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Charles Darwin: el científico que cambió nuestra manera de mirar la naturaleza

Por Alejandro Félix de Souza (desde Panamá).- Este mes de febrero se cumple un nuevo aniversario del nacimiento de Charles Darwin, el gran naturalista inglés que cambió para siempre nuestra forma de entender las ciencias de la vida, e influyó directa e indirectamente en generaciones de científicos que trabajan en la forma de entender, y luego responder, ante el Coronavirus y muchas otras enfermedades. Estas líneas nos permitirán igualmente descubrir lo que puede ser una de las grandes novelas paralelas a su trabajo científico más conocido: “El origen de las especies”, que quizás nunca hubiera sido publicado si no hubiera sido por un “campanazo” que le dio un colega científico.

El 26 de octubre de 1977, cuando cumplí diez años, el esposo de una de mis primas me regaló un pequeño libro con un título enigmático: “Teoría de la Evolución”, un libro que explicaba con larguísimas citas, el cuerpo de las ideas de Charles Darwin sobre las causas de la evolución de las especies. Yo ya tenía en la familia la reputación de ser un “traga-libros”, pero hoy, mirando con la perspectiva del tiempo, me pregunto qué habría llevado a mi primo (hoy no se lo puedo preguntar, pues falleció hace años), a comprarme un libro que leía con mucha menos rapidez (tenía que consultar bastante al diccionario) que otros libros en mi pequeña biblioteca.

Sin embargo, debo reconocer que el libro me cautivó, y quizás, junto con El Hombre que Calculaba, de Malba Tahan, que despertó mi amor temprano por las matemáticas, este libro fue el que me despertó un fascinante interés por las ciencias naturales, el que se reafirmó cuando a los quince años descubrí el increíble mundo de la genética, con los experimentos de Mendel, y los modelos de ADN de Watson y Crick.

Recuerdo hasta el día de hoy, cuando tenía diecisiete años, cuando mi profesora de filosofía, Lilián D´Elía (una mujer inteligentísima a la que admiré mucho), nos espetó una frase que me quedó marcada en la memoria: “Hay tres autores que provocaron una profunda sacudida o conmoción en nuestro entendimiento del mundo: Copérnico (que nos dijo que la Tierra giraba alrededor del Sol, y no al revés); Darwin (que nos dijo que el hombre no era una “especie creada”, sino que era un “mono evolucionado”); y Freud (que nos dijo que éramos mucho menos inteligentes y racionales de lo que pensábamos, sino que el subconsciente ejercía una fuerte influencia sobre nuestras conductas)”. Bueno, estas palabras no son textuales, son mi recreación de lo que nos dijo nuestra profesora.

Cuando cumplí cincuenta años, comencé una búsqueda incesante de encontrar alguna edición publicada en vida de Charles Darwin (porque lo bueno que tienen estas ediciones es que uno sabe que el autor revisó su texto y no ha permitido, hasta donde es posible, que el editor o la casa editorial desvirtúe su intención original).

Como “el que busca, encuentra”, me crucé, quizás sin esperarlo, con la quinta edición, casi que la versión definitiva que conocemos hasta el día de hoy, con un elemento interesantísimo: este libro estaba en la colección del multi-millonario estadounidense Steve Fossett, conocido por haber roto decenas de récords mundiales de navegación aérea, marítima y submarina. Lo que me hace pensar que ¡tengo que establecer disposiciones testamentarias claras respecto a dónde quiero que terminen mis libros!

Como muchos de mis autores favoritos, y muchos protagonistas de algunas de las grandes obras de la Humanidad (lo que lo hermana con tipos y personajes como el Ulises de Homero, Pablo de Tarso, Marco Polo, El Quijote, y tantos otros), esta obra magna del pensamiento humano comienza con un viaje. Sin saberlo, al embarcarse en el Beagle en un viaje alrededor del mundo que comenzó en 1831 y finalizó en 1836, Charles Darwin iba a experimentar “el viaje de su vida”: el que le permitió presentar una teoría que iba a conmover el estudio de las ciencias de la vida, tal como las conocemos hoy.

Fue en ese viaje que transcurrió entre sus veintidós y veintisiete años, que Darwin comenzó a advertir el cambio gradual de la fauna con los cambios de latitud (lejanía y cercanía con la línea del Ecuador o el Polo Sur), entre otros cambios interesantes entre especies nuevas y ancestrales. En fin, tanto Darwin como Einstein, son dos de muchos ejemplos que nos demuestran contundentemente que en la cabeza de todo gran científico hay mucha imaginación, mucha creatividad para relacionar, extrapolar y conectar datos dispersos hasta configurar un gran cuerpo teórico.

Como lo dice unos de sus biógrafos, Julian Huxley, “el salto conceptual más grande de su vida es el que supone, primero, aceptar que las especies cambian con el tiempo y que proceden unas de otras, y encontrar una explicación de la causa de este cambio en su teoría de que el medio ambiente selecciona estadísticamente como reproductores a los individuos de cada especie más aptos para vivir en él”. Al encontrar este hilo conductor, Darwin quedó tan entusiasmado que escribió en su diario “¡por fin tengo una teoría desde dónde observar!”.

Uno de los aspectos más destacables de Darwin como persona y como científico, es que nunca consideró a su obra como “final”, o “acabada”, sino que siempre pensó que era una obra en construcción, algo que todo científico de verdad comprende: que vendrán otros más adelante que revisarán sus ideas, las controvertirán o las ampliarán, y en ese “juego de netos”, avanzará el conocimiento, y así, la Humanidad. Por eso realizó seis ediciones a su obra, en vida, todas ampliadas y corregidas. Y por eso mismo, tratando de mantenerse en un campo sereno y racional, se abstuvo de participar públicamente (y de hecho se retiró a continuar en sobriamente su trabajo científico) en la gran polémica que se desencadenó en el Reino Unido y en todo el mundo a raíz de su descubrimiento sobre el origen animal del hombre (y no que era un “reino aparte” del animal, vegetal y mineral).

Uno de los hechos más llamativos de la formulación y la publicación de “El Origen de las Especies”, es que la obra fue finalizada veintitrés años después del regreso de Darwin a Inglaterra en 1836. Y lo más interesante es que quizás hubiera demorado aún más tiempo. Lo fascinante de esto es que nos muestra que los científicos, antes de serlo, son también seres humanos. Se sabe que Darwin había contraído el mal de Chagas en Sudamérica, y que desde por lo menos 1837 hasta su fallecimiento en 1882, siempre tuvo problemas de salud. Se sabe que también tenía una enfermedad psiconeurótica, y que eso influyó en que se demorara muchos años en animarse a publicar lo que desde por lo menos unos quince años antes de su publicación en 1859, eran sus investigaciones sobre la evolución de las especies.

Al principio, escribió un ensayo de unas 230 páginas en 1844 con un impresionante volumen de datos, pero no se animó a publicarlo porque no encontraba una forma adecuada de explicar la divergencia evolutiva. No fue sino hasta 1856 que, animado por colegas Lyell y Hooker, que comenzó a transformar ese ensayo en una obra completa, cuyo título sería “La selección natural”.  Pensó que sería un libro de casi 2.500 páginas. En 1858 Darwin había terminado diez capítulos, cuando recibió una carta que lo desconcertó profundamente. Su colega Alfred Russell Wallace (otro monumental científico que viviría más de dos décadas después del fallecimiento de Darwin), le escribió desde las Islas Molucas, describiéndole una breve pero perfecta exposición de la propia teoría de Darwin sobre la evolución por selección natural, solicitándole su opinión y apoyo para publicar su teoría.

Esto puso a Darwin en un dilema. No era éticamente justo ponerle trabajas a Wallace, pero al mismo tiempo Darwin se lamentaba el haber retrasado por tantos años la publicación de sus hallazgos y su teoría, porque lo único que había hecho era haber perdido la oportunidad de haber sido el pionero en exponerla. Consultó a Lyell y Hooker, y aceptó la solución que le propusieron, que era publicar conjuntamente la obra junto con la de Wallace. Fue un histórico 1 de julio de 1858 que se presentaron simultáneamente el trabajo de Wallace y de Darwin ante la Sociedad Linneana de Londres, y ambos trabajos fueron publicados luego en la revista de la Sociedad.

Ahora sí que Darwin se apresuró a trabajar un libro, basado en lo que venía trabajando en el gran escrito sobre la selección natural. Como el libro estaba siendo tan voluminoso como lo que llevaba escrito en “La Selección Natural”, decidió redactar un volumen “a medio camino”, con un tamaño más breve, sobre sus ideas y resultados: El Origen de las Especies, que finalizó en un plazo récord de trece meses (a pesar de que no podía estar sin dolores más de veinte minutos seguidos), y vio la luz en 1859. En los veinte años siguientes, utilizando los miles de páginas que había escrito como base y que nunca habían sido publicados, Darwin escribió más de diez libros y varias re-ediciones de El Origen de las Especies, los que ayudaron a que el hombre se entienda más a sí mismo, y a su relación con el planeta.

Y fue Darwin el que motivó a grandes científicos que le sucedieron a establecer disciplinas científicas tan importantes como la genética y la bioquímica, tan necesarias hoy para para la detección, tratamiento y cura de las enfermedades (entre ellas, el Coronavirus).

Les comparto algunas fotos que nos muestran a Darwin de joven y de anciano, a su casa de campo Down House, donde trabajó toda su obra y que se conserva intacta como en su vida, y algunas curiosidades como una dedicatoria que Karl Marx, un gran admirador de Darwin, le hizo a su obra cumbre “El Capital”, en 1872. Darwin le solicitó a Marx que por favor no publicara ninguna dedicatoria en la versión impresa: ya suficientes problemas tenía con las reacciones a sus propias publicaciones, para “comprarse” líos ajenos. ¡La tenía clara!