Fidel Améstica destaca el rescate de la memoria musical de una generación a través de la Nueva Canción Chilena, que se hace desde el documental «En septiembre canta el gallo», una memoria que no fue recuperada en la transición a la democracia, y tampoco con la actual juventud gobernante.
Por Fidel Améstica.- El jueves 14 de septiembre pasado fue el cuarto preestreno del documental En septiembre canta el gallo, de Luis Emilio Briceño y Nano Stern, esa vez en la Cineteca del Centro Cultural La Moneda, luego de pasar por el Nescafé de las Artes (otrora Teatro Marconi), el Museo de la Memoria y el Estadio Víctor Jara. Cuatro lugares icónicos en relación con este logro audiovisual. Pronto pasará a salas y plataformas de streaming.
De haber aplaudido como lo hicieron todos mientras terminaba la proyección, me habría roto por dentro. ¿Era un momento catártico nada más? La experiencia en sala me decía otra cosa. No es la nostalgia, el dolor del regreso al hogar de una memoria. Es tan solo la belleza. No la belleza de los frutos de la Nueva Canción Chilena, que sí la tienen, además de una energía y vitalidad sin precedentes en nuestra historia. Es la belleza de la enunciación cinematográfica, en la que mucho tiene que ver el montajista Darío Órdenes, a partir, por supuesto, de las ideas de los realizadores.
Entre risas, comentarios y reacciones espontáneas de la audiencia, donde había mucho sub-30, lo que vimos no es el pasado. Solo existe el presente, el cual se teje y desteje con voces e imágenes del registro y los hilos del horizonte futuro que siempre está latente. Hablan los protagonistas, una veintena de músicos y cantores esencialmente, y los espectros cinematográficos resurgen desde y hacia su contexto referencial, que va desde 1958 a 1973. Algunas de estas personas ya no están, pero al menos quedó su testimonio.
Emerge la Viola Chilensis, la Peña de los Parra, los Inti, los Quila, los Jaivas, Los Blops; la Cantata Santa María de Iquique, triunfo creativo y polémica a la vez entre los pares; la instrumentación, los arreglos… Horacio Salinas lo plantea con claridad al reconocer que es una generación que descubre el sustrato, y ve que el genio artístico no es nada sin el entramado del subsuelo del bosque de su pueblo, cuando el pueblo quería ser pueblo, remarquémoslo. Pero ese sustrato hasta hoy persiste, está ahí mismo, bajo nuestras pisadas, aquí mismo y en este instante.
Detalles como estos son los que permiten el logro de este documental. Los realizadores no buscan imponer una narrativa, tienen la sensibilidad y la inteligencia, sin ser ellos mismos documentalistas, para que la sola exposición de los hechos y los testimonios, amén de algunas recreaciones musicales, le abran la puerta al relato, una voz viva y autónoma que no equivale a la narratividad. Es así que la Nueva Canción Chilena no requiere de mitos ni mistificaciones, que sí los tiene, y lo humano con sus contradicciones se abre paso a escena completa durante hora y media.
Y permítaseme un axioma: toda desmitificación es una nueva mitificación. Desmitificar nos permite ver el mito desnudo, o su caída como mito; nos hace posible acceder más que al mito, a la fuerza de este, a su empuje, a su vitalidad creativa. Lo volvemos a contar, y al hacerlo, volvemos a mitificar. Limpiamos el cuadro para ver los colores reales bajo el hollín del tiempo. En 20, 30, 50 años más, otros harán el mismo ejercicio.
Lo interesante no es la verdad ni el discurso oficial o el más repetido. La verdad del arte tiene que ver con la posibilidad que escenifica con sus materiales. La otra verdad, la que se pretende absoluta, es para los creyentes y quizá asunto de filósofos. Recuperar el relato construyendo un relato es la jugada de este documental, y eso ya lo transforma en una obra de arte, donde se convocan y concurren competencias de diversa índole.
Esto nos lleva a comprender que, cuando Chile vuelve a la democracia, la resurgencia del pueblo y de lo popular ha sido lenta y difícil. Nuestra memoria ontológica como país tiene que volver a construir sus sinapsis culturales y espirituales, el sustrato donde vibra nuestro micelio y del que se nutre el genio creador, y 30 años no bastan para lo que tardó un siglo en hacerse fuerte.
Hay una mirada hacia lo épico en el asunto que trata este filme, pero hay más épica en la elaboración del documental. Hay una nostalgia, sin duda, al revivir esas canciones y el contexto social, político y cultural; pero el dolor no está en el pasado, la cinta nos alerta que hay una dolencia en el ahora, ahí es donde tenemos que mirar y ver por qué duele y cómo sanamos. Y creo que el ungüento y yerba medicinal crecen nutridos por ese sustrato al que apuntaba Horacio Salinas.
Entonces, no vemos fantasmas del pasado para ver el pasado. Y Nano Stern lo apuntó en el conversatorio, y concuerdo y complemento: hoy nos gobierna una generación que mira hacia los referentes del pasado sin percatarse de que aquellos que levantaron esos mismos referentes lo hacían mirando hacia nosotros. Por tanto, me parece, tienen que reconectarse con el sustrato, con la riqueza de las personas de este país que están creando su día a día con lo que tienen al alcance y les han heredado sus padres y ancestros; tienen que conocer sus códigos, y no solamente los que impone la clase política.
Y vale la pena subrayarlo, porque toda esa música de la Nueva Canción Chilena no circuló en Chile por 17 años en ningún circuito oficial, en ninguna disquería. Y aun así, se cantó e interpretó. Se cantaron sus canciones en poblaciones, parroquias de barrio, en las micros, en las calles, en un clandestino, en las ferias y mercados persa en un puesto después de la jornada. Nadie olvidó esas canciones ni esos acordes que tantos guitarreros buscaban apasionados y en silencio.
De igual manera, en 1980, a mi casa, como en millares de hogares, llegó un casete, sin carátulas y transparente, viejo, con la cinta gastada de tanto escucharse. Ahí entró por mis oídos y el corazón, por vez primera, un tuntuneo de canto a lo poeta en un pedazo de canción, el «Despedimento de angelito» que canta Víctor Jara; y retazos de «Arriba en la cordillera», de «Décimas a Manuel Rodríguez», de «El Pueblo Unido», de «Todos juntos», «Vamos, mujer»… ¡Qué belleza!
La película El tigre blanco cita un verso del poeta musulmán Iqbal: «En el momento en que reconoces lo que es hermoso en este mundo, dejas de ser un esclavo». El poeta John Keats dice: «Un poco de belleza es una alegría para siempre: su encanto aumenta; nunca pasará hacia la nada». Y Adolfo Couve solía contraponer estas palabras con las de Rimbaud: «Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. Y la encontré amarga. Y la injurié».
La belleza de estas canciones nos hizo libres desde muy temprano, en años miserables, no solo por lo que sucedía fuera de nuestros hogares, sino también por lo que ocurría a su interior, donde nuestros padres luchaban contra la cesantía y sus propias frustraciones, contra la infelicidad que hizo nido en sus corazones merced a la división y mezquindades en las familias, cuando faltaba el pan y ni siquiera podían hacer el amor respetándose a sí mismos.
Pero también es amarga porque muchos ya no podemos cantar «El Pueblo Unido», esa melodía que nació a partir de un tema de Johannes Brahms, porque vemos cómo se ha envilecido la patria del corazón. Y no por amarga, sin embargo, deja de ser belleza:
Recuerdo un caset pirata
en que con un lápiz Bic
buscaba tu voz y el tic
de tu guitarra de plata.
No sabía de culata,
tortura o muerte escondida,
ni tu nombre en la perdida
infancia antes del quebranto,
y con trozos de tu canto,
Víctor, construí mi vida.
El documental de Luis Emilio Briceño y Nano Stern tomó el título de una canción de Isabel Parra para la campaña de Allende, en un vinilo cuya cara principal llevaba «Venceremos». En septiembre 4 eran antaño las elecciones, misma fecha en que José Miguel Carrera dio un golpe de Estado en 1811 para dar el grito de libertad sin disparar un solo tiro, y la gallada salió con la cueca a las calles por vez primera.
En septiembre canta el gallo, y en ese gallo, en su persona, el pueblo tenía su rostro, en que con Allende no entra el pueblo al gobierno, porque el pueblo es el gobierno, como él mismo decía y creía. Gesto parecido al de Neruda con su gran voz poética que engloba todas las voces, o a eso aspiraba.
Y ambos proyectos, el político y el poético, chocan con el fracaso. Porque entre gallos y medianoche pasan muchas cosas que ignoramos, y la gran voz del poeta no deja ver las cuerdas de la lira completa. Y, por lo demás, el canto del gallo también anuncia a los traidores.
La Nueva Canción Chilena de antaño nos recuerda, a través de esta cinta, que las canciones acompañan nuestras vidas, porque nacen de nuestras vidas. La antipoesía de Nicanor Parra nos enrostra que nuestra voz son muchas voces y sujetos. Nuestra clase política, al no salir de sus propios códigos, con la Concertación no quiso recuperar nuestros relatos, y se conformó con la narrativa de las instituciones; y el Frente Amplio y su coalición creen que el relato está atrás. No señor, está aquí y ahora.
El remezón estético de En septiembre canta el gallo tiene su mayor alcance en cómo construye el final: cierra de golpe para abrir todos nuestros sentidos. Hay que conocer este documental, y que cada cual vea si puede seguir viendo las cosas como cree que son.