Por José María Vallejo.- Al aproximarnos al tercer aniversario del 18 de octubre de 2019, momento nacional de indudable importancia, conviene reflexionar sobre su origen y su legado, de la manera más desapasionada posible e intentando rescatar los elementos que nos permitan crecer como país.
El primer punto a considerar es que efectivamente nos desnudó, como país, frente a una desigualdad oprobiosa y vergonzosa. Vivíamos bajo la sombra del consumo que nos “igualaba” como sociedad a través del endeudamiento. Y parecíamos el país que soportaría todo con estoicismo, porque -después de todo- estábamos “mejor” que los demás, éramos el oasis. Pero una serie de declaraciones ignominiosas y arrogantes de parte de altos personeros de la clase gobernante enervaron el ánimo, nos dieron vergüenza y rabia. “Levántense más temprano” (mientras una comisión de expertos que no se ha subido a la locomoción colectiva subía las tarifas sin contemplación), “compren flores”, “esto no prendió, cabros”. El ninguneo y la minimización a un pueblo entero no dio más. A eso súmele una generación de jubilados que ya no dio más y de familiares indignados por la miseria de quienes lo han dado todo durante toda una vida; y una generación de escolares mal formados en establecimientos deficientes y con profesores mal pagados.
Al llegar al tercer aniversario del 18 de octubre, que no se nos olvide que ese día fue un grito de indignación. Los conflictos sociales acallados, que no tienen la vía institucional para expresarse y para provocar los cambios, estallan. Hay veces en la vida en que uno dice “¡Ya basta!” y a partir de ahí debe proponerse un nuevo rumbo.
Una semana después, la mitad de Chile salió a las calles o apoyó ese grito y la necesidad de un cambio. Un mes después, la clase gobernante intentó darle un cauce institucional a esa demanda múltiple y sin forma, y surgió el compromiso por un nuevo pacto social a través de la redacción de una nueva constitución.
Cuatro años después, todo ello aparece desdibujado. Los medios de comunicación tradicionales y la clase gobernante han retomado el discurso, y el sabor del 18 de octubre se asocia a los destrozos, al vandalismo desenfrenado e irracional revestido de discurso pseudo revolucionario. El recuerdo de un momento histórico se queda en la destrucción del centro de Santiago, en espacios públicos dejados al arbitrio de bandas violentas y de narcotraficantes, y en la logística propia de la inseguridad y el miedo.
Nosotros, los que luchamos contra el miedo, volvemos a sentirlo: miedo de salir a la calle, de conducir por el centro, de no llegar a tiempo porque se cortó el Metro o quemaron alguna micro, de emprender con un negocio que pueda ser vandalizado. Qué enorme daño han hecho. Qué enorme daño han hecho a las demandas sociales legítimas de un pueblo.
Esos (organizados o no, articulados políticamente o no), son los primeros responsables de la crisis actual y de la dificultad para encontrar una salida. Los segundos responsables fueron los integrantes de la Convención Constituyente. Todos. En primer lugar, los que con discursos afiebrados y propios de la Guerra Fría buscaban avasallar e imponer una propuesta constitucional “no neutra” (al decir de Jaime Bassa), cargada de ideologías e hipersegmentación de identidades políticas. En segundo lugar, los que no fueron capaces de advertir o cambiar ello y terminaron siguiendo al rebaño.
Al cumplirse tres años del estallido, tratemos de recobrar la esencia de ese momento histórico: Chile iba (y sigue yendo) por un camino de desigualdades inaceptables que se deben corregir. El 18 de octubre debe recordar lo que debemos cambiar y, quizás también, cuáles son los caminos legítimos para ello. La violencia no lo es, ciertamente, y el Chile que surja de esta larga crisis debe ser uno que, junto con no aceptar indignidades, no acepte violencias de ningún tipo.