pero sí sensibilidad y sentido estético. Quizás se quebraría en soledad escuchando a Las Hermanas Freire con su «Voy a morir, hijo mío», lo que traería a su corazón la imagen de su padre. ¿Pero cuál era SU canción?
Me hago esta pregunta por el poema de Tolba Phanem, «La canción de los hombres».
Todos tenemos una canción que nos acompaña desde antes de nacer hasta que nos caemos de la vida, y que nos recuerda quiénes somos cuando nos abate la pena, la rabia o la culpa; y toda nuestra comunidad se la sabe, y nos la cantan en los momentos propicios. Y desconozco cuál era la canción de mi tío Rolando, esa que revelaría su exacta vibración en esta vida.
Difícil resolver esto. Ojalá fuera como uno de esos chamanes africanos de los que oí hablar a Joe Vasconcellos, esos que cada tanto se reunían alrededor de una gran roca, un omphalós (ὀμφαλός), el ombligo del mundo, en una montaña o axis mundi (eje del mundo). Y ahí escuchaban el latido de la vida. A intervalos, cada uno se ponía de pie y pegaba el oído a la piedra y luego golpeaba con sus manos sobre ella. La compresión en el tiempo de todos esos toques daba un patrón rítmico, y con esos fraseos percusa se comunicaban las tribus a través de los tambores. Eso llevaban los chamanes a su pueblo, porque eso pertenece al pueblo. Así me gustaría poder encontrar la canción de mi tío.
Para sus funerales, tuve que ir en el auto de un extraño en el cortejo. Velé con mi tía la ausencia del amigo, compañero, padre y esposo. La misa, gran cosa no me dijo. Después de la ceremonia, salí y me paré afirmado en un poste junto al auto del gentil extraño a fumar un cigarrillo. Y un peatón me habla con la pregunta: «¿Quién es el que va ahí?». Y le respondo que el Huaso Rola, a lo que esta persona saca su pañuelo blanco y lo agita con el rostro adusto, pero acristalado en la mirada.
Volteo en dirección al pañuelo y veo al viejo caballo Puntal con los aperos de su jinete; zapatos, espuelas y polainas en los estribos, sobre los que lucía su pantalón a rayas; y encima de la montura, su chaqueta bien planchada, su manta corralera y su sombrero de fino paño con el fiador enganchado a la montura. Solo ahí comprendí que había muerto. Su cabalgadura levantó las patas delanteras y tocó la carroza. Era la cabalgata final.
Antes de subirme al auto, veo que el cigarrillo se consumió en mi mano, y al levantar la mirada, contemplo a una multitud de transeúntes despidiendo con sus pañuelos al Huaso Rola. No era de extrañar. Muchas veces y a varios tendió la mano, sin aspaviento; si alguien le pedía dinero en la calle, le ofrecía trabajo en el fundo, aunque fuera por un tiempo; atento y cariñoso con las ancianas, respetuoso con los niños. A sus trabajadores a cargo les decía: «Esta pega hay que tenerla para el viernes, pero si la sacan de aquí al miércoles se toman el resto de la semana». Hacía rendir las tierras hasta con las piedras, aprovechaba la manzanilla y si era factible, hasta carbón producía. Cosechó lo que sembró. Y como carralero, más de algún Cardemil supo de su rienda y su collera en el barro de la medialuna.
Viudo muy joven, sus hábitos no cambiaron mucho con la que hoy es su viuda. De hecho, una vez la llevó a una de sus fiestas y mi tía se negó a bailar y se quedó con cara de tabla en la silla, haciendo juego con la mesa donde se servía un refresco. Al rato, un muchacho muy simpático la sacó a bailar, y accedió por despecho. Después supo que mi tío Rolando le pasó un billete al mozalbete con estas palabras: «Anda, y muéveme a la vieja».
Sé que falleció de un paro cardíaco o cerebrovascular, o algo así. Puede que en el sueño. Quizás, recibiendo lo que al pueblo corresponde, porque el hombre se lo ganó. Pero callaré esa intimidad, en una de esas logro escuchar los patrones rítmicos de su vida en la piedra del silencio, y así poder hallar la canción con la cual pueda despedirlo como se merece.