Por Edgardo Viereck.- Es muy importante que se diga, como se ha dicho en los últimos días incluso en este mismo medio digital, que la consagración constitucional de los derechos culturales no es una invención ni un capricho de la Convención Constituyente. Por el contrario, se trata de un compromiso adoptado por el Estado de Chile en diversos tratados internacionales durante las últimas décadas, varios de cuyos compromisos aún no se traducen en leyes de efectiva vigencia interna en nuestro país. Por eso mismo fuimos muchos quienes creímos que estos derechos -que son parte del catálogo de derechos humanos fundamentales a nivel mundial- iban a encontrar su merecido reconocimiento en el texto de la nueva Carta Magna.
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Pues no fue así. Por el contrario, la traducción que se hizo de los términos contenidos en estos acuerdos internacionales al borrador que será plebiscitado en septiembre, lamentablemente tergiversa dichos compromisos en su sentido y alcance poniéndolos al servicio de otra cosa. No se trata de una simple cuestión de redacción que se resolvería mediante un “copiar y pegar”. El asunto es un poco más complejo y merece ser explicado.
Partamos diciendo que, cuando hablamos de derechos culturales, nos referimos a conceptos, figuras e instituciones jurídicas de larga data que el Derecho Internacional ha consagrado con validez planetaria y que, en el ámbito de la creación artística e intelectual, así como de la investigación científica y la invención tecnológica, son hoy en día la base del desarrollo en todos los campos del saber humano.
En términos sencillos, y sin temor a exagerar, podemos decir que lo que se conoce como civilización actual es un resultado que ha sido posible gracias a este entramado de conceptos basados en la propiedad intelectual, la que a su vez se traduce en el derecho de autor, la propiedad industrial, el diseño gráfico y digital, la propiedad marcaria, las patentes de invención y otras firmas de reconocimiento jurídico equivalentes que, en su conjunto, amparan a los titulares de la creación, la invención y el desarrollo tecnológico, ante posibles abusos, plagios y lo que conocemos como el mundo de la piratería.
Aún más, podemos asegurar que de la protección de estos derechos depende que el acceso equitativo de la población a los bienes culturales sea algo posible de concretar, pues sin una adecuada protección a la creación no hay motivación para crear y sin creación pues simplemente no hay a qué acceder.
Asimismo, es esta protección la que hace factible consolidar la industria cultural, otro concepto que hoy es punta de lanza en el nuevo escenario de las llamadas nuevas economías, donde el uso del tiempo libre es clave para alcanzar estándares de bienestar social aceptables. En efecto, puede decirse que la cultura, entendida en términos amplios, orienta el uso virtuoso del ocio y el descanso de manera sustentable, es decir, no contaminante, inclusiva y observante de las mejores prácticas de integración y promoción de los valores de la diversidad sexual, religiosa e ideológica en un marco de libre discusión de las ideas y de las distintas concepciones del mundo y la vida.
Pues bien, para conseguir que en Chile se haga realidad todo esto, habría sido fundamental que la traducción de los compromisos internacionales de nuestro país en materia de derechos culturales hubiese alcanzado el mismo estándar de equilibrio que los convenios internacionales ya establecen al conjugar armónicamente cuatro importantes conceptos: acceso equitativo a la cultura y los beneficios de los bienes culturales; libertad de opinión e información; derecho a la educación con especial énfasis en el derecho de los padres y tutores para elegir la educación de sus hijos y pupilos; y el carácter inalienable de los derechos de propiedad intelectual de los autores respecto a sus obras artísticas, intelectuales, científicas o tecnológicas. Haber comprendido todos estos conceptos como una cadena virtuosa de derechos humanos habría permitido perfeccionar lo que la actual Constitución que nos rige establece de manera muy parcial y acotada, para convertir esa protección en algo de verdad integral, donde no solo se consagre (como ocurre ahora) el aspecto propietario de la creación sino también su función social.
En otros términos podemos decir que haberle dado a los derechos culturales (propiedad intelectual incluida) la categoría de derechos fundamentales -que por lo demás se merecen- habría dado plena certeza a los creadores de que podrían contar con una ciudadanía activa y empoderada como beneficiaria de la creación.
Por último, los derechos culturales habrían sido la mejor forma de regular el libre flujo de lo que se expresa y de cómo se manifiesta, así como de quién se hace responsable de esa manifestación y quién y de qué manera tiene derecho a beneficiarse de las manifestaciones culturales, sin que esto pusiera en riesgo la libertad de opinión o de pensamiento, pues habría quedado asentada la obligación de respeto mutuo en el contexto de las legítimas diferencias. En suma, haber consagrado los derechos culturales (incluyendo la propiedad intelectual) como derechos fundamentales habría conseguido que la cultura hubiese sido un pilar fundamental de nuestra democracia en el siglo veintiuno.
En cambio, lo que hoy se puede leer en los distintos artículos que reglan la propuesta de nuevo régimen para la creación y la cultura, es un sistema que, por un lado, reconoce la existencia de derechos culturales fundamentales como el acceso ciudadano a la cultura y sus beneficios, la libertad de expresión, el derecho al ocio y al tiempo libre o el derecho a la educación con reconocimiento del derecho de los padres y tutores a elegir cómo educar a sus hijos o pupilos, pero, por otro lado, se nos dice que los bienes culturales en los que se puede concretar el ejercicio de esos derechos, es decir las creaciones artísticas, literarias, científicas o tecnológicas, no forman parte de ese futuro catálogo de derechos fundamentales, sino que de otro capítulo, llamado de los sistemas de conocimiento, los que se encuentran sujetos a las limitaciones e imposiciones del ejercicio de la autoridad de turno en razón de necesidades colectivas o de bien común.
Es decir, se garantiza el derecho humano de la ciudadanía (o el pueblo) a beneficiarse del fruto de sus creadores e inventores, pero estos no tienen garantías reales y perpetuas de que su titularidad sobre sus creaciones e invenciones será reconocida como un derecho intocable. Por el contrario, esta titularidad quedará sujeta al régimen general de expropiación y a la posibilidad de ser monopolizada por el Estado en razón de intereses colectivos superiores. Este nuevo régimen permitirá que la autoridad pública adopte medidas más allá de la expropiación, como la nacionalización, la requisición o la intervención en la administración de los bienes culturales sin compensación para sus autores. Cabe señalar, eso sí, que la expropiación dará la opción de recibir compensaciones -aunque ya sabemos que la nueva forma de compensar también ha sido pauperizada-, pero todas las demás medidas de autoridad ni siquiera consideran esta posibilidad de compensación y, sin embargo, los bienes culturales y la creación en general, en tanto parte integrante de los sistemas de conocimiento, quedarán alojados en una categoría más cercana a la idea de un limbo jurídico que de una condición legalmente garantizada.
Cabe señalar, por lo demás, que nada de esto figura entre los compromisos internacionales vigentes para nuestro país y de hecho los contradicen en su letra y en su espíritu, lo cual lleva a pensar que la Convención no respetó dichos compromisos y con ello excedió sus facultades al sobrepasar uno de los límites que le impuso la normativa que la creó y dotó de poder constituyente. Por supuesto que, obviando lo anterior, se dirá que este nuevo régimen de la creación implica un replanteamiento completo y una modernización de conceptos como, por ejemplo, la propiedad intelectual (autoral e industrial) en beneficio de las grandes mayorías de la sociedad, aunque está claro que con esta decisión se abre la brecha a dos posibles consecuencias. Una es el aislamiento relativo de Chile en el concierto internacional de la creación, la investigación científica y la invención tecnológica donde los principios regulatorios son diametralmente distintos. Otra consecuencia, no menos grave, es que el mundo de la creación, la investigación e invención tendrá que reflexionar en torno a las reales motivaciones para seguir creando, investigando o inventando en un régimen de potencial incertidumbre o franca desprotección para sus creadores e inventores. Se dirá que para eso el Estado diseñará políticas de fomento y financiamiento que garanticen el ejercicio de la libertad para crear e inventar. Pero lo cierto es que las experiencias históricas que se han aventurado en esos derroteros muestran exactamente lo contrario y, por lo demás, esta voluntad de fomento subsidiado ya no se manifestó en la primera cuenta pública presidencial -donde se habló en forma general del fomento a la ciencia pero por ahora nada claro en relación al arte y la cultura- y, aunque llegara a verificarse esta voluntad, habrá que ver cuál sería el costo. Porque toda centralización en manos del Estado tiene costos. Se dirá que esos costos siempre serán menores en relación al enorme beneficio que trae el poder disponer de los bienes culturales, industriales y científicos con criterios colectivos, pero pareciera que no se ha considerado que las concepciones de lo colectivo quedarán, en virtud de este nuevo régimen, entregadas al criterio del gobierno de turno, sea cual sea su orientación ideológica, incluso si este se mostrara enemigo o indolente ante el fenómeno de la creación y el desarrollo de la cultura y utilizara todos estos mecanismos constituidos para manipularla e incluso destruirla.
Ahora bien. ¿Fue todo esto debidamente pensado al momento de aprobarse lo que se aprobó? ¿O es que se pensó detenidamente y se descartó? ¿O se partió de la base de que a partir de ahora contaremos solo con gobiernos de personas buenas y probas con intenciones inmaculadas respecto al país, su cultura y sus creadores?
No lo sabemos y posiblemente nunca lo sepamos. Lo que sí sabemos es que esto es lo que ocurre cuando una discusión tan importante como una nueva Constitución queda sujeta a la imposición de concepciones y no a la discusión racional y argumentaba de conceptos. El gran aporte de la modernidad, sobre todo la modernidad ilustrada, ha sido justamente el proveer de conceptos que permiten encontrar consensos más allá de concepciones ideológicas. Conceptos que sirven para contener la tentación de extremismos propios de concepciones políticas, religiosas o culturales fundamentalistas, maximalistas o refundacionales.
Sin embargo, pareciera que son esas concepciones las que, al menos en materia cultural, llevaron la discusión constitucional a este resultado en el que parecieran haberse traducido los compromisos internacionales asumidos históricamente por Chile cuándo, en verdad, lo que se hizo fue encapsular a nuestro país con consecuencias que hoy no se ven venir y posiblemente en el mediano plazo tampoco se vean. Pero llegarán. Porque no hay plazo que no se cumpla ni deuda que no se pague y, en materia cultural, la propuesta de nueva Constitución deja a Chile y su nuevo régimen muy, pero muy encalillado.