Categorías: Opinión

Al que le venga el sayo…

Por Javier Maldonado.- …que se lo ponga, dice el refrán. Hace ya más de medio siglo, una palabreja ofensiva, a la que hay que conviene echarle el ojo, recorre Chile de mar a cordillera: corrupción.

En los diversos planos de la política, de las instituciones, de las organizaciones gremiales, de las iglesias cristianas, de la iglesia católica, de la industria, de la banca, del comercio, de las comunicaciones, de la industria de la atención de salud, de la industria de la educación, de las instituciones armadas, de las policías, de los diversos poderes del Estado, de las relaciones interpersonales, es posible y conjeturable hablar de “corrupción”, acusación que no es menor pero que a casi nadie parece importar.

Los que saben, suelen recordar una frase atribuida a Montesquieu, o a Napoleón Bonaparte, o a Julio César, o a Maquiavelo, quizás a Voltaire, y a varios otros políticos asociados a las ideas del poder, sus funciones, influencias y beneficios, que reflexiona así: “Si el poder corrompe; el poder absoluto, corrompe absolutamente”. Es decir que, partiendo de la idea de que el poder corrompe, no se salva nadie. En nuestra sociedad hay familias de corruptos, clanes, tribus, apellidos históricamente vinculados a notables hechos de corrupción, algunos de los cuales han sido escamoteados por los historiógrafos buscando un ocultamiento táctico con el objeto de torcer la realidad ocultando los hechos detrás de un manto de impunidad. También destacan nombres, ficticios o como seudónimos; algunos dirán alias; otros, chapa.

En palabras del poeta Nicolás Guillén: “Aguas del recuerdo, voy a navegar”. Este cronista memorioso podría remontarse al siglo XVIII, pero no lo hará porque es demasiado lejos; también es posible pasar el siglo XIX por alto, aunque haya algunos casos notables de corrupción institucional, pero el que no será posible saltarse es el siglo XX, porque fue en esos cien años en que aletearon las mariposas que producen las ventoleras que agitan estos tiempos, según la desencadenante metáfora de la teoría del Caos.

Y es que el vértigo insondable tuvo su indiscutido origen en las debilidades de la frágil democracia que originaron la guerra civil de 1891 con sus tremendas implicancias, siendo la consecuencia lógica del modelo político oligárquico instalado sesenta años antes por el ministro Portales. No hay que olvidar que entre 1811 y 1891 el reino, la república, el país, la nación, sufrió ocho o nueve guerras civiles, que no fueron pocas ni leves. Fueron aquellos tiempos de divergencias feroces entre los partidarios de los dos bandos enfrentados  y una disidencia liberal: conservadores, liberales y radicales. Si se busca el origen de la corrupción en la sufrida república, hay que escarbar en los archivos y documentos de esas colectividades.

Pero basta de preámbulos, vamos al grano. Dado que según los astrofísicos todo está vinculado, parece adecuado someter cada una de las formas de corrupción a una sola que las contenga a todas. Esta es lo que los expertos llaman: corrupción política.

La corrupción se define como “toda violación o acto desviado, de cualquier naturaleza, con fines económicos o no, ocasionada por la acción u omisión de los deberes institucionales, de quien debía procurar la realización de los fines de la administración pública y que en su lugar los impide, retarda o dificulta”.

La sociología y las ciencias políticas son más escuetas y definen la corrupción como “el mal uso o el abuso del poder público para beneficio personal y privado”.

Se llama corrupción política a “los actos delictivos cometidos por funcionarios y autoridades públicas que abusan de su poder y aplican sus influencias a la realización de un mal intencional de los recursos financieros y humanos a los que tienen acceso, favoreciendo  sus intereses personales o los de sus cercanos, para conseguir ventajas ilegítimas generalmente de modo secreto y privado”.

El antónimo de corrupción política es transparencia. Estas conductas ya muy habituales de acuerdo a las prácticas denunciadas o expuestas en las que se distinguen no pocas autoridades y funcionarios de alto nivel, ya sean de gobierno o del estado, permite hablar de niveles de corrupción o de transparencia en un Estado legítimo.

Ahora bien, las formas de corrupción que se practican en la Tercera República son muchas, aunque las más comunes distinguen , por ejemplo, el uso ilegítimo de información privilegiada, el patrocinio, el tráfico de influencias, el cohecho, la evasión fiscal, el soborno, la prevaricación, el caciquismo, el compadrazgo, la cooptación, el fraude, el nepotismo, la impunidad y, sobre todo, en los casos de extremo autoritarismo, el despotismo.

Por otra parte, la corrupción facilita a menudo operaciones criminales tales como el narcotráfico, la narcopolítica, el lavado de dinero, la prostitución ilegal, el tráfico de niños, el tráfico de órganos humanos, la trata de personas, la facilitación ilegal de inmigrantes, la mano blanda policial, la buena disposición judicial, la relativización de la autoridad, etc.

Algunas de estas especificaciones apuntan directamente a los gobernantes o a los funcionarios elegidos o designados, que tienen particular inclinación a disfrutar de los recursos del Estado para, cualesquiera sean las formas, enriquecerse o beneficiar a parientes o amigos.

Queda meridianamente claro para este cronista que ninguna de estas categorías ni formas de corrupción aplican a las prácticas políticas e institucionales chilenas, salvo aquellas excepcionales que sí aplican, aunque no sin alguna exageración, sobre todo considerando la pertinaz mala leche que caracteriza a más de algún ciudadano descontento que busca culpar de todos sus males a unas autoridades que son el paradigma histórico de honorabilidad y honestidad insospechables.

Alvaro Medina

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