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Convención constitucional, medio ambiente y relaciones de poder: ¿una esperanza?

Por José Orellana.- La problemática ambiental para el caso chileno tiene larga data, siendo el año 1994 uno de los hitos más significativos, a propósito de la promulgación de la ley Nº 19.300 de bases del medio ambiente, cuestión secundada por la promulgación del reglamento de ésta el año 1997, fijando las especificidades del sistema de evaluación ambiental. Con este acto político institucional, el Estado chileno se alineó con las definiciones que se lograron en 1987 en los acuerdos de la Comisión Brundtland, respecto de la noción de Desarrollo Sustentable, enmarcada en la cita global denominada Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo de Naciones Unidas, y lo que vino después en 1992 con la Cumbre para la Tierra, celebrada en Río de Janeiro entre el 3 al 14 de junio, cuando, en relevante cita, se proyectó un fortalecimiento de estas materias, donde el mundo periférico se alzó en el mayor perfilamiento argumentativo y político sobre la problemática ambiental y los desafíos para el logro del desarrollo económico.

Sin embargo, estas definiciones político-institucionales no fueron suficientes para impedir o disminuir de forma asertiva y sustantiva los distintos detrimentos ambientales que se sucedieron al amparo de un modelo de desarrollo centrado en el mercado y anclado en las definiciones de la constitución de 1980, esto es, neoliberalizante y neoextractivista como se le denomina al clásico eje de desarrollo de la región latinoamericana, cuando del uso de sus recursos naturales se refiere (minerales, energéticos, biodiversidad, pesqueros, silvoagropecuarios, otros), sin perjuicio de consignar la misma que debe garantizarse un ambiente libre de contaminación en el artículo Nº 19 numeral 8 y algo similar en el artículo Nº 24.

No fueron pocos los ejemplos que permitieron observar el detrimento ambiental a punta de proyectos de inversión tanto públicos como privados, siendo por supuesto los privados los más estridentes, sea por definición del modelo de desarrollo (privilegio a la iniciativa privada), o bien por solvencia económica, tanto nacionales o internacionales, haciendo uso y abuso del mecanismo de concesiones en diversos rubros (camineros, energético, sanitarios, otros) y del instrumental ambiental vigente (sistema de evaluación ambiental, SEIA). Así, ante una legislación inerte en materia ambiental, siendo ambiental, es que se explican una serie de movimientos sociales que devinieron en conflictividad socioambiental en diversas regiones y comunas, quedando supeditadas al siempre caprichoso quehacer del sistema político y actores involucrados en el mismo. Desde ahí se popularizaron conceptos que se transformaron en soportes de consigna política como son: territorios de sacrificio ambiental, inequidad territorial, injusticia ambiental, conflicto socioambiental, entre otros.

Con estas evidencias, no sólo recogidas desde la ‘escala-realidad nacional/regional/local’ en sus diversas manifestaciones, sino que además de las recomendaciones internacionales de organizaciones supranacionales e inclusive países provenientes desde los poderes globales (contradictoriamente, causantes de los desequilibrios ecológicos debido a sus procesos productivos a gran escala), se da un segundo salto significativo en materia político-institucional-ambiental cuando se crea el Ministerio del Medio Ambiente en el año 2010 vía ley Nº 20.417, en el primer gobierno de la Presidenta Michelle Bachelet, siendo acompañada tal situación de la consecuente creación de una subsecretaría, pero además de superintendencia, tribunales ambientales (ley Nº 20.600, año 2012), y otras expresiones institucionales. No caben dudas que esta acción permitió un mejor alineamiento a lo ya avanzado en el año 1987 y 1992 en la escala internacional cuando de la instalación de la idea del desarrollo sustentable se refiere, acompañada, además, de la de desarrollo humano. Lo anterior, sin perjuicio de estar en un ordenamiento de desarrollo económico neoliberalizante.
Pero este sustantivo avance institucional en materia ambiental, no implicó que disminuyeran los influjos populares-comunitarios respecto de la validación de la cuestión ambiental desde una perspectiva de conflicto socioambiental con NO sólo alcances local o regional, SINO que también nacional. El ciclo de protestas inauguradas el año 2011, también encontraron en la vulneración de los equilibrios ecológicos – medioambientales soportes de movilización social.

El proyecto hidroeléctrico de HidroAysén, el conflicto en la comuna de Freirina a propósito de la mayor planta faena dora de cerdos nacional e inclusive latinoamericana, el conflicto socioambiental de Pascua Lama en el norte chileno, comuna de Alto del Carmen en la frontera con Argentina, fueron sólo algunos ejemplos, los cuales resultaron ser importantes para crear una conciencia popular – comunitaria sobre estas materias, siendo recogidas diáfanamente en condición de valor y principio en los encuentros autoconvocados de escala local, provincial, regional y nacional organizados en el proceso constituyente detonado en el segundo gobierno de Michelle Bachelet. Cabe indicar que tal situación, también estuvo contenida en el proyecto de nueva constitución enviado en las postrimerías del mismo gobierno (Mensaje Nº 407-365).

Ahora, que se encuentra la convención constitucional en pleno despliegue, se esperaría que la sedimentación de voluntades populares–comunitarias, expresadas en las multitudinarias geografías locales, regionales y nacionales, encuentren en los integrantes de la Convención una “efectiva definición”, a propósito de los diversos planteamientos que se les han escuchado sobre este tema, más cuando, los desequilibrios ecológicos–medioambientales se relacionan con las dinámicas del cambio climático global.

La cuestión ambiental (aunque parezca obvio), y siguiendo al profesor Fernando Estenssoro, es de tipo inminentemente política en su esencia (entre otras), en el entendido que la misma se involucra en las relaciones de poder que explican un modelo de desarrollo económico capitalista que aunque con específicos abordajes tecnológicos, busca impedir/disminuir la contaminación sobre el medio ambiente (en el caso de Chile, el uso de la energía eólica y solar para la generación de electricidad), en lo sustancial, se está lejos de lograr, no sólo nacionalmente, sino que tampoco internacionalmente, en esta relación asimétrica de poder entre los centros de poder mundial (estados y empresas transnacionales) y las periferias, atemperar los efectos de la contaminación global, siendo urgente hacerlo.

El debate constitucional, ojalá evacúe una definición que problematice y profundice este aspecto, en orden a su cuidado, teniendo a la vista también la escala internacional en su debate (recomendaciones de expertos en cambio climático global, avanzar hacia los estándares del tratado de Escazú, suscribiéndolo, además, más otros) ajustándose a las expectativas de la singularidad chilena, en contexto latinoamericano.

José Orellana Yáñez es geógrafo y cientista político. Doctor en Estudios Americanos Instituto IDEA-USACH