Por Antonio Leal.- La pandemia mundial del coronavirus obliga a una profunda reflexión acerca de nosotros mismos, de nuestros valores, de nuestra existencia y de lo que será el mundo después que se logre controlar, con altos niveles de incertidumbre y angustia sobre la vulnerabilidad de los seres humanos que la experiencia que vivimos deja en cada uno de nosotros.
Paolo Giordano, el autor de “La Soledad de los Números Primos”, dice que tiene miedo de que la actual civilización sea solo un castillo de naipes y, más aún, miedo de empezar de cero, pero también de que el tiempo pase sin que cambie nada.
Se trata de la esencia, de que hemos sido, somos y adónde vamos y aun cuando entre los filósofos es costumbre pensar que el “Buho de Minerva” solo emprende vuelo después de un largo día, es decir, después de estar en el mundo y mirar en la lejanía, hoy es obligatorio acortar los tiempos y levantar el vuelo de la reflexión y del pensamiento para pensar en medio de la catástrofe como dice el filósofo colombiano Jaime Santamaría.
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Esto, porque siendo esta pandemia global una situación extrema, nos obliga a pensar no solo en un virus que nos corta el aliento, no nos deja respirar, en su contención, que es la sola penosa fase que vivimos aún sin vacuna y tratamiento, sino también en los valores, en la eticidad, sobre la cual se ha construido la frágil civilización humana. ¡Respiro, luego existo!, pero con “el atman“ -que en la filosofía hindú es el alma, la esencia, el verdadero yo del individuo-con valores que proyecten el futuro humano y del planeta.
La pandemia nos ha hecho tomar conciencia de la fragilidad de los seres humanos, de sus formas de vida y de sus estructuras institucionales y científicas. Nos ha mostrado que, como siempre ocurre, las catástrofes sacan lo peor y lo mejor de las personas. También del alto grado de escepticismo que hay en nuestras vidas, y la presencia profunda de aquella tendencia de no confiar en nada ni en nadie. Ha puesto de relieve la pobreza de una sociedad a la cual el coronavirus reduce a una condición puramente biológica y a la cual se le hace perder, para combatirlo, todas las otras dimensiones sociales, políticas y afectivas. Por cierto, aún en el consenso que prestemos a las medidas restrictivas y paralizantes que los gobiernos adoptan para contener la pandemia, no hay que perder de vista que las emergencias deben ser transitorias, que las sociedades que viven en estado de emergencia permanente dejan de ser sociedades libres y ya, de hecho, nuestras sociedades se caracterizan por vivir en el riesgo, en el temor, donde se sacrifican muchas libertades a la razón de la seguridad.
Pero también esta epidemia nos coloca frente a la necesidad de asumir que hay asuntos de toda la humanidad que desbordan las fronteras y de constituirnos como una comunidad mundial que responde ya no solo a los intereses individuales sino a los intereses de la especie.
Esta urgencia ha abierto ya un debate de los filósofos en el mundo que, por cierto, tiene el riesgo de equivocarse en el diagnóstico dado que el virus se extiende en el planeta más rápido que el propio tiempo de la reflexión lo cual, sin embargo, no debe llevar a una inhibición del pensamiento. Sin embargo, para la filosofía es urgente apresar conceptualmente al coronavirus, calibrar sus repercusiones, el mundo que nos deja en la intersubjetividad, en la democracia, en la economía.
Michel Foucault es un primer pensador que obligatoriamente debemos invitar a este debate. Las tendencias a llevarnos al “Estado carcelario”, a la “sociedad disciplinaria”, que son parte de la conceptualización foucaultniana definida por el filósofo francés ya en los años 60, al control total de nuestras vidas, para contener la pandemia y, a la vez, su noción de biopolítica le dan una centralidad enorme a todo su pensamiento que por sus anticipaciones alguna vez fue llamado el filósofo maldito.
A fin de cuentas, todas las pandemias en la historia de la humanidad han recrudecido los dispositivos y mecanismos de vigilancia y de aislamiento –tal vez la más cruel fue el combate a la lepra en Europa que confinó a isla lejanas como Molokai en Hawai y a la muerte a miles de seres humanos– y donde la autoridad es el intermediario omnipotente entre el individuo y su cuerpo o su propia muerte o vida biológica.
Recordemos que para Foucault existen dos modelos paradigmáticos en la política de poblaciones: el modelo disciplinar, que desarrolla grandes dispositivos de vigilancia para controlar las conductas de los sanos, con el objetivo de regular el comportamiento, los hábitos, la movilidad de los que podrían infectarse, y el modelo securativo, derivado del tratamiento de la viruela, que expulsa a los contagiados. Es el modelo disciplinar el que aplican todos los Estados para enfrentar la actual pandemia y, a juicio de Foucault, se corre el riesgo de que se transforme en un “procedimiento de adiestramiento progresivo y de control permanente” de cada individuo. Es un tema sobre el cual se debe reflexionar sobre todo hoy, en la era de la biopolítica y la movilidad tecnológica y cuando surgen expresiones del pasado que invocan, en pleno siglo XXI, el obscuro deseo de un Leviatán, sin contrato social alguno de por medio, que solucione todo con mano firme.
El filósofo italiano Giorgio Agamben escribió al inicio de la pandemia en su país una columna titulada “La invención de una pandemia” criticando las medidas de emergencia calificadas de “frenéticas e infundadas” que las autoridades italianas tomaban –hoy sabemos que Italia es uno de los puntos altos de los contagiados y de las las muertes por el coronavirus justamente, entre otros factores, porque se adoptaron tardíamente las medidas de contención de aislamiento social– y subrayando la tendencia allí y en el mundo a utilizar la pandemia para instalar estados de excepción y militarización de la vida como paradigmas normales de las sociedades y el perturbador estado de miedo y de pánico colectivo sobre las conciencias individuales.
Por cierto, las ideas de Agamben van a aspectos más profundos que la solo crítica y se extiende a preocupaciones sobre la ruptura de la sociabilidad como un factor determinante de la vida humana. Él se interroga sobre la existencia de una sociedad que no tiene más valores que el de la supervivencia, que se reduce solo a una condición puramente biológica y se pregunta qué ocurre con el prójimo, con las relaciones humanas, con las libertades capturadas por las cuarentenas y los toque de queda del miedo y la inseguridad. Concluye con que en esta verdadera guerra el enemigo no está fuera, está dentro de nosotros mismos y que no quiere un mundo que después no se reúna y solo se intercambien mensajes digitales, “que en la medida de lo posible las máquinas sustituyan todo contacto –todo contagio– entre los seres humanos”.
A Agamben le responde el filósofo francés Jean Luc Nancy en su columna “Excepción viral” diciendo que se debe tener cuidado de no dar en el blanco equivocado dado que toda una civilización está en cuestión. Hay, señala, una excepción viral, que a su vez es biológica, informática-científica, cultural, que es una pandemia aún sin cura y los gobiernos no son más que vergonzosos verdugos y “desquitarse con ellos parece más una maniobra de distracción que un reflexión política o filosófica”. Por tanto, Nancy responde llamando la atención sobre el rol creciente de la hiperconectividad tecnológica en el mundo contemporáneo y que es ella, más que los gobiernos o una maniobra conspirativa para arrebatarnos las libertades, la que impone un verdadero estado de excepción adquiriendo el carácter de una “técnica soberana”, aun cuando Nancy deposita en ella la esperanza y las soluciones del futuro.
Por su parte el filósofo italiano Roberto Esposito, cuyas obras son conocidas en América Latina, da luces sobre que el propio término “viral” apunta a una contaminación biopolítica que engloba lo político, social, médico, tecnológico, unidos por el mismo síndrome inmune, recuerdo que ya Derrida utilizó filosóficamente el concepto de inmunización en filosofía, que se entiende como una polaridad semánticamente opuesta al léxico de las comunidades. Lo que Esposito plantea es el despliegue constante de la biopolítica, dada la intervención de la biotecnología en dominios que alguna vez se consideraron exclusivamente naturales, como el nacimiento y la muerte, y donde todos los conflictos tienen su núcleo en la relación entre política y la vida biológica, incluso el origen del propio corona virus.
Enfatiza su discordancia con Agamben y plantea que es una exageración pensar que la excepcionalidad legal a la que recurren los gobiernos pueda colocar en riesgo la democracia y llama a separar los niveles y distinguir los procesos de larga duración y los eventos y exigencias recientes y recuerda que medicina y política están relacionadas por al menos tres siglos lo que ha llevado a una medicalización de la política, sin una carga ideológica evidente, y de una politización de la medicina que se ha ido gradualmente invistiendo de un control social que no le pertenece, lo cual obviamente lleva a una deformación, a un cambio, de la política en su sentido clásico ya que sus objetivos ya no comprenden individuos individuales, clases, sino segmentos de la población diferenciados según la salud, la edad, el género, el grupo étnico, la forma como nos relacionamos con la naturaleza. Espósito señala que lo que ocurre en Italia y en la mayor parte del mundo afectado por el coronavirus con la superposición de atribuciones dictadas por las autoridades dice relación más con un colapso del poder político que con un dramático control autoritario.
Por lo demás, y frente a las expresiones en redes sociales de personas que vivimos la cuarentena y que la asemejan a vivir una período carcelario, doy fe, como cualquier otro que haya padecido alguna vez en su vida la privación de libertad en una cárcel o en campo de concentración, que no hay comparación posible, salvo porque en ambos casos se comienza a anhelar cosas muy simples: caminar libremente por las calles, ver a sus seres queridos y abrazarlos, lo cual debiera llevarnos a pensar en la importancia de la sociabilidad, una vez que termine la pandemia, y a recuperar esa humanismo perdido dentro de nosotros en el fragor de una vida habituada ya a la competencia y al desenfreno por el consumismo y el individualismo.
Sin duda, una de las opiniones más fuertes y polémicas han sido vertidas por el filósofo eslovaco Slavoj Zizek –a quien hay que saber leer para comprender su furia lingüística y de pensamiento y ubicarlo siempre en la relatividad de los conceptos explosivos que utiliza como sinónimo de una provocación intelectual- en un artículo que tituló “Un claro elemento de histeria racista en el nuevo coronavirus” donde se pregunta, y es pertinente hacerlo, ¿dónde terminan los hechos y donde comienza la ideología? Y en un segundo texto aún más osado y que titula “El coronavirus es un golpe al capitalismo a lo Kill Bill que podría reinventar el comunismo”, plantea la crisis definitiva del capitalismo y el nacimiento de un enfoque comunista renovado como forma de salir de la encrucijada, con Estados nacionales más fuertes que operen en defensa de los más débiles. Esta reinvención del comunismo debe estar basado, dice Zizek, en la confianza en las personas, en la ciencia y en un rol del Estado mucho más activo. Denuncia que todo el espectro político y social esté impregnado de visiones apocalípticas, amenazas de catástrofes geológicas, miedo a los refugiados musulmanes e inundado por el pensamiento políticamente correcto.
Tal vez la reflexión más significativa, porque es filosófica e histórica y permite comprender la diferencia cultural entre oriente y occidente y la forma como se ha tratado la pandemia en ambos casos, es la del filósofo sudcoreano, radicado en Berlín, Byung–Chul Han, autor de “La Sociedad del cansancio” que parte contestando perentoriamente a Zizek diciendo que nada de lo que augura el filósofo eslovaco ocurrirá: ni la caída del capitalismo, ni el derrumbe del régimen chino, ni la llegada de un obscuro comunismo. En su ensayo “La Emergencia viral y el mundo del mañana” señala que tras la pandemia el capitalismo seguirá con más pujanza, que la revolución viral no llegará a producirse dado que ningún virus es capaz de hacer una revolución.
Sin embargo, Han es crítico con lo que llama el “capitalismo destructivo” y dice que somos nosotros, todos, los que tenemos que repensar y restringir este tipo de capitalismo. Esto porque la implicancia social del virus es negativa ya que aísla, no genera un sentimiento colectivo fuerte. La solidaridad que provoca el virus y las medidas restrictivas que los gobiernos adoptan es la de guardar distancias mutuas, no es una que permita soñar con una sociedad distinta, más justa. Por eso, dice Han, no podemos dejar la revolución en manos del virus.
Han plantea que en la batalla al virus Europa está fracasando y establece una explicativa comparación cultural e histórica relevante con el mundo asiático donde se logra contener al virus: la mayor facilidad de aplicar medidas que restringen las libertades en esos países respecto a las grandes democracias europeas, radica en la mentalidad autoritaria de las propias sociedades, de un cultura del autoritarismo que está en el ADN histórico de estos pueblos, más proclives, por tanto, a la disciplina, a la obediencia, a las medidas de guerra que se imponen allí como en todo el mundo. Es particularmente crítico con el modelo de control policial basado en la vigilancia digital extrema de cada persona que China utiliza para encarar la pandemia, lo cual le permite mostrar ante el mundo resultados exitosos, y exportar incluso estas formas de control que implican una vigilancia permanente, a través de la tecnología, de la población con las consecuencias políticas permanentes que ello implica en el control político y de movimientos de las personas y de sus relaciones sociales.
Para Han los cierres de frontera que practican hoy todos los Estados afectados por la pandemia son una expresión desesperada por recuperar soberanía, aunque sea transitoriamente, pero recalca que es una soberanía en vano.
Por su parte el filósofo italiano Franco Berardi dice que el biovirus que prolifera en el cuerpo estresado de la humanidad global implica que, por primera vez, una crisis no proviene de factores financieros o económicos sino del cuerpo humano y de su relación con especies animales salvajes. Berardi plantea un verdadero plan de salida de la crisis: redistribución de ingresos, reducir y reubicar tiempo del trabajo, igualdad social, abandono del paradigma del crecimiento a ultranza, inversión en energías sociales, investigación, salud y educación y enfatiza que de esta crisis o salimos solos, agresivos, competitivos o con un gran deseo de abrazar, de solidaridad social, de contacto, de igualdad y que ello será lo que marque el destino del mundo en el futuro. En una sintonía parecida la filósofo feminista norteamericana Judith Butler, que ha escrito “El género en disputa. El feminismo, la subversión de la identidad”, aguda crítica a las políticas de Trump, alerta sobre la discriminación ya que las desigualdades sociales y de género harán que el virus provoque discriminación ya que los poderes entrelazados del nacionalismo, el racismo y la xenofobia demuestran los límites del capitalismo global frente a pandemias y catástrofes aun cuando ellas afecten a todos transversalmente.
Un grupo de reflexiones de otros filósofos se ubican en el rol del pánico y miedo sobre la población mundial y los devastadores efectos sicológicos que perdurarán en el mente humana aún después de superada la catástrofe.
Para otros, como el impulsor del “Pensamiento Complejo” el filósofo francés Edgar Morin, la crisis del coronavirus muestra la total interdependencia compleja de la que somos parte, la intersolidaridad de la salud, lo económico, lo social y todo lo humano y planetario. Por ello, no se puede actuar desligadamente, cerrándose al mundo, “por el sonambulismo que separa lo que está conectado” y apela a la solidaridad humana, afirmando que la crisis actual solo agudiza y visibiliza una exclusión y opresión ya existente.
La visión interdisciplinar de Morin es indispensable si tenemos en cuenta que el coronavirus, como la gripe aviar y la porcina, se gestan en el nexo entre economía e epidemiología y que ellas son fruto de una transferencia zoonótica, es decir de un salto de los animales a los humanos. Esto significa que el mundo natural, incluidos sus sustratos microbiológicos, no puede entenderse sin referencias a la forma en que la sociedad actual organiza el proceso productivo y al confinamiento que en los lugares más pobres del mundo se condena a poblaciones que golpeadas por la hambruna se alimentan de lo que podríamos llamar animales salvajes.
Lo evidente hoy es que habrá que reconfigurar, sin admitir el pacto del miedo, muchos aspectos de nuestras vidas, establecer nuevas prioridades, distinguir de nuevo lo malo de lo bueno, porque no sabemos si el virus está en nosotros, por la forma cómo nacen los virus especialmente en zonas de grandes miserias humanas, de gran pobreza, o fuera de nosotros, si el virus en sí mismo es nosotros o algo extraño. Porque en este capitalismo de la abundancia y de la acumulación algo grave falló y ello nos impide volver a lo que somos, al menos desde el punto de vista ético, y hay que reflexionar ya que estas semanas de cuarentena nos muestran que lo que no sabemos no es estar con los otros, sino sin los otros.
Nada nos puede acostumbrar a las excepciones continuas a las que recurren los Estados cuando las alertas –los enemigos– y la amenaza se tornan permanentes. Bauman dice que la incertidumbre de la sociedad líquida y su vulnerabilidad lleva al aprovechamiento de un poder que necesita relegitimarse para lo cual lo más fácil es encontrar variedades de miedo más allá de los económicos.
Las grandes preguntas es si, cuando hayamos superado esta pandemia de consecuencias aún insospechadas, porque ha modificado nuestros modos de vida, ello ¿habrá cambiado también nuestra percepción subjetiva sobre la forma de organizar la sociedad? ¿Habremos cambiado sustancialmente cada uno de nosotros o la sociedad volverá a sus ritmos previos? Lo necesario será un nuevo contrato social que reorganice globalmente la relación entre producción y naturaleza, entre política y biotecnología y contemple que junto a Estados de derechos sólidos, respetuosos de las libertades y de una democracia en constante evolución, un Estado de Bienestar. El Presidente de Francia, Macron ha planteado en medio de la crisis que ella devela que la primera prioridad es construir un Estado de Bienestar del siglo XXI. Habrá que analizar, por ejemplo, si los excesivos gastos militares en el mundo de hoy sirven efectivamente o si una parte de ellos los concentramos en salud y en investigación científica orientada al resguardo del ser humano en todas sus dimensiones.
Habrá que colocar en primer plano lo que el ex Presidente Ricardo Lagos ha sostenido en su columna en La Tercera “¿Donde perdió la brújula este mundo?”: El enorme vacío de institucionalidad global. “El planeta navega hacia el futuro sin mapas de referencias ni entendimientos compartidos”. Mientras el coronavirus es un fenómeno global, encuentra un mundo desarticulado. La gobernanza global es también una de las tareas inmediatas al salir de esta pandemia que azota el planeta.
La reflexión, como la lucha, por un mundo mejor continúa. Camus decía en su memorable libro “La Peste”: “Hay una cosa que se desea siempre y se obtiene a veces: la ternura humana”. De eso se trata, para esto sirve la filosofía, que conceptualiza los fenómenos esenciales, los liga a la historia, y nos hace mirar en lejanía para crear nuevos horizontes y nuevas perspectivas.
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