Fidel Améstica nos lleva por un viaje de reflexión en torno a nuestra propia humanidad al reflejarnos en un viaje al infierno y en el cuidado de los perros.
Por Fidel Améstica.- En un tiempo y un lugar, érase la confianza encarnada en el verbo. Y el verbo reverdeció los desiertos de la soledad humana. Era de ver cómo la palabra se hizo divisa a punta de historias en la bolsa imaginaria de valores. Tal paisaje enanchaba a costa de sí mismo sin ya saber dónde estaban sus fronteras ni cómo eran las leyes que lo regían. Tanto es así, que si uno echara al vuelo la paloma de Noé, faltaríale vida a esta para atisbar los contornos de la tierra sobre la montura de los vientos, así como entendimiento sensible sobre tan inusual campo magnético-semántico.
Así fue como el mundo se pobló sobre el suelo fértil que dejó una voz preñada de relatos. Y unos con otros se juntaron a contarse cuentos, y crearon ciudades hasta que se hicieron naciones. Y las naciones comerciaron con los vocablos enhebrados en ristras de mentiras de todo tipo: unas de luz maravillosa y otras, más burdas y vulgares que gallina mensajera. Y así fue posible la vida, y la consciencia de la vida, en lo que cada cual cuenta y cree a su propio riesgo.
En este imposible mundo, los seres humanos se organizaron bajo quienes tenían el don de la palabra y sabían contar el cuento. De clanes a tribus, pasaron a las monarquías y las democracias, la república y el Estado. Y la demografía creció en forma exponencial, y todos hablaban, hasta que llegó un punto en que los cuentos comenzaron a defecar información. Y ya no había espacio donde ponerla, no se hallaba vertedero mental que aguantara. Y un día llegó internet y su nube para absorber y condensar el habla, cual repositorio del olvido. Y Google, por supuesto, lo más cercano a Dios que tenemos en la tierra: omnisciente y omnipresente.
Toda la información a la vista y alcance. Toda la información. Muda. Cada vez eran menos los que podían a partir de ella concatenar un mínimo relato. Se habían perdido los referentes, las claves de la fertilidad del viejo suelo que pisan sus habitantes y donde caerán, inevitablemente, sus huesos y cenizas.
Ocurrió entonces que un viejo sacerdote, digámosle el Anciano, por designio de lo inesperado, vino a asumir como nuevo director de un colegio religioso o de credo militante. Y en circunstancias adversas, tras un largo período de vacío de poder, sin un cuento que cohesione, más bien con discursos de grupos que se enfrentan por la hegemonía a la usanza de los gatos dentro de un saco. Nadie esperaba al Anciano cuando este apareció para darse a conocer a la comunidad.
La frustración a muchos les quitó el habla. «¿Por qué este viejo?», se decían algunos; «si yo tendría que estar ahí, tengo las condiciones y el currículum». Otros, por su lado, pensaban: «Esto es un insulto ante quienes contamos, por mérito, con posgrados y excelencia acreditada». También, estaban quienes no se decían ni pensaban nada, esperanzados, calculistas o indiferentes. El Anciano sólo se presentó como la nueva autoridad, y que como tal venía a servir. Nada más.
Tras ceremonia tan breve y precisa, una pequeña caterva siguió al Anciano para celebrar sus palabras, aplaudirlo y palmotearle la espalda. «¡Qué bien, Su Excelencia!… ¡Cuente con nuestro apoyo!… ¡Soy de su misma línea!… Como se habrá dado cuenta, no todos están conformes con las decisiones que vienen de más arriba… ¡Pero es un honor contar con su persona!»… Y así por el estilo.
Aquel longevo de edad indeterminable, no mostró mayor reacción ante la efusión intempestiva de aquella comparsa improvisada. Y antes de entrar a la oficina desde donde ordenaría sus funciones, en medio del pasillo detuvo sus pasos y los hablantes lo rodearon en corro, reverentes. A la espera de lo que parecía un brote de oratoria. Y el Anciano, de rostro indulgente y apacible, refirió:
¡Qué puedo decirles! Solo hago mi trabajo. Y así lo entiendo desde que un amigo me llamó y tomó del brazo para que lo escuchara. Me dijo:
«Elige bien tus pecados, mira que nadie está libre. Y donde primero tendremos que pasar ha de ser la morada del coliflecha. Y según el pecado, será la moneda que te alcance para elegir un lugar ahí. Eso dicen. Y así lo confirma la historia de Aquiles Baeza Parada, quien llegó a las puertas del averno por dárselas de gracioso.
»Como no podía soportar que la atención de los contertulios no estuviera siempre fija en él, vino por detrás y le sacó un cole a un muchacho para desarmarle el moño de su cabello, como gesta y gracejo de su virtud calibre tipo macho alfa, y se escondió para consumar el inocente ridículo a costa del cuerpo ajeno. Percatóse el muchacho al rato de quién fue la autoría de tamaña donusura, y le propinó un puñetazo en el abdomen, donde el páncreas, tras devotos ayunos regados a puro destilado, producía, en vez de insulina, más toxinas que los comportamientos del que lo portaba. Y hasta ahí llegó Aquiles Baeza Parada.
»Despachado de ese modo, se presentó ante el cachudo, quien con caballerosidad y delicadeza le dio la bienvenida. “Aquí siempre hay espacio. Y tenemos varias alternativas para que eche a reposar los despojos que su propia vida le ha dejado”. Y a continuación, le ofrece un loft donde una pantera camina silente con hilos de saliva colgando de su hocico, una loba en celo y hambrienta muestra el brillo de sus ojos, y un león de circo pobre con el falo tumefacto se lame un quiste testicular. Al ver la desazón en el rostro del nuevo huésped, no ceja en su labia el vendedor infernal:
»―No se desanime. Al otro extremo tenemos la suite del bosque ―dijo el anfitrión. Y no era más que un lecho negro perfumado con el hedor de los suicidas que colgaban de infinidad de árboles secos. Después le mostró el desierto donde llueve fuego y el hielo de los traidores cuyas lágrimas cortan los ojos. No faltaron cuartos de toda clase, las camas de alambres de púas, los masajes anales con cacho de cabra caliente, el potro de la felicidad y la fiesta de los cuartos con repechaje.
»“¿Son todas las opciones?”, balbuceaba humilde el recién llegado. “¡Pero si le estoy ofreciendo lo mejor de lo mejor, mi caballero!”. Y de soslayo, el hombre otea un tubo y, al instante, lo ve como una posibilidad: “¿Y ese tubo a dónde lleva?”, profirió curioso y como desinteresado. “Si gusta, puede arrojarse por él…”. No lo pensó dos veces, y Aquiles Baeza Parada se tiró de cabeza y comenzó a caer y a caer, como Alicia en la País de las Maravillas, mientras escuchaba unas voces que no sabía distinguir si cantaban, predicaban o gozaban.
»Cayó durante una breve eternidad, hasta que dio en un lago rebosante de mierda, de cabeza. Y como pudo, trató de salir a flote en busca de oxígeno, desesperado, pataleando y con brazadas a lo Bartolo. Y por fin pudo respirar con algo de la cabeza ya fuera de tal espesura. Y entonces fue que escuchó con más claridad aquellas voces, entre quejumbrosas y suplicantes: “¡Por favooor, no hagan oliiitas… no hagan oliiitas!».
La audiencia en corro guardó silencio, mas no un silencio reflexivo, sino que recogido en pasmo. Y uno de ellos sacó algo de coraje, si es que puede llamarse así, y en un tono como pidiendo permiso para ser víctima, trata de inquirir: «Pero Su Excelencia, ¿por qué nos cuenta esa historia? Suena un tanto, cómo decirlo…». Y el Anciano no lo deja terminar la frase, cual gesto en pro de aliviar esa incomodidad subalterna y de sumisión cobarde, y echa al ruedo estas palabras, calmo y bonachón:
Sucede que todos los días por la mañana saco a pasear a Cerbero, mi perro, por la plaza del barrio. Y llevo agua para él y algo de alimento. Y por supuesto, bolsas de plástico para recoger sus deposiciones y arrojarlas donde corresponde. Pero al regresar a mi casa, siempre encuentro mi vereda minada de fecas cánidas, y tengo que ir por la escoba, la pala, y recogerlas, hasta que cada tanto lleno un saco con esa porquería a riesgo de que me dé una toxocariosis.
Hoy, empero, no saqué a pasear a Cerbero como de costumbre, pues debía presentarme en este colegio como el nuevo director. Así que, mientras me disponía a cerrar las ventanas, me asomo por la que da a la calle y veo a un tipo que se apoya en la reja y sostiene a su perro de la correa mientras este defeca impúdicamente a la salida de mi hogar, mi dulce y sagrado hogar. Abrí la ventana y dirigí, cristianamente, la voz hacia mi prójimo:
―Muy buenos días, señor. Al verlo, me asalta una duda, y ojalá pueda ayudarme a despejarla. Dígame, por favor, ¿con quién debo entenderme?, ¿con usted o con el perro?