Sr. Director
El domingo 11 de abril, Sebastián Piñera promulgó la Ley de Migraciones en la ciudad de Iquique, donde aún hay personas venezolanas varadas enfrentando la existencia. Es en la región de Tarapacá donde murieron seis personas en los últimos tres meses y donde se realizó una expulsión colectiva administrativa que vulneró el debido proceso de las personas migrantes en el momento más crítico de la pandemia. La intención del presidente de “poner orden en nuestra casa” surgió una vez más con toda su violencia, pues supone que quienes llegan vendrían a “desordenar” el país, logrando así producir un sentido común negativo contra quienes han llegado a Chile buscando trabajo y dignidad.
Es así como el Gobierno de Chile corona tres años de instrumentalización de la política migratoria y de discriminación de carácter racista contra las personas migrantes frente a la ciudadanía nacional, consolidando un relato donde iguala narcotráfico y delincuencia internacional con migración indocumentada, y vuelve a subrayar la condición de “ilegalidad” para referirse a las personas. Esta puesta en escena nuevamente deja ver la insistencia por establecer una división entre el buen migrante y el mal migrante, lo que busca dirigir la mirada de todo el país hacia la supuesta amenaza que contendría la migración.
Este relato repetitivo del Gobierno, ahora con una ley en la mano, ya no puede ser contrarrestado con la información, pues parece que la verdad ya no importa. Pero tampoco importan los datos de contribución neta que genera la migración para la economía nacional ni que menos de 1% de las personas migrantes cometan delitos, ni la contundente evidencia científica que muestra que el ingreso clandestino es consecuencia, en gran medida, de las decisiones tomadas por el propio Gobierno en la gestión de la frontera.
Lo que está en juego aquí es la violencia reiterada, que al mismo tiempo que busca la adhesión de una sociedad cuando el sufrimiento es generalizado, fabrica e impone una mirada sesgada para proteger intereses contradictorios con los valores universales de la justicia, la igualdad, la democracia y el respeto de los derechos humanos. Tampoco parece importar que esta nueva ley conduzca a segmentos importantes de la población migrante a callejones sin salida gracias a una burocracia infinita que les expone a un régimen de explotación laboral insalvable.
Lo que hoy importa es que la verdad ha dejado de respirar en un Chile en que se impone la mentira y el castigo desde la violencia que caracteriza a quien ha perdido poder y solo tiene en sus manos la fuerza y la disposición de ejercerla de manera brutal contra la población chilena y contra la población migrante.
Al promulgar la ley, el discurso estuvo cargado de exigencias y amenazas. Es la expresión concentrada de un racismo institucional que, al volverse mediático, construye la ficción que se supone como verdad y actúa como racismo cotidiano. Entonces se abre el telón para el espectáculo político: tono amenazador contra la migración irregular que es tratada como perversa; agradecimientos a las fuerzas militares y a las policías; indiferencia ante las autoridades locales, municipales y poblaciones de la zona que han intervenido en situaciones de acogida, generalmente sin apoyo; suposición de que hay malas intenciones o poca sinceridad en la migración. Así actúa el Gobierno frente a un “otro” que entiende como un “enemigo” que sigue siendo útil para explotar o para maltratar. Esto es racismo. Esto es violencia. Esto es no considerar que hombres, mujeres, niños y niñas de la migración tienen derechos humanos.
Cátedra de Racismos y Migraciones Contemporáneas
Vicerrectoría de Extensión y Comunicaciones
Universidad de Chile