Por Roberto Santa Cruz.- En Chile, tenemos un Estado subsidiario. La constitución no lo dice en su texto expreso, pero el modelo de orden público económico que dejó la dictadura cívico-militar, así lo establece, exagerando el rol del mercado que privilegia el lucro en desmedro de la acción del Estado hacia el bien común.
Esto lo ratifica el momento actual de la pandemia. El gobierno ha decidido cerrar las fronteras y enfrentamos la incertidumbre por la cobertura de camas UCI. En medio de esta dramática realidad, la situación económica de la mayoría de las personas se torna cada vez más crítica. Gran parte de nuestra población debe trabajar día a día para proveer al sustento familiar. Según ha indicado el Banco Mundial, en Chile 2,3 millones de personas de clase media han caído en situación de vulnerabilidad.
Este desesperanzador escenario, exacerbado por un gobierno errático, tiene su raíz en el ordenamiento jurídico constitucional, el que le otorga un rol preponderante a los particulares (Isapres, establecimientos médicos privados, A.F.P.´s) reemplazando al Estado en la tarea que le corresponde. El nacimiento, vida y muerte de los chilenos está sometida a las leyes de la oferta y la demanda.
El déficit estructural y las contradicciones de nuestro sistema encuentran su configuración precisamente en nuestra Carta Magna. La actual Constitución ha instaurado un bloque normativo conocido como Orden Público Económico que ha servido a los efectos de instaurar la privatización de los aspectos más sensibles de la vida de las personas. Se ha marginado lo público en favor de la actividad particular que no atiende a la promoción del bien común, sino que está dominada por el afán de lucro que le es propia. Ahora se hace necesario revisar las normas constitucionales que permiten este modelo de mercado desregulado.
La Constitución Política de la República constituye el compendio de normas, principios y valores a los que adhiere la comunidad nacional con el propósito de permitir su convivencia y procurar su desarrollo social, político, económico y cultural. La Constitución tiene el mérito de hacer que la ciudadanía se estructure como una comunidad de Derecho, donde se norman las relaciones de los ciudadanos entre sí y de estos en relación a la autoridad, reconociendo, respecto de los primeros, derechos fundamentales, que serán efectivos a través de garantías constitucionales.
Desde esta perspectiva, la Constitución tiene un doble carácter: por un lado es la fuente que se expande a todo el sistema normativo, en términos tales que todas las instituciones y todos los preceptos jurídicos habrán de constituirse y dictarse en conformidad a la norma fundamental. Y por otro lado, se erige en el centro hacia el cual habrán de dirigirse todas las disposiciones jurídicas. Lo anterior, no es sino resultado de la supremacía que a la Constitución le es connatural y el efecto de irradiación que debe permear las normas de inferior jerarquía y el actuar de los gobernantes y autoridades públicas.
Se hace necesario procurar la efectiva concreción de los derechos sociales; la vivienda digna, la seguridad social, salud, educación, internet pública y universal entre otros, en nuestra Carta Fundamental, teniendo su correspondiente correlato en una legislación y en una política pública pertinente, que garantice efectivamente derechos fundamentales como lo son, por ejemplo, el derecho a la educación o a la salud.
La hegemonía de la subsidiariedad debe ser sustituida por la primacía de la solidaridad. En función de esta categoría, se podrá conciliar el interés privado y público en favor del bien común. Por esta vía, el Estado no se sustrae a su obligación para con los más vulnerables, pero deja espacio a la iniciativa privada, asegurando la dignidad de las personas amparado en el actuar de un Estado eficiente que esté en condiciones de financiar las garantías sociales reclamadas.
Esta es una de las transformaciones más importantes que debe realizar la Convención Constituyente. Consagrar y garantizar los derechos sociales, unido a un modelo productivo económico que permita al Estado ser un eficiente actor en la economía, tal como lo era en el modelo desarrollista que permitía la constitución chilena de 1925.
La nueva Constitución debe asistir al nacimiento de un Estado social y democrático de derechos, que dote al Estado de las herramientas para ser un agente económico que pueda participar como oferente y demandante de bienes y servicios, planificar y regular la economía y, en casos determinados por el catálogo de derechos sociales, participar activamente como empresario.
Roberto Santa Cruz es Abogado y Magíster en Derecho Público