“Me parece que la actitud verdaderamente católica es la de asumir que estamos frente a un texto negligentemente ambiguo que el mundo aplaude y que no conduce a la salvación de nadie”, afirma Santiago Acevedo, criticando el mensaje papal que permite la bendición de parejas homosexuales y llama a los obispos a oponerse.
Por Santiago Acevedo Ferrer.- Frente a la reciente Declaración Fiducia Supplicans del Dicasterio para la Doctrina de la Fe sobre el sentido pastoral de las bendiciones, que permite bendecir parejas en situaciones irregulares y del mismo sexo, he decidido, sin mandato de nadie, dirigir esta carta abierta a todos los obispos de Chile y cada uno en particular. Antes de pasar a la petición concreta, conviene resolver tres cuestiones: (1) con qué autoridad el suscrito se dirige a los obispos; (2) por qué a los obispos y (3) por qué en carta abierta.
(1) No tengo autoridad ni pergaminos, ni títulos que exhibir. Soy un laico, chileno, abogado de profesión y padre de familia. Soy un devoto de María a quien le canto y ante quien me confieso pecador 50 veces al día. Con la misma libertad con que hoy me dirijo a ustedes, solicité a los redactores del fracasado intento constitucional invocar en nuestra carta magna el nombre de Dios. La Iglesia Católica es una familia y sus miembros más pequeños tienen voz. Y eso me habilita, con el mayor de los respetos de que soy capaz y con el lenguaje más claro que mi pluma permita.
(2) Me dirijo a los obispos porque ustedes son una audiencia privilegiada. Cada uno está o estuvo a cargo de una iglesia local y cuentan con la preparación para entender rápidamente lo que está en juego y ustedes sabrán mejor que yo entenderse con sus fieles y explicar su proceder.
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(3) Lo hago de forma abierta porque de un tiempo a esta parte los católicos de Rito Romano hemos desdibujado la verdadera misión y posición de los obispos, que no son subgerentes de área o jefes de sucursal de la matriz empresarial llamada Vaticano.
No. Cada uno de ustedes, como obispos, es un sucesor de los Apóstoles y tiene jurisdicción directa sobre su grey, siendo Pedro el primum inter pares (el primero entre los iguales) y no el jefe o gerente general. Ustedes pueden y deben enseñar, santificar y gobernar. Ustedes lo saben, pero nosotros lo hemos olvidado o desdibujado. Nuestros hermanos católicos de los Ritos Orientales lo entienden y viven mejor que nosotros.
Mi petición concreta es que se opongan a que en sus diócesis se bendiga a parejas del mismo sexo y en situaciones irregulares. Y que lo digan públicamente. Estamos frente a una ofensa al Nombre de Dios y una injusticia hacia a esas mismas personas.
El texto que las permite es irreconciliable con los mandatos de Cristo y el magisterio consistente de la Iglesia por 2023 años. Admitirlo equivale a suponer que estuvimos en tinieblas por dos milenos o que Dios no es el mismo. Nada de lo anterior es admisible.
El texto es ambiguo. Pero está redactado por maestros de la comunicación. Luego, la lectura que al texto dio el mundo entero (la Iglesia al fin bendice a las parejas del mismo sexo) era previsible por sus redactores. Y por más que uno se esfuerce en intentar el ángulo perfecto para entenderlo en continuidad con la doctrina de Cristo, citando sus pasajes ortodoxos, la reacción de los enemigos de Cristo también logra encontrar las frases pertinentes en el mismo texto. La culpa no es de la prensa que lo leyó rápido. Porque también hubo quienes lo leyeron detenidamente y admitieron que “no todo sigue igual”. Todo lo contrario.
El texto es nocivo, pues nos hace creer (como si no conociéramos a Cristo) que hasta el lunes pasado la gracia de Dios estaba circunscrita a un grupo de perfectitos y ahora la ampliamos. Y que quienes se acercan a solicitar esa bendición no buscan una aprobación de su relación.
Dios siempre ha estado cerca de nosotros y pende de su Cruz ofreciéndonos su gracia. Lo digo de otro modo: no existe ser humano en esta tierra que no esté (en este mismo instante) en condiciones de recibir la gracia sacramental de Dios.
Todos, todos, todos, desde que Cristo fundó su Iglesia, podemos acceder a sus sacramentos: los no bautizados al Bautismo; los bautizados a la Confesión y, libres de pecado mortal, a la Eucaristía; los que alcanzan su madurez a la Confirmación y, según sus vocaciones, al Matrimonio o al Orden Sacerdotal. Y para el trance de la muerte, también tenemos un sacramento.
Estos siete canales permiten que la gracia santificante esté disponible para todos. Quien sugiera lo contrario, no ama a Cristo. Y esta gracia está abierta, insisto, a todos, incluidos por cierto nuestros hermanos que experimentan atracción hacia personas del mismo sexo.
La referida Declaración nos pide a los laicos distinguir si la bendición es litúrgica o extralitúrgica, como si fuéramos doctores en la materia. Es como ingresar a la Pachamama a los jardines del Vaticano o a la basílica de San Pedro, quedarnos silentes y reflexivos frente a la imagen y luego explicar en rueda de prensa que en verdad no se adoró a un dios falso sino que se empatizó con sensibilidades originarias. A ningún adulto en sus cabales le convence esa explicación. Y el escándalo se produce. Y las iglesias y los seminarios se siguen vaciando al ritmo que vamos desdibujando la verdad de Cristo.
La interpretación bienintencionada que intenta conectar este texto con la doctrina perenne lleva al resultado de que ninguna pareja del mismo sexo ni irregular debiera ser bendecida pues su apertura a la gracia los debe llevar al confesionario y a enmendar su camino. Pero no es concebible que la intención de estas nuevas bendiciones sea que nadie las reciba. Si seguimos intentando explicar lo inexplicable enloqueceremos. Basta leer las reacciones alegres de un asesor permanente del Vaticano en comunicaciones para advertir qué dice y qué quiso decir este lamentable texto.
Por todas estas razones y por muchas más que ustedes mismos podrán advertir, les pido que digan que no en sus diócesis, al tiempo que repitan que todo ser humano está llamado a la vida de Cristo según su ley. Y contamos con su ayuda, con su gracia. Siempre hemos contado con Cristo.
¿Qué ocurrirá si todos o algunos de ustedes (los obispos) reaccionan en este sentido?
Es previsible que si lo hacen se cumpla en ustedes la profecía de Cristo: “Entonces los arrestarán, los perseguirán y los matarán. En todo el mundo los odiarán por ser mis seguidores. Muchos se apartarán de mí, se traicionarán unos a otros y se odiarán. Aparecerán muchos falsos profetas y engañarán a mucha gente. Abundará el pecado por todas partes, y el amor de muchos se enfriará; pero el que se mantenga firme hasta el fin será salvo” (Mt 24:9-13).
No es descartable que los persigan, que los flagelen (en las redes sociales), que los visiten apostólicamente y los expulsen de sus propias diócesis. Quizá los llamarán rígidos, retrógrados, caras de vinagre, tradicionalistas radicales, inmisericordes, seres con problemas mentales pendientes, melancólicos y un montón de cosas más. Y cuando se jubilen, peligrará su pensión. Todo esto ha pasado y puede pasar, porque vivimos en tiempos de muy poca misericordia hacia católicos que aman la fe recibida y luchan por vivirla y difundirla.
La oferta no parece atractiva. Parece más bien suicida. Sin embargo, ustedes son hombres de fe y han entregado su vida a Dios. Su fidelidad será premiada en esta vida y en la eterna. Los aplaudirán los doce Apóstoles, San Atanasio también, que casi se quedó solo por defender la verdad. San Juan Bautista y Santo Tomás Moro los esperarán sonrientes con sus cabezas en sus manos. Y
nuestra Madre del Amor Hermoso se volcará hacia ustedes en bendiciones. Porque la Verdad de Cristo no es negociable. Porque Él murió en la Cruz para redimirnos del pecado, no para bendecirlo extralitúrgicamente. Porque la verdadera misericordia exige reconocer que hay miseria, no fomentarla. Porque, como dice el Salmo 18, su ley es perfecta, alegra el corazón, ilumina los ojos y es más dulce que la miel. Y al igual que la miel, no tiene fecha de expiración.
Mi carta es un llamado a la sinceridad sin cálculos, como nuestros mártires y confesores. Imaginemos que fuéramos hermanos de sangre y nuestro papá fuera ludópata o alcohólico. Frente a esta realidad caben tres actitudes: o negar la paternidad, o negar el vicio o asumirlo y gestionarlo. Jamás negaremos la paternidad. No somos ni seremos sedevacantistas. El padre es el padre, el Papa es el Papa. Pero tampoco negaremos el defecto, ni dejaremos de advertir el patente error.
Me parece que la actitud verdaderamente católica es la de asumir que estamos frente a un texto negligentemente ambiguo que el mundo aplaude y que no conduce a la salvación de nadie. Que siempre hemos contado con la asistencia de Dios en nuestra Santa Madre Iglesia y que no es admisible bendecir el pecado de ninguna pareja, irregular u homosexual, dentro o fuera de un templo, con o sin alba y estola, con o sin ceremonial en la mano.
Termino estas líneas pidiéndole sinceramente a cada sucesor de los Apóstoles una bendición para mí y mi familia. Clamo por su valentía, recordando que el mismo Jesús al que ustedes consagraron sus vidas les promete confesarlos delante del Padre Celestial, siempre que ustedes lo confiesen a Él delante de los hombres. No teman. Dios ha vencido al mundo y los ama.
Se los pido de rodillas, con el rosario en la mano, que seguiré rezando por el Santo Padre el Papa.