Por Fidel Améstica.- Tercera vez que leo esta novela. La segunda fue en 2000, bajo el sello La Calabaza del Diablo. Y la primera, en 1998, cuando recibió el Premio Alerce y la SECh la publicó de acuerdo a las bases del certamen. En plena crisis asiática, sufrida en especial por una nueva clase gerencial pagando sus casas (todas igualitas) en el barrio alto en guetos VIP, aparece por el costado discursivo Corazón tan puto, del entonces treintañero Nelson Pedrero Jeldres (1966).
La lectura inicial me cogió con hilaridad pura. Subía a escena un manojo de chistes poblacionales en la verbosidad de sus personajes, enunciaciones de esas que primero se dicen y después se piensan, o no se piensan simplemente, se largan y punto. Y un logro que no veía desde Memorias de un perro de Juan Rafael Allende: la voz de un gato, el «Chueco», alias el «Chuico», y en su mejor época, «el emperador de las azoteas». El minino, la verdad, se roba la película, pero no es el protagonista, aunque sí el testigo más fiel a su palabra.
En 2000, los que estudiaron para gerentes ya se estaban reacomodando; gastaron sus indemnizaciones en psicoanalistas y más de alguno se jactaba de sacar aplausos en el ring de cuatro perillas con su terapeuta. A esa altura ya eran una plaga, y por más que se perfumaran y trabajaran sus cuerpadas en los gimnasios, la pestilencia rezumaba por sus relamidas palabras. Y Corazón tan puto, piola en la destilería semántica de un lector por aquí y otro por allá. Ya circulaban herramientas de análisis provenientes de los estudios de género y daban un paso más allá de la tesis social de denuncia de un Nicomedes Guzmán o del estereotipo de lo popular. En esta segunda edición, Pedrero tuvo la ocurrencia de firmar con pseudónimo: «Martín Güiraldes». ¡Qué ingenuidad! Bien que tratara de homenajear a Ana María Güiraldes, porque siempre en equívocos lo llamaba «Martín» en sus talleres, pero esa no es su familia, y que le quede claro. Lo habrá alentado en el oficio, pero hasta ahí nomás, no pertenece a esa estirpe.
Y hoy, unos jóvenes a cargo de Provincianos Editores decidieron hacer su propia edición. Parece que algo les hablaba esta novela. La crítica, de 1999 a 2001, fue en general benévola en las notas de los medios; salvo una de Ricardo Navia en El Siglo: «¿Es una tomadura de pelo? ¿Premio Alerce? Creo que la entidad representativa de los escritores chilenos, la SECh, debería tener más cuidado en nombrar a sus jurados». Remarquémoslo como una medalla en el pecho del autor.
Hay una trama que se inicia a las 5:30 de la madrugada y concluye en la noche de ese mismo día, como si siguiera la Poética de Aristóteles. También, un protagonista, Panchito, homosexual, pobre, huacho y feo de una pobla de El Cortijo; un maricón de quinta de recreo que se levanta para laborar en los preparativos de la fiesta que hará en El Rosedal el Tarro con Piedras. Pero el verdadero protagonista de la acción es el lenguaje, este abre las compuertas para su desarrollo con «un ritmo vertiginoso», «la ejecuta [la acción] a la vez que da cuenta de ella», como apunta la nota de El Mercurio (6/2/01).
El procedimiento no es nuevo ni experimental. En simple, es una jugada de estilo. No corresponde con exactitud a una corriente de la conciencia si bien se vale de varios de sus recursos técnicos para fabricar su propia herramienta narrativa. Tampoco se apoya en una tesis de lo social-popular con procedimientos del realismo literario. Ni pretensiones tiene (la novela más que el autor) de ser «voz de los que no tienen voz», frase tan gastada por los oportunistas en ámbitos de todo tipo. Hay que bajar a una pregunta más elemental: ¿Cómo es la representación de la realidad?
Y ahí está el punto. Un mundo que muchos llaman «el bajo pueblo», para evitar reconocer que no son pueblo por falta de arraigo, identidad y pertenencia, adquiere vida con personajes atrapados por sus miedos, falta de horizonte, pesadillas, frustraciones y ajenos al destino en tanto no son dueños y señores de aquello que les tocó: sobreviven, luchan e interactúan más por necesidad que por aprecio, porque no hay más tampoco. No tienen más discurso que lo que piensan y arrojan como excrecencia y secreción verbal en la interacción sociocultural, y no pueden evitar oraciones armadas a jirones y altamente incohesivas en la sintaxis, pero más que coherentes en el sentido, porque comunican mucho más de lo que dicen.
A casi dos décadas y un lustro, la dimensión de esta novela adquiere volumen. Su forma es el contenido, ahí se acrisola la condición humana en un rincón del habla escenificada en la letra. Más que narrador o narradores, se despliega una voz entre el barullo de quienes el destino les ha dado la espalda: «no creo que Dios sepa que yo vivo acá en El Cortijo, pero de repente lo siento tan cerca (…)». Y es precisamente esta huerfanía de destino lo que le da una condición trágica.
La tragedia les ocurre a reyes, nobles, a una clase social en el poder cuya ambición y anclaje espiritual en las leyes humanas les pone un velo y los ciega moralmente hasta enloquecerlos y precipitarlos hacia aquello que han transgredido por no respetar sus propios límites humanos. Tragedia deriva del griego τραγῳδία (tragōidiā), donde τράγος (tragos) es cabra, chivo o macho cabrío, y ωδή corresponde al canto (ἀοιδός, aoidos, es el cantor o aedo, y étimo de oda). Tragedia, entonces, es el canto del macho cabrío, himno que en las dionisíacas se entonaba en el sacrificio de este animal y que derivó en el surgimiento del teatro. En Corazón tan puto, en lugar de un macho cabrío, tenemos a un «cola neurótico» como chivo expiatorio, pero muy claro en su agón (ἀγών), agonía o lucha:
Tengo que luchar si ya nací como soy, después le preguntaré a Dios por qué me tocó ser yo (…) soy guanaco, no me alcanza la sesera para captar las cosas, pero me tinca que es la única manera como hay que pensar y significar la vida (…) pero percibo aquí en el interior un azuquítar que se eleva, una inquietud despaturrada, inamible (…) Una glicemia del corazón si se puede decir (…)
Así lo sintetiza Panchito entre sus quehaceres hablando consigo mismo, donde incluso introduce un adjetivo de un cuento de Baldomero Lillo, Inamible, término que usaba un paco con fama de letrado, Ruperto Tapia, alias «El Guarén», como si ya de antaño los pacos fueran parientes de las ratas, al detener a un tipejo por andar con una culebra, y nadie entendía nada, ¿por qué son inamibles?: «—El sapo, la culebra y la lagartija asustan, dejan sin ánimo a las personas cuando se las ve de repente. Por eso se llaman inamibles, mi inspector». Y los engendros sociales de esta novela bien podrían ser animales inamibles, por el espanto que pudieran causar en la escena de nuestras propias subjetividades.
Y mientras habla Panchito, lo escucha su gato cojo, el Chueco, otro inamible, quien ingresa triunfal a la tradición onomástica de insignes rengos: Jacob, Edipo, Hefesto, Hans Schnier (de Opiniones de un payaso, de Böll), y el dicho popular no los deja fuera, a ninguno: «Todos los cojos son malditos», atrapados por su destino, el cual no les cae encima con la purificación catártica como a Edipo o Hamlet, sino en lo tragicómico de los paipazos y cachamales por falta de dignidad, pese a que «hay una esperanza de que se pueda abrir el corazón sin que te acuchillen la dignidad».
Unas voces se interrumpen con otras, el cetro del habla pasa indistintamente de sujeto en sujeto, en primera, segunda, tercera persona; en micromonólogos, soliloquios, diálogos torcidos y zurcidos con aguja de sacos paperos. Aquí está el oficio de escritor. Pedrero se fabrica una red narrativa con esquirlas de enunciados que no tienen cabida en ningún centro discursivo; y echó la red en los márgenes pestilentes de un lenguaje degradado para encontrar algo que pudiera ser comestible en la mesa donde nos hacemos más humanos. Panchito no por nada se ocupa de la cocina y de servir las mesas, es medio dueña de casa para sus cosas como él mismo dice.
Y en esa corriente pútrida de los márgenes aparecen las vidas, sus latidos, ahí están, comprimidos en la densidad narrativa, con su pasado, presente y no-futuro. De ahí mismo vienen el atormentado paco Acevedo y su mujer aspirante a peluquera, la Meche; don Tato, el dueño de El Rosedal donde se dan cita los comensales del sacrificio; el mecánico; la Pucky, y el mismo Chueco, cuyo anterior dueño tiene cercanía fonética con maullido: el viejo Maulén, medio payador, porque no es un payador, sino un estropajo de rimas al estilo de la basura con que bastardeó este arte la televisión con comicastros que se prestaron para ello. Si algo hermana a todos estos individuos es una violencia latente y contenida que en algún momento estallará, como estalló el 18 de octubre de 2019 en un escenario más grande, y así, 21 años antes, Corazón tan puto responde a la pregunta de ¿cómo no lo vimos venir?:
(…) qué importa los veinte los treinta años, me tinca que va a faltar aliño, como esa canción, Cuarenta y Veinte, me encanta José José, gato flojo, claro, tú tomando solcito y yo trabaja que trabaja para que el perla viva a lo pachá, me carga este maricón que se hace la víctima, si nadie le ha pedido nada tampoco, ya no se ponga así, ¡no!, no me rasguñe, tan malas pulgas este guatón, gato foca ¡foca, foca!, ay mamá, no se te vaya a caer la cartera (…).
La poética y estilo de esta novela reside en esta enunciación del Chueco: «(…) hay que contarla, porque nunca se sabe cuando Nuestro Señor Gatucristo nos llena la papeleta con el cambio y nos toca salir a la cancha, así que hay que estar preparado y con las cuentas al día (…)».
Corazón tan puto nació en una crisis económica global, y su 3ª edición, en medio de otra también planetaria: el covid y la recesión, y la crisis política nacional. Anticipó la enfermedad social y la carencia de un pueblo con memoria. Se entronca con una literatura de otro fuste, más emparentada con Cuerpo creciente, de Hernán Valdés, anterior al golpe del 73, pero que muestra los síntomas del tipo de sociedad que vendría después y hasta hoy, solo que a través de la mirada de un niño que logra percibir la falta de pertenencia y raigambre del mundo en que nació, y en una voz narrativa que aún no se ha dinamitado por los avatares que vendrían en las décadas siguientes, y cuyas esquirlas toman forma en la apuesta estética de la novela de Pedrero.
A las vidas de Corazón tan puto no les cae la fatalidad encima, ¡han nacido en ella! No son almas caídas, sino unas que tratan de levantarse de su miseria:
Virgencita, Niñita, Señorita, Mamita, perdóneme por mi condición, Mamita Reina, yo sé que usted me entiende, trato de no desviarme pero no puedo, estoy fatalizado, pero no le hago mal a nadie, eso tiene su mérito, ¿no es cierto? (…) debería cortarme la tula, cortarme todas las cosas, para escucharlo solamente con el corazón, pero soy tan feliz de repente, tan puro, tan yo, tan no sé cómo, no esto que soy.
Y la alternativa es aspirar a una fotocopia espuria del paraíso que nos venden: «(…) ahora hasta los cogoteros hacen sus eventos, y quieren hacerlos igual que la entrega de los Oscares, dentro de poco van a arrendar esa, ¿la Casa de Cemento, Ladrillo es parece?, ¡no!, la Casa de Piedra, Casapiedra, por ahí (…)». Y en esto se queda corta la novela, ya que los narcos, aparte de ostentar ráfagas funerarias, hasta cócteles ofrecen en las plazas de las poblaciones cuando uno de los suyos ya entregó las herramientas en su ley.
Un mundo de la fealdad que odia la posibilidad de la belleza… De esa cantera extrae materiales para una estética literaria Nelson Pedrero:
(…) ¿y cómo andái con la Resfalina, loco, a quién le ha ganao?, es más julera que un caldo de huaipe, qué te pasa con mi mina, loco, ¿pero si vos mismo la llegái pelando?, que es última de cartucha, que se hace la monjigata, mojigata, aturdío, se ríe el Panchito, como sea, se las da de estrecha y adentro le cabe una pelea de perros, el Gualo bueno pero es mi mina pos loco, si quiero la mato también, pero vos no tenís que meterte con ella (…)
A veces me pregunto si realmente el autor es consciente de la novelita que se mandó. Dedicado a los guiones y a los proyectos audiovisuales, sé que hay un par de obras que aún no ven la luz: El culebrón latinoamericano y otra sobre la infancia de Neruda, sin terminar, y cuya idea cuajó en una miniserie de mediados de los 2000 en TVN a cargo de Jorge Marchant, pero donde la gestualidad de los personajes carga más ferocidad que una pelea de perros. Como dice el Chueco, con los novelistas que nos hacen falta, estamos hartos del Cat Chow, «¡carne, yo quiero carne!, ojalá con un pipeñito…». Un buen director de teatro haría maravillas con esta obra.
No es un mundo que desaparece el que narra Corazón tan puto, sino uno cuyas huellas se desvanecen a la sombra de otros discursos, constantemente. Su tradición es una del olvido, de borrarse a sí mismo entre borracheras y pendencias. Sus barrios se metamorfosean con ese proceder: demolición y construcción, especulación inmobiliaria e ideológica. No hay adhesión, ni compromiso. Ni rastro de nada. Solo nos queda El Cortijo y la Vega Central. ¿Y las personas? Sin mejores herramientas, sobreviven, una masa de allá para acá; ¿pobres?, quizás, arrastrando su estela de miserias. ¿Y las autoridades? Muy bien, gracias. Si el maestro Maulén hubiese sido un verdadero payador o un verseador entendido, hubiera hecho este brindis en la fiesta del Tarro con Piedras:
Brindaré, decía un gay,
con todo mi frenesí
de por qué yo soy así…
Esta es mi vida, ¿OK?
No me le asuste, mi rey,
ni vaya a perder la calma.
No tema estrechar mi palma
si al descuido se la froto,
porque un maricón del poto
no es un maricón del alma.