Por Edgardo Viereck.- Un buen tiempo antes de la llegada del COVID-19 a nuestro mundo, la sociedad global ya había incubado otra pandemia, una muy anterior y de la cual, hasta ahora, no se ha hecho cargo del todo.
Se trata de la pandemia digital, un evento contagioso que partió hace algunas décadas presentándose, en primera instancia, como una inédita oportunidad, equivalente a la que en su momento nos habían ofrecido la imprenta y el papel. El fenómeno devino luego en una fiesta de luces que nos encandiló a todos -a quién más, a quién menos- y terminó imponiendo sus reglas del juego. Un juego al que hoy ya prácticamente nadie puede negarse a jugar. Por cierto que este juego se hizo posible por el desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación, sin las cuales no habría sido posible, siquiera, concebirlo.
Las llamadas TICs facilitaron el diseño de un mundo paralelo al que habíamos conocido siempre. Una dimensión desconocida que poco a poco se convirtió en archiconocida. Una nueva casa de todos a la que tuvimos que mudarnos con camas y petacas, en la que debimos adquirir nuevas costumbres, revisar nuestros valores y asumir nuevas rutinas; en términos simples, reconstruir nuestra identidad. Hoy ya no se puede decir que hicimos del mundo digital una parte de nuestro mundo, sino al revés: somos nosotros quienes nos convertimos en parte del nuevo mundo no presencial y en esa reconversión asumimos de manera “natural” una nueva individualidad asociada a una nueva manera de entender prácticamente todo, iniciando por nuestra libertad. Cada uno de nosotros somos, de hecho, lo más semejante a una nueva entidad. Entidad virtual, digitalizada, incorpórea y por lo mismo ubicua y cambiante. Una imagen de nosotros mismos. Un suerte de espejismo.
Las innumerables consecuencias de este complejo proceso han sido observadas por pensadores y analistas que nos han acuñado categorías y conceptos que se han vuelto familiares: aldea global, sociedad líquida, el infierno de lo igual, nativo digital, y varios otros, nos han permitido comprender mejor lo que nos está ocurriendo. Ahora bien, toda conceptualización es la vez una naturalización. Esto significa que, al nombrar algo, lo integramos a nuestra vida y se vuelve parte del paisaje cotidiano, con lo cual dejamos de verlo pues se torna evidente y, como todo lo obvio, por obvio se calla y por callado se olvida.
Toda esta obviedad, sumada a la urgencia diaria, ha hecho que olvidemos la profundidad de las consecuencias vitales que se anidan tras la experiencia digital. En especial lo que significa la sociedad digitalizada y el mundo en el que puedo existir sin Ser, un mundo en el que puedo existir sin cuerpo, sin voz, sin alma, sin rostro, sin dinero, sin sexualidad y, quizás lo más importante, sin los otros.
Se trata de la individuación, es decir la construcción de una pseudo individualidad en el ambiente propio de la digitalización, que no es lo mismo que la individualidad como tal. Un proceso de ensimismamiento en que se renuncia a la alteridad. Esto conlleva el desecho de la responsabilidad por los actos propios, que ya no son actos sino acciones realizadas por algo con lo cual uno se vincula a través de un teclado y que realiza operaciones más que acciones.
Las consecuencias de esto son casi siempre inaparentes. Un pago electrónico evita la evidencia de una billetera vacía. Un hackeo evita el uso incómodo de palabras como robo, saqueo o estafa. La “funa” digital ahorra el riesgo de tener que encarar al denostado. Por otro lado, lo que sueño puede convertirse en un posible-no-real. Se puede jugar el deporte predilecto a través de un avatar en una liga de gamers. Se puede ser héroe de un juego favorito. Se puede tener sexo con quien se quiera sin pasar por el riesgo del contacto físico y emocional. Todo esto se resume en una palabra: impunidad. Las acciones digitales no tienen consecuencias, al menos no evidentes ni reales. Esto facilita el “hacer y dejar hacer” conquistado por las revoluciones liberales hace ya más de dos siglos y convierte el lema en otra cosa. Ahora se trata de una nueva forma de vivir la libertad. Un hacer y dejar hacer pues no hay mucho que hacer ya que cualquiera lo puede hacer.
Todo esto convierte a la sociedad digital y a sus partícipes en entidades altamente complejas y expuestas a inéditos riesgos. Uno de ellos es la deconstrucción de la identidad donde el sujeto real se vuelve virtual desde que se digitaliza, es decir se sujetaliza para adquirir un estatuto paralelo a su condición de sujeto real-presencial. Un pseudo sujeto.
Las consecuencias de la individuación y sujetalización son varias. Una muy importante es la manera en que esta nueva entidad sujetal se instala en relación a los otros quienes, al igual que él, han sujetalizado su identidad para convertirse en entidades más que en sujetos. Esta instalación sugiere más una yuxtaposición que una integración, es decir, una ubicación adocenada junto a otros también adocenados al estilo de una tribu sentada frente al tótem que es la pantalla. En esta nueva instalación, y a través de la pantalla que sirve de gran padre ordenador, se establecen contactos más que relaciones. Todo esto sugiere una desafección ante la idea de asumir compromisos pues ya no hay relaciones ni acciones con reales consecuencias.
En efecto, las relaciones implican continuidad y esa continuidad implica que hay una secuencia de vínculos que suponen compromisos y responsabilidades en el tiempo y el espacio. Pero el mundo digital no es un lugar para mantener vínculos pues se define por su fugacidad. Es esa fugacidad, esa instantaneidad, la que acarrea a los entes sujetales a vivir un constante presente. Un presente perpetuo del cual, luego de un tiempo, ya cuesta mucho salir. De este modo, son las ideas mismas de pasado y futuro las que se desvanecen lenta pero implacablemente hasta dejar solo el aquí y ahora. El mundo digital es un espacio en el que la falta de recuerdos y de proyección se va instalando como una experiencia cotidiana y junto con ella se instala un silencio imperceptible. Es el silencio apenas interferido por la eterna digitación, con el reemplazo de la palabra por el signo y el icono que ahorra mayores explicaciones. El silencio de la mensajería instantánea que economiza el desarrollo de las ideas. El silencio de la falta de voz, de rostro, de cuerpos, que evita las emociones reales. Es el silencio de todos y de todo, incluso de dios y todo lo que se le parezca pues dios y cualquier forma de trascendencia también es sujetalizada, es decir desprovista de trascendencia y debidamente inmanentada.
Esta pandemia digital no sólo azotó a los seres de carne y hueso sino también a los dioses y grandes arquitectos que, hasta hace poco, ocupaban su sitial en tanto proyecciones de un ideal humano. Pero no se trata de que estén muertos. Sólo han sido reemplazados. En su lugar, son los entes sujetales los que asumen sus tareas. El ente sujetal es fugaz, ubicuo y perpetuamente presente, y por eso no requiere a nadie encima de su cabeza porque no necesita saber nada más de lo que ya sabe aquí y ahora. Para él, la historia -y toda deidad es parte de esa historia- ha llegado a su fin y sólo resta olvidarla pues ahora se encuentra en un nuevo adviento. En este adviento, en este nuevo mundo, el ente sujetal ya no es el homo sapiens sino el homo deus, es decir, un hombre nuevo que se basta a sí mismo en su nueva condición sujetal. Esta condición sujetal se define por su carácter no relacional ya que el ente sujetal no se integra sino que se yuxtapone de forma no mancomunada (no comunitaria) en relación a los otros entes semejantes a él. Es una nueva forma de soledad pero esta vez conectada a las demás soledades de forma virtual. Estas conexiones son fugaces y siempre en tiempo presente, nunca tributarías del pasado ni proyectadas a un futuro. Aún más, la proyección del futuro ha sido reemplazada por el sentido de oportunidad. El futuro se desvanece y en su reemplazo está el presente perpetuo. En este presente pleno de oportunidad hay un nuevo lema: se pensó y se hizo. Es decir, que la antigua racionalidad cede su espacio a la impulsividad que, por otro lado, ya no debe rendir cuentas a nadie porque no hay otros al frente salvo que se les incluya en la lista de contactos. Es el fin de la responsabilidad como se le conoció hasta ahora. Con esto, asistimos al fin de la libertad decimonónica y la irrupción de una nueva experiencia libertaria. No liberal sino libertaria, es decir impulsiva, hedonista y de tendencia a la expansión constante pues no reconoce límites, ni siquiera el de la libertad de otros pues no existen esos otros sino solo entes sujetales también individuados, yuxtapuestos de forma no mancomunada y de operar impune, es decir irresponsable. Es una nueva tierra, poblada por nuevos bandoleros y forajidos.
Es así que se ha configurado el nuevo mundo. Un mundo definido por este evento contagioso y pandémico muy anterior a la pandemia del COVID-19. Un mundo donde el sujeto, es decir el Ser en si ha sido reemplazado por una imagen de si mismo bajo la premisa de que así es mejor pues el Ser en sí constriñe, obliga a definirse, a ser algo y a comprometerse, impone responsabilidades y exige asumir consecuencias reales, es decir sujetas al espacio-tiempo donde lo pasado y lo futuro limitan pues vuelven mortal aquello que, por haber ya ocupado el lugar del creador, por haberse transformado en creador de sí mismo, por haber construido una nueva y más sólida moral que todo lo que le antecede, se ha vuelto inmortal.
Un mundo donde se ha preferido obviar las antiguas tareas propias de un ser humano destinado a aprender y se ha optado por algo mucho más seguro y confortable, más preciso a la omnipotencia, sin importar que se trate de un mero simulacro.