Por Fidel Améstica.- Tarde se le hizo. Mientras Chile reventaba desde el 18 de octubre de 2019, a Joselo le «salió una peguita», como suele decir. Instaló unas ventanas de aluminio en Santa Rosa y emprendió el regreso ya pasada la línea crepuscular. Cuando entró por avenida Juanita, la única iluminación pública la constituían las fogatas exhaustas que cerraban las entradas a las calles laterales, incluso en La Lechería, en cuya esquina se instaló una comisaría frente al Parque Juan Pablo II, donde el papa viajero apunta eternamente hacia una multitud imaginaria gracias a que el Cote Ossandón, en sus tiempos de edil, lo pidiera cuando nadie lo quería en Pío Nono, entre la Escuela de Derecho de la Chile y la Universidad San Sebastián, tan nombrada por estos días. Y la comisaría, como tantas en esa contingencia, permanecía blindada, con todos adentro parapetados e insomnes. Ni una cabeza asomaba siquiera.
A la usanza y hábito de los empeñosos y alentados, su mente ese día solo estuvo con el foco en ganarse ese dinero. Día con día, el fajo agarra consistencia. Por años, Joselo trabajó apatronado en una empresa que instalaba ventanas. «Nada del otro mundo. No tiene ninguna ciencia», pensó. Aprendió lo más que pudo, y con bagaje propio se tiró a emprendedor. Vamos poniendo ventanas. Primero en el barrio, donde todos lo conocen por su buena voluntad, y cada vez más lejos de casa. Así ahorró hasta tener lo suficiente para comprarse su Terrano 2015, de tono gris o plateado; incluso dejó de fumar para lograr su meta. No es sujeto de crédito alguno, menos de uno automotor, pero Joselo tuvo su primera camioneta sin deberle un peso a nadie. Realmente, era suya.
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Reflexiones sobre el estallido socio-político en Chile y su relación con la educación en DDHH
Del “no estoy ni ahí” al estallido: la juventud que creamos
Geopolítica de los estallidos sociales
Al retornar a las imágenes dantescas que dejó a su paso la turba desatada de esos días, apenas entró por Juanita, todo su espíritu se le agolpó en un solo pensamiento: «¡Me van a hacer mierda la camioneta!». Sus reflexiones, porque las tiene, no provenían de la situación país, de las injusticias, desigualdades, de las inequidades e iniquidades. Las AFP, las isapres, el sistema educacional, no son parte del paisaje de su mirada pícara y avizora, entrenada, fortalecida y resiliente a punta de subsistencia. La política y sus próceres, menos todavía. ¿Feminismos y minorías? Todo eso es un mundo al que no pertenece ni nada le dice. Todo eso es un mundo que no pertenece a su propio mundo. ¿Existe? Sí, pero por allá, lejos.
«¡Me van a hacer mierda la camioneta!», fue lo que se dijo a sí mismo. No recuerda si lo pensó en voz alta o solo fue un enunciado espectral apenas en el umbral que divide al habla del silencio. Lo cierto, como fuere haya sido, es que la frase retumbó y rebotó al interior de todo su cuerpo infinidad de veces, en una interminable reacción en cadena. Las glándulas sudoríparas producían como contratadas; los intestinos no sabían si empujar hacia atrás o hacia adelante con la peristalsis; el azúcar hizo de su sangre una melaza como para destilar ron, y la cuchara, ese órgano tan fuerte y vulnerable al centro del pecho, corría como Buster Keaton entre hordas del absurdo.
Al llegar a la esquina de Juanita con Weber, ve una enorme hoguera inquisitorial junto a una barricada semiabierta. No había otro paso. Ni modo. Se acercó con rapidez uniformemente desacelerada y, contrario a la masa enardecida que esperaba encontrar, solo atisbó un puñado de individuos que departían su trago y su pito como suele verse en las plazas barriales cualquier noche. Y uno de ellos se le acerca, y cree reconocer, por la cara y la caminada, a un churri del fondo de su cuadra. Churri, no sólo por lo gárrulo, sino que también por lo pastabasero, amigo de la «pasturri».
«Traspapela’o el churri», como versa una cueca de Rodrigo Miranda, de Los Trukeros, se acercó con galanura épica al vehículo y le hace esta oferta de lenguaje a Joselo: «¡Pase nomás, vecino! ¡Estamos luchando por usted!». El interpelado respira, las entrañas vuelven a su posición de equilibrio; la brisa nocturna de una primavera madura acaricia su rostro, y sus latidos se acompasan al ritmo de las estrellas que titilan en las soledades cósmicas.
Con la cavidad bucal nuevamente humedecida, su ser empieza a fonar cadenciosamente lo que se filtra por el embudo mental: «¡Qué vai a luchar voh por mí!… ¡Yo lucho por voh pagando impuestos pa’ que te den de comer en el Hogar de Cristo!… ¡A ver si no me vai a dejar pasar, chchtmr!». Y ya en sí completamente, dueño otra vez de sus reflejos, esquiva y acelera para cruzar la improvisada barricada, mientras escucha, desrealizada por el efecto Doppler, una frase tantas veces oídas: «¡Deje una mone’a que sea…!». Y lo único que pudo recoger en lontananza fue una guirnalda de palabrotas.
Al rememorar el hecho con Joselo y don Waldo una noche luego de barrer de mi vereda las fecas perrunas que abundan y de nada sirven, ni para abono siquiera, nos reímos y compartíamos relatos de nuestras infancias, de cómo era el vertedero de Lo Errázuriz, de los castigos paternos, de lo aventurado que es ganarse la vida. Y sobre las elecciones de alcaldes, concejales, consejeros y gobernadores. Y uno de ellos dijo que votaría por Karla Rubilar. No la conocía, pero por último se merecía el beneficio de la duda en el clima de corrupción y negligencia que hoy se vive. ¿Y la izquierda? Nada. Está en otra parte.
Desde una de las ventanas de mi casa, vi en 2019 cómo marchaban los tumultos con teas encendidas, enardecidos y arrastrados por un ímpetu de masa que los hacía sentirse con alguna identidad. Parecían sacados de la película Frankenstein de James Whale, de 1931. No pude evitar un par de lágrimas, porque eso era indicio de que los únicos que ganarían con este descalabro eran los narcos: tendrían la oportunidad de consolidar sus territorios. Lo que efectivamente ocurrió.
Los narcos saquearon, entre otros, en grupos de familias, montando sus 4×4, para consolidarse como unos Robin Hood que ofrecían a precio de huevo artefactos codiciados, pero fuera del alcance de los ingresos de muchos. Y a los churris les tocó ser «ratones», proveídos por un carro de supermercado que se agenciaron en medio de la batahola para llevarse lo que los otros no pudieron cargar o despreciaron. Así, varios llegaron ofreciendo vinos caros, lámparas, frascos de café colombiano, etc. Estaban felices. Muchas de sus madres, porque padres no siempre hay, mostraban orgullo por la proeza de sus retoños.
Si miro más hacia atrás, desde el segundo gobierno de Michelle Bachelet pago más impuestos. La nueva ley de cumplimiento tributario va contra la evasión y el trabajo informal, por lo que quienes uberean y venden cosas por redes sociales deberán contribuir por sus ingresos. Ya hace varios años que las retenciones por boletas de honorarios no se devuelven, porque también tributan y cotizan por salud y fondos de pensiones. Todo esto me parece bien. Hay que aportar a lo público. Pero estas leyes no son para los Ponce Lerou, los Délano, los Lavín, los Larraín, los Matte… La mano para ellos es distinta.
El estallido de 2019, al que algunos medios le quitan el apellido «social», acusó una falla en el sistema. Y la solución que finalmente se dio fue fortalecer el mismo sistema, incluso desde la izquierda. ¿Y por qué? Porque no hay ni imaginación ni creatividad, solo discursos. Y lo peor, no más que discursos morales. Un estallido social se produce no por un relato en acto, sino que como un terremoto: por acumulación de energía. Así ha sido en nuestra historia.
Cuando Chile salió a las calles, políticos de la antigua Concertación y del Frente Amplio, y del Partido Comunista, quisieron ponerse a la cabeza de las marchas y fueron, literalmente, expulsados de ahí. No era ese su lugar. Pasó de todo. Se quemaron iglesias, comercios, monumentos; el Congreso se atrincheró; en La Moneda, se les cerró el ano en infinidad de pliegues. El periodismo reporteó hurgando en las redes sociales como fuentes, los medios más visibles al menos… Lo sorprendente fue que a nadie se le ocurriera quemar un tribunal de justicia. Los jueces pasaron raspando.
Y como no hay relato en los estallidos, se trató de instaurar uno: el que decía relación con la «violación sistemática a los derechos humanos», eso era funcional. No bastaba que las violaciones fueran «generales», tenían que ser «sistemáticas», pues el estatus jurídico es distinto, así se instala un relato conocido con códigos que heredamos de la dictadura. Incluso se habló de un centro de torturas en la estación de metro Baquedano; y nunca fue. Hoy en día, se habla de «estallido delincuencial», en un intento por instalar otro relato, centrado en la seguridad. Y entre medio, lo que nadie o muy pocos se atreven a ver, los hechos: las más de cuatrocientas personas con lesiones oculares, algunas con pérdida total de ojos; las acusaciones de abuso sexual por parte de agentes policiales; las palizas que costaron vidas o lesiones graves; los encarcelamientos con toda la humillación y degradación que ello implica, sobre todo en los más jóvenes. Relatos sin la realidad, en uno y otro caso. Y tras un lustro, judicialmente, la mayoría de aquello comienza a caducar, prescribe. Como en El libro de la risa y el olvido de Milan Kundera, lo que llega hace olvidar lo anterior, y hasta con procederes ridículos.
Miro por una de las ventanas de mi casa los cambios de estación. La luz de octubre incide oblicua, la de abril es horizontal. Esas ventanas las instaló Joselo cuando ampliamos nuestra casa. Nuestros ahorros y capacidad de deuda no nos alcanzaron para mandar a hacer las ventanas. Íbamos a tapiar las aberturas hasta que tuviéramos recursos. Joselo no lo permitió. «¡Cómo van a dejar su casa tan bonita así, sin ventanas!», nos dijo exaltado. Se consiguió dinero con su hermano, cobró favores, buscó entre sus materiales, y puso las ventanas. «Páguenmelas cuando puedan». Nos cobró muy barato, y en tres meses le cumplimos. Y ahí siguen.
Cierta vez, una conocida mía y su marido, «progresistas y de izquierda», tuvieron la desfachatez de decirme que, como teletrabajo, no estoy en condiciones de ver la realidad, que mucha pantalla a lo mejor me hace mal. A Dios gracias, podía contar con ellos para que me abrieran los ojos desde su ñuñoíno barrio ―o de Macul, poco y nada me importa― donde la turba no saquea las ferias de su propia gente. Toda su conclusión se reducía a manifestar, en mi propia casa: «Hay que estar con el pueblo».
Por las ventanas que iluminan nuestro hogar y por donde puedo ver el barrio, me pregunto: «¿Quiénes luchan por nosotros?». Creo que nadie puede ni debe hacerlo. No se han ganado ese derecho. Por lo demás, una mano lava la otra y las dos te sacan la cresta. Se vive y se trabaja. Se trabaja para vivir, pero no se vive para el trabajo. Y en el intertanto, a veces suceden cosas extraordinarias. No somos con mi mujer muy dados a los asados, y nuestra parrilla pasa más en la casa de Joselo que en la nuestra, quien la trata mejor que sus dueños y la devuelve en mejores condiciones que antes.
Esas son las virtudes de, «con todo respeto, doña Lucha por la vida», al coger un verso de una canción del Payo Grondona, entre todas las angustias plagadas de sobrinos exánimes, huérfanos de padre, patria y mundo, sin más espíritu que el espectro de su propio abandono. El 18-O no es la revuelta de los pobres contra los ricos, sino que ―en muchos aspectos― de los miserables contra aquellos que en algo han podido levantar la cabeza. Los opulentos, aún siguen a mandíbula batiente la risa mientras se sacude de tanto en tanto el saco con los ratones adentro. Nada ha cambiado para ellos y para el resto, tampoco.
Lo que asegura la vida no es la educación, sino lo que puedas vender. Eso es lo que te da independencia, autonomía y libertad. El fajo cerca de los genitales te da poder y derecho ciudadano. ¡Respeto! Frente a los demás y ante uno mismo. Vende cualquier cosa, hay consumidor para toda especie. Puedes vender cuentos, como «Blacamán el bueno, vendedor de milagros», de García Márquez. No faltará quien compre. ¡Pero que el relato sea bueno! Y mientras llegan, podemos también comprar ventanas, a través de las cuales sea posible ver el mundo que nos tocó.
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