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Fuga de la Dignidad

Por Fidel Améstica.- «¡Bájate!… ¡Apúrate, conch…! Ya, ¡camina pa’ allá! ¡Corre!». Esas palabras y su entonación entumecieron su cuerpo a tal punto que le quemaban las vísceras. No entendió al principio, cuando la cuca se detuvo y el paco con el bozo humedecido por las gotas de sudor abrió la puerta y lo apuntó con el arma, una carabina con la bala pasada. Creyó que todos bajarían y tardó un par de largos segundos en comprender que solo él lo haría. Se aplomó y descendió del vehículo sin asomar signo de resistencia, ni siquiera de disconformidad, incluso con la innecesaria motivación extra del culatazo en las costillas. En ese trayecto pudo ver a la pasada el rostro del muchacho, no muy diferente del fenotipo de los que esperaba graduar de sexto de humanidades ese año, y que sin embargo nunca había visto antes de este trance. Vio de soslayo sus ojos excitados y poseídos al otro extremo del punto de mira, podía escuchar incluso cómo se le desgastaban a nivel infinitesimal los molares sostenidos por la mandíbula enristrada. Hilos de saliva se escurrían por sus comisuras, y un perro rabioso emergía bajo ese uniforme, una bestia caliente y humeante, casi lujuriosa manoseando el cañón, y con la hipófisis estimulada por el dedo en el gatillo. Así de hipersensitivo se encontraba producto del estrés luego de ser detenido por la merced de una lista que uno de sus colegas confeccionó. Y era evidente, cada movimiento lo arrastraba a la aplicación de la ley de fuga, por más que ralentizara su cinemática. ¿Qué hacer? No más que espacializar el tiempo ante la calentura por disparar de ese novato del terror.

«¡Qué estái haciendo, h…! ¡Cómo se te ocurre!… ¡Nadie te ha mandado a hacer esta tontera…! Y usted, súbase. ¡Rápido!…». Volvió con los demás sin siquiera alcanzar a sentir miedo, con las emociones en neutro. Las imágenes secuenciales que lo llevaron a ese instante se abrían con incipiente nitidez en su mente. Los agentes andaban tras la pista de alguien que imprimía panfletos, y al director de la escuela de Puente Alto se le exigió una lista. ¿A quién apuntar ahí? No entregar un listado también podía significar complicidad o rebeldía en flagrancia. Había que colaborar so pena de caer en sospecha. Lo más aséptico para la conciencia sería anotar los nombres de con quienes no tenía mayor vínculo afectivo o conocía menos, o aquellos con los que menos palabras cruzó. Y si buscaban a alguien que imprimía panfletos, a lo mejor el joven docente de Castellano que trabajó también como corrector de prueba en El Siglo algo tendría que ver…, a lo mejor.

Tiempo atrás había militado en el Partido Comunista, pero no duró más de una semana. Lo hizo para conseguir trabajo en El Siglo, y fue objeto de miradas desconfiadas y, finalmente, a otro lo dejaron de planta, y por supuesto que del partido. Luego se inscribió en la Democracia Cristiana, más por convicción y anhelo por un crecimiento social, aunque nunca le tomaron el parecer ni consideraban su opinión. Educar, ese sería su norte, sin necesidad de darle cuenta a ningún partido, para que los jóvenes despertaran y saliera lo mejor de ellos en la construcción de un sueño, cualquiera que fuese, más allá de todo signo político partidista. Pero su apresamiento decía algo muy distinto al horizonte de su corazón.

El sargento que le ordenó volver a la cuca, un hombre mayor que él, de unos cuarenta a cincuenta años, era del tipo de carabinero que un ciudadano cualquiera veía con amistad, a quien se le pedía orientación, ubicación de las calles, alguien con el que si uno era de buen trato, podía conseguir que le perdonara el parte por alguna falta de tránsito. Ver a un policía uniformado como aquel infundía seguridad en los barrios donde pululaban lanzas y cogoteros, o borrachos pendencieros y jugosos. Si te cruzabas con un carabinero así, el saludo era grato, rostros como esos a menudo se repetían en las calles y esquinas de los barrios. Pero el mocoso que lo apuntó era de otra laya, algo que se incubó durante mucho tiempo en este país en silencioso resentimiento, y ese tipo de carabinero por primera vez vio la oportunidad de ascender socialmente gracias a lo peor que le era permitido: intercambiar el respeto por el miedo que podría insuflar, avalado ya por La Moneda reventada y aún humeante de nuestro 11-S del 73.

Aún son tema candente todos los miles de millones de pesos que la alta oficialidad de Carabineros de Chile se embolsó con desparpajo y grosería, incluso repartidos en los estacionamientos subterráneos de La Moneda, en efectivo, muy simbólico. Si podía darse la lujuria asesina y criminal, con todo permiso, ¿cuántos pasos faltaban para el robo? No es sorpresa. Si se puede matar, golpear y torturar, el latrocinio no es más que un pelo de la cola, una raya en el agua, un surco en el aire. Cuando se trata de dinero se habla de corrupción, pero esta anida primero en las sombras del alma humana antes de incidir en la clase de persona que se desarrollará después.

Nuestro personaje sigue en la cuca. Volvamos a él. Su esposa y su hijo de meses quedaron solos. ¿Quién velará por ellos? ¿Cuáles serán los amigos que estarán pendientes y los irán a ver, si les falta comida, si les allanan la casa? ¿Quiénes tendrán el coraje de ir a darles consuelo y esperanza, dinero o lo que necesiten? Por mientras, el vehículo se detiene en una especie de zócalo o subsuelo, penumbroso y húmedo. Distribuyen a los detenidos, los interrogan. Quien le toma declaración escribe a máquina con dos dedos, otea el joven profesor una falta de ortografía y lo hace ver a quien lo ha interrogado a punta de garabatos. Logra aquilatar su violencia verbal y contenerla sin habérselo propuesto: «Ah, verdad que eres profesor… ¿Profesor de qué?… Ah, ya». Entra a una celda donde hay más personas. Lo acoge un grupo.

En ese lote hay un sacerdote, y como tal, oficia una misa. También un arquitecto, quien muestra una maqueta imaginaria con soluciones habitacionales donde los espacios públicos articulan la convivencia: juegos, plazas, centros vecinales, escenarios, comercio, escuelas, centros de salud, y en todas las casas entra la luz del amanecer para dar vida a los interiores. A su turno, el médico examina a sus compañeros y alivia con lo que puede, hasta con una palabra. Y al ver a un nuevo miembro, le preguntan: «Y tú, ¿a qué te dedicas?». Y responde: «Soy profesor de Castellano». Sus rostros se iluminan y uno de ellos le pide con entusiasmo: «Por favor, ¡háblanos de la poesía de Neruda!». Décadas después, de sus labios saldría esta confesión: «Es la mejor clase de Neruda que he hecho en mi vida».

De algún modo tenemos que defendernos de la prisión física, como se pueda, seguir siendo libres, porque todavía hay algo que los opresores y verdugos no pueden tocar. Pero no es fácil, la psique y el cuerpo son uno solo, y lo que se le haga a uno repercute inevitablemente en el otro. Entre los contertulios de esa fortuna, uno permanecía en silencio, un obrero. Quizás se sentía disminuido entre tantos distinguidos presidiarios si algo significa eso en tales circunstancias. Las horas pasan, el hedor a encierro y humedad se densifica con las bocanadas de las letrinas a congestión plena, ahítas de las miserias corporales. Sin duda, era una cárcel, puede que la Penitenciaría. Y si el cuerpo llama, ¿qué hacer? Mejor aguantar y que las heces de cada uno te pudran por dentro, una capitalización individual de las fecas y orines que nadie podrá arrebatarte. Pero todo tiene un límite.

«¡Yo no sé por qué estoy aquí, ni sé quiénes son ustedes ni lo que han hecho!… ¡Y tampoco me importa! ¡Lo único que sé es que en este lugar yo voy a cagar como cristiano!». Así irrumpió aquel obrero con su voz gruesa y mirada encendida hacia adentro. Se quitó la camisa y los pantalones, y se sumergió en el pantano de mierda de esas letrinas para destaparlas. Conocía su trabajo, sabía lo que era necesario hacer. Al resto de sus compañeros de prisión los comunicó un silencio esencial. Cuando el hombre terminó su labor lo ayudaron a salir, cada cual se sacó una prenda de ropa y uno de ellos se consiguió, sepa Dios cómo, un poco de agua que trajo en un viejo tarro de pintura. Lo limpiaron ritualmente, las telas humedecidas recorrían sus brazos, piernas, pecho, rostro… Emergía la imagen de una humanidad purificada, limpia. Lavar de las miserias a ese hombre de algún modo era también limpiarse ellos. Los siervos bañan al guerrero que ha vuelto de la batalla, lo curan de las heridas que el infierno de su destino le ha propinado, y vuelve a humanizarse la vida, ahí, donde la incertidumbre es la única certeza.

Pasaron más de dos décadas antes de que pudiera contar esta historia, con la vuelta a la democracia. La guardó no por temor ni trauma, sino hasta encontrar la instancia apropiada para darla a conocer, destinada a los oídos de quienes nacieran en libertad y pudiesen evitar el olvido de algo más importante que el horror y el miedo. Porque nuestro personaje sobrevivió luego de ser un detenido desaparecido por tres días y volver entero, suerte que la mayoría no tuvo, como algunos de sus colegas, entre ellos algunas mujeres con quienes se ensañaron con vejaciones innombrables. Guardó ese relato porque esa experiencia le devolvió algo que no muchos lograron recuperar; y al concluir la narración de esa parte de su vida, nos dijo: «Estoy con vida porque el mundo fue solidario con las personas que pensábamos diferente».

Difícil e impensable que así ocurriera, pero lo que vio fue que la solidaridad logró abrirse paso en un mundo que dejó de ser solidario. Ese es el milagro al borde del día. Años después de sus palabras, se encontró con la persona que lo puso en esa lista. Un anciano en el último tramo de la vida. Quiso no reconocerlo, pero se acercó a él y lo miró a la cara: «Por favor, sé que me reconoce. ¡Míreme! Sí, soy yo, y estoy vivo. Y le hablo para decirle que lo perdono, que nada de odio le reservo, precisamente porque estoy vivo. Porque de no haber sido así, no sé si mi esposa y mis hijos lo hubiesen perdonado». El anciano lloró, su cuerpo encorvado acentuaba físicamente ahora las carencias de su carácter. Más que cobarde, fue un pusilánime, no pensó en los demás, no buscó un camino distinto, dio vuelta la vista, no quiso saber lo que fue de sus colegas ni de sus familias. Otros que sobrevivieron jamás lo perdonaron, y no se los puede culpar por ello. No pasó mucho tiempo cuando el silencio definitivo le timbró la vida. En su funeral, había por lo menos uno de aquellos a quienes entregó a los sayones.

Al ver y oír en estos años las frases «Hasta que la dignidad se haga costumbre», «Plaza de la Dignidad», y la «dignidad» de allá para acá, para quien fuera uno de los que sacaron y lavaron al hombre que limpió con su desnudez las letrinas a fin de que todos pudieran «cagar como cristianos», esta palabra no puede entenderla si no va asociada a un mínimo sentido de la solidaridad. La dignidad apunta a un merecimiento no sujeto al atropello ni al abuso, se refiere en última instancia a los derechos humanos para protegerlos básicamente del poder del Estado. Esa dignidad vulnerada algunos la identifican con la incapacidad de una mejor vida económica, aunque hayan seguido todos los pasos que se les indicaran: estudiar, perfeccionarse, adquirir experiencia, lo que ha implicado endeudarse en el camino, hipotecar la vida para cumplir los requisitos, y aun así las puertas se mantienen cerradas. Están también los abusos laborales, no tener un contrato decente (vocablo que comparte con «dignidad» una misma raíz indoeuropea: dek-). Las discriminaciones de género a la hora de acceder a beneficios y desarrollo en el trabajo y lo personal. La infancia abandonada, la familia destejida en sus lazos. Más de alguien de seguro identifica esta dignidad negada en los bienes simbólicos de estatus: autos de gama más alta, vestuario de marca, celulares de última generación. En fin.

Ni leyes ni decretos, ni las constituciones, salvaguardan la dignidad. Sin actos solidarios, ¡qué vacías las declaraciones! Cada cual podrá creer que su derecho importa más que el de otro, que su subjetividad vale lo mismo que cualquier otra, mas de qué sirven nuestras vidas / si no enriquecen a otras vidas, como dicen los versos de José Hierro. La dignidad huye de esta cárcel de pobreza hacia los campos donde aún son posibles los gestos de apoyo, donde tu libertad a mí me hace libre. Y no alcanza con todo lo que se ha vivido, por mil demonios que no alcanza, cuando nuestro personaje ve a un muchacho golpeado por Fuerzas Especiales de Carabineros en una marcha estudiantil, y al reconocerlo, ahora sí que con dolor e impotencia, se dice a sí mismo: «Lo que no pudieron hacer conmigo, estos desgraciados pretenden lograrlo con mi nieto». Pero no podrán. De hecho, nunca han podido.