Por Fidel Améstica.- De haber engendrado un retoño del fuego que lo animaba el año que una imprudencia criminal concluyera sus días en este mundo, esa criatura habría sido la luz y el corazón del destino de Patricia, madre de Iván Enrique Viedma Echeverría, atropellado el 24 de abril de 2007 en Tobalaba esquina Bilbao, cuando apenas el 21 de ese mes cumplió 29 años.
No hubo, sin embargo, madre que concibiera, pero sí una que perdió un hijo. Ella y él constituían un hogar, una familia. Y eso se terminó. Para sus amigos, se nos acabaron las veladas en el extinto Los Cisnes, en calle Macul frente al Pedagógico; no volvimos a jugar cacho ni dominó, ni a remojar nuestras conversas filológicas, musicales y poéticas con los mostos del día, donde cada miércoles nos esperaban después de las clases de griego moderno con don Miguel Castillo Didier. Quizás Enrique Saldaña nos recordó estos versos de Enrique Lihn tiempo después:
Porque un joven ha muerto
pido que me demuestren, una vez más, el valor de la vida.
Mucho se puede decir al respecto: que la esperanza pervive, que la memoria nos conserva y redime, que hay demasiado por qué vivir, que el legado continuará y que aún la belleza es posible… Y todo eso puede ser cierto, y a la vez no basta, toneladas de certezas y emociones voluntaristas no son suficientes. El mundo se destruye, se viene abajo con estrépito, y el consuelo no tiene cabida: un joven ha muerto, y no la tenemos fácil cuando vemos la longevidad de quienes en cuya indiferencia no son capaces de alimentar nada más que no esté dentro de su egoísmo, avaricia, resentimiento o flagrante estupidez.
Y el poema de Lihn dedicado a Carlos Faz en 1955 sigue hablando de nuestro amigo:
Tú y yo lo conocíamos,
no tenía el deseo de morir ni la necesidad, ni el deber de morir,
era como nosotros o mejor que nosotros:
un hombre entre los hombres, alguien que día a día hizo lo suyo:
reflejar el mundo,
amar a la mujer, intimar con el hombre,
dar cuerda a su reloj,
transfigurar el mundo.
Y alguna vez estos versos fueron parte de nuestras tertulias y jaranas. Son certeros, asertivos: Tú y yo lo conocíamos, un ser hambriento por saberlo todo, alegre devorador de los frutos del mundo, bebedor de sus ríos discursivos, de sus narrativas que luchan contra la desecación de los big data y los enjambres digitales. Filosofía, matemáticas, biología, música, neurociencia, psicología, literatura, lingüística… La habilidad de Iván Viedma Echeverría para los idiomas impresionaba: no solo hablaba inglés, alemán y griego, así como sus escarceos con el italiano y el francés, ya estaba aprendiendo árabe, chino mandarín, japonés, coreano, hindi y ruso, y alguna hebra había tomado de los códices mayas, los quipus y la lengua del mapuche.
¿Y para qué? Su objetivo creo que consistía en adentrarse en todas las miradas a su disposición, aprender canciones, poemas, chistes. Su corazón de lingüista y filólogo no tenía comparación. Habiendo estudiado Filosofía en la Universidad de Chile, vivía esta disciplina como una vocación por el lenguaje. Con Pamela Castillo buscaban palabras griegas que fueran graciosas de pronunciar, como malaka (μαλάκα, muletilla equivalente a «huevón»), mia miga (μια μύγα, una mosca), apokato (αποκάτω, debajo), apelékito (απελέκητο, imprudente).
Cantábamos también, con Eduardo Castillo en la guitarra y de mi parte en la mandolina, la «Frangosyrianí» de Vamvakaris que aprendimos escuchando la versión de Yorgos Dalaras, y nuestro amigo con un cigarrillo en la mano evocaba en su voz algún amor primerizo que lo despertó hacia el horizonte pasional.
Y su letra, más o menos lo retrataba, o así se lo imaginaba:
Un estallido, una llama
tengo dentro de mi corazón
como si me hubieses embrujado,
dulce Frangosyrianí.
Μία φούντωση, μια φλόγα
έχω μέσα στην καρδιά
λες και μάγια μου ’χεις κάνει
Φραγκοσυριανή γλυκιά.
Y hacia el final de las veladas, melancólicos nos sentíamos como ese desamado impertinente que llega ebrio a los escalones que anteceden la puerta de entrada del hogar de la muchacha que nos ha cerrado su puerta en las narices:
De estos peldaños haré mi cama
tras haberme cerrado tu puerta,
me quedaré afuera ya que así te pones
y mi corazón se rasgará de frío.
A estos peldaños preguntaré esta noche
porque son mi compañía
si tengo que volver o no a insistir
ver tus ojos, mi dulce estampa.
Το σκαλοπάτι σου θα κάνω για κρεβάτι
αφού την πόρτα σου την άφησες κλειστή
θα μείνω έξω μια και το ‘βαλες γινάτι
κι από το κρύο η καρδιά μου θα σκιστεί.
Το σκαλοπάτι σου απόψε θα ρωτήσω
γιατί εκείνο μου κρατάει συντροφιά
αν πρέπει να ‘ρθω ή να μην ξαναπατήσω
να δω τα μάτια σου γλυκιά μου ζωγραφιά.
Lo que no puede enseñar el aula se absorbe de la polis y la physis, es decir, en el convivio, en los lazos y redes sociales que construimos y en la inmersión en la naturaleza. Y ese vigor, ese enamoramiento por la cultura y las artes, en nuestro compañero era una fiesta. El estudio, la investigación, pensar y conversar, todo ello, era el ágape interminable de todos los mundos posibles. Porque todo lo del mundo podía asombrarlo, y sus ojos relampagueaban de día y de noche. Nadie se hubiera imaginado que era un metalero aplicado en la guitarra eléctrica, porque hasta en la estridencia podía encontrar belleza; y a la vez, buscaba conectarse con todo el mundo y todas las cosas. ¿Intelectual? Digamos que sí, aunque lejos de ser un relamido pedante de la academia.
Se interesó también por el canto a lo poeta, veía las décimas con arrebato por su forma, su prosodia, más allá de los tecnicismos; y cuando escuchaba el guitarrón su mente se alumbraba de las más extrañas relaciones. Su sensibilidad nos alentaba a vivir con gratitud y jolgorio. Con Andrés Gallardo, profesor de filosofía y eximio cocinero y anfitrión, hacían que la junta no fuera menos que un banquete de Platón. Si alguien no maneja información sobre un tema, era lo que menos importaba, porque aparecían las preguntas precisas, y el discurso tomaba vida en los labios de uno y otro; nos permitíamos exponer para su vulneración nuestras convicciones, creencias y saberes. El aprendizaje jamás termina.
No idealizo. Para nada. Era el mejor de nosotros. A diferencia de muchos, tenía cerro y calle esta flor de la academia. Pronto se iría a Estados Unidos a cursar su posgrado. Temíamos que no volviera, y al mismo tiempo lo deseábamos, porque su fortaleza emergió de la digresión del pensamiento y la sensibilidad. El viaje a Gringolandia no llegó; se quedó para partir de este mundo; la pelusilla de un cardo o de un diente de león cayó en una vorágine demencial, un vórtice absurdo de sucesos…
Antes de su muerte, fue asaltado por cuatro o cinco tipos de madrugada en uno de los puentes del Mapocho. No quiso volver a casa en taxi porque quería escuchar la ciudad, verla. No era ingenuo, conocía las posibilidades del peligro, y, sin embargo, más fuerte se mostraba su ser abierto a los rostros de la vida. Se defendió, a uno o dos los arrojó puente abajo, el resto recibió su manojo de cardenales de los cinco arrodillados del puño; reducirlo les salió caro. Lo tiraron desde el puente y cayó en las riberas adoquinadas del río que esconde su agua en la tierra de tanto en tanto (porque eso significa Mapocho); con la adrenalina torrentosa se dio maña para ponerse de pie y escalar por un costado hasta la calle y lograr llegar a su casa.
El yeso, los moretones, la muleta, nada de ese atavío le quitó la sonrisa del rostro. El 24 de abril de 2007 no dejó que Patricia, su madre, fuera a comprar un medicamento a la farmacia junto al servicentro. A su ritmo, dejó su cuaderno de griego abierto donde realizaba los ejercicios que veríamos ese día en clase; llegó hasta la farmacia tras cruzar en el semáforo. De regreso, en hora peak, esperó la luz verde y apenas la vio avanzó, y no alcanzó a dar el segundo paso: un auto lo golpea y su cuerpo se eleva para caer en el mismo lugar, signo de que el chofer ni siquiera intentó frenar. El vehículo quedó más allá, detenido por un poste o árbol, no sé.
Mejor es tal vez que vuelva a ese valle,
a esa roca que me sirvió de hogar,
y empiece a grabar de nuevo,
de atrás para adelante grabar
el mundo al revés.
Pero no: la vida no tiene sentido.
No hay explicación. La vida no tiene sentido. Hay hechos y una conjunción de circunstancias que los posibilitan sobre las que nadie tiene control. Es el destino, lo que te tocó, la parte, la Moira. Los versos de Parra lo grafican, ni volteando el mundo patas p’arriba le hallamos sentido, aunque una roca sea el cimiento de nuestra existencia. E Iván concordaba, en especial cuando le mostré el fragmento de este poema de uno de los heterónimos de Fernando Pessoa, el maestro Alberto Caeiro:
He aquí lo que mis sentidos aprendieron solos:
Las cosas no tienen significación: tienen existencia.
Las cosas son el único sentido oculto de las cosas.
Cuando la hierba crezca encima de mi sepultura,
sea esa la señal para que me olviden del todo.
La naturaleza nunca se acuerda, y por eso es bella.
Y si tuvieran la necesidad enfermiza de «interpretar»
la hierba verde sobre mi sepultura,
digan que continúo para verdecer y ser natural.
Y vaya que es natural. Tan natural como saber que, ya que hemos nacido, a no dudar que moriremos, no más que una vez, como todo en la vida. Y hasta causa curiosidad ese desconocido último viaje que ni miedo nos da. Lo importante es la luz, ese puente entre dos oscuridades como nos enseñó Kazantzakis, esa constante cósmica que nos muestra qué es lo que hay, qué presencia y regalo son nuestros días.
Con Iván aprendimos que la palabra «holismo», aunque con una raíz griega (ὅλος, todo, totalidad), entró a nuestra época por medio del inglés como un neologismo, a través de la obra Holism and Evolution del sudafricano Jan Smuts, en 1926. Charlábamos de cuando en vez que nuestro mundo, cada vez más fragmentado por la especialización y los datos, requería, más que una mirada, un accionar holístico. Vale decir, no perder en ninguno de nuestros quehaceres la conexión con redes más antiguas, saber dónde estábamos parados; no desechar ni la ciencia ni la magia, ni la filosofía ni el mito, ni la historia ni la fantasía. Cada uno de nosotros era un nodo por donde pasaba la memoria humana, la naturaleza y lo insondable del cosmos.
De ahí su empuje a estudiar, su predisposición a aprender, su aversión a una academia que se lee a sí misma con los refritos de sus papers. Con cada cosa que tropezaba se dejaba sorprender, porque nadie las sabe todas, y lo que creemos saber es imposible que pueda ser definitivo. Así entendió y vivió su camino. Y puede que yo esté más viejo, pero me es inevitable contrastar la riqueza de esta persona con la miseria de algunos jóvenes, y otros no tanto, que he conocido; que han permitido por falta de coraje que el corazón se les pudra y que el cerebro se les vuelva excremento cánido: nada los maravilla, y cultivan la indiferencia y la indolencia como una virtud; muerden la mano que se les tiende o esconden su cobardía en las drogas que dan estatus social.
Sólo lo que amas de verdad permanece,
el resto es escoria.
Sólo lo que amas de verdad no te será arrebatado,
en ello radica tu verdadera herencia.
¿Y qué se ama cuando se ama?, cogiendo estas palabras de Gonzalo Rojas para enfrentarlas a las de Ezra Pound. La pregunta es amplia. Tiene que ver tal vez con la mirada, en que el sujeto humano se enfrenta a los rostros de la vida y decide, como Jorge Teillier, que
Las cosas quieren ser lo que yo quiero que sean,
o no son.
No porque no puedan convivir conmigo,
sino porque nunca saben lo que son.
Eso es. Se aprende porque las cosas no saben lo que son hasta que uno no las ve. Y esa pasión es la que nos ha quedado de nuestro amigo y compañero, con quien caminamos y compartimos el pan juntos. Esa energía y generosidad es lo que se quiere canalizar, pienso, en la Beca de Arte y Cultura Clásica «Iván Viedma Echeverría» para estudiantes de Pregrado, que impartirá el Centro de Estudios Griegos, Bizantinos y Neohelénicos «Fotios Malleros», su alma mater, su madre nutricia, para «todas y todos los estudiantes de pregrado de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile que deseen profundizar aspectos artísticos y culturales de la Grecia antigua», como reza la presentación, y que impartirá Valeria Riedemann Lorca, doctora en Arqueología Clásica por la University of Oxford y actualmente instructora del Departamento de Estudios Clásicos de la University of Washington y del Northwest College of Art & Design.
No se detiene la vida, por más injusta e incomprensible que nos parezca. Sin duda, no hay respuesta del porqué. Y así lo revisamos y comentamos más de una vez en Los Cisnes, al revisar este diálogo en que Zorba interpela a su patrón:
—¿Por qué mueren los jóvenes, por qué morimos todos?, dígame.
—No lo sé.
—¿Para qué le sirven entonces sus libros si no le hablan de eso, qué demonios le dicen?
—Me hablan sobre la angustia de los hombres, que no hallan respuesta a esas preguntas.
—¡Yo escupo sobre esa angustia!
Ese escupitajo es la respuesta al sin sentido. El dolor lo guardaremos para cobrarlo donde y con quien corresponda, si es que lo hubiere. Una vida como la de Iván Viedma Echeverría enriqueció nuestras vidas, somos testigos de ello. Su fotografía luce en el Centro de Estudios Griegos; don Miguel Castillo Didier y quienes trabajan ahí le rindieron ese homenaje. Y si Enrique Lihn, al hablar del pintor Carlos Faz, nos golpeó con Porque un joven ha muerto / pido que me demuestren, una vez más, el valor de la vida, ese poema termina así:
Obsérvense sus cuadros;
he aquí los espejos que retienen el aire del ausente, su imagen en imágenes,
lo que de él permanece despierto en su vigilia absoluta de objeto, en su fácil vigilia;
allí todo está en orden, en un orden secreto que no irrita,
en un orden que asombra: caprichoso y exacto, hostil y vivo, vivo, delicado,
luminoso como una sola estrella.
Quienes se vean beneficiados con esta beca, sepan que no es por un simple homenaje, sino por el espíritu cuyo fuego natural se ve avivado por la cultura y el arte griego de un joven que encarnó los horizontes y sueños de quienes antes cimentaron estos estudios en el mundo, en Chile y en la Casa de Bello, en específico, en el recinto dentro de los terrenos del antiguo Pedagógico. Y de ese modo, sentir y comprender uno de los fundamentos de nuestra cultura y civilización, amar esa memoria entretejida con la de hoy y mañana, y elevar la mirada para que cada cual encuentre su camino luminoso, como una sola estrella.
Gracias, Paty, por parirnos al mejor entre nosotros.