
Por Miguel Mendoza Jorquera.- Chile ya no está “descubriendo” la corrupción: está asumiendo, a golpes y con atraso, lo que durante años prefirió negar bajo el barniz de una excepcionalidad imaginaria. Nos vendieron la idea de una “isla de probidad”: un país serio, ordenado, casi nórdico… pero con acento. Hoy esa postal se quema sola, expediente tras expediente, como si la realidad hubiera decidido cobrar con intereses la soberbia del relato.
Lo indecente no es que existan corruptos —eso sería ingenuidad biológica—. Lo obsceno es la metástasis: la forma en que aprendimos a convivir con la mugre, barriendo bajo la alfombra hasta que la alfombra dejó de tapar y empezó a levantar el piso. No fue un accidente: fue un estilo. No fue un desliz: fue cultura. Una cultura que funcionó demasiado tiempo porque era cómoda: permitía seguir con la vida normal mientras el Estado se iba convirtiendo en un botín parcelado.
Antes de que aparezca el coro de defensas corporativas, dejemos algo claro: no todos los servidores públicos son delincuentes. Hay miles de funcionarios en hospitales periféricos, consultorios que no dan abasto, escuelas rurales, tribunales atiborrados, servicios sin presupuesto y equipos agotados, que sostienen este país con turnos inhumanos y sueldos que apenas alcanzan el fin de mes. Esa gente es la reserva moral que todavía evita que la República se derrumbe por completo.
Y precisamente por respeto a ellos, la rabia no puede ser tibia. Porque mientras el funcionario honesto cuida el último peso del presupuesto, otros convirtieron el cargo en licencia de corso: para cobrar, blindar, extorsionar, traficar o mover influencias. El problema ya no es “corrupción” como palabra abstracta. El problema es el modelo: el Estado usado como herramienta de negocio privado. La democracia reducida a su forma más primitiva: el botín.
Casos emblemáticos
El costo social
La ciudadanía paga esta fiesta:
Chile padece una pulsión suicida: reducir el escándalo a un “problema comunicacional”. Cambiar rostros, no reglas. Anunciar “mano dura”, pero dejar intacta la maquinaria que permite el abuso.
La pregunta ya no es si nos fuimos al carajo: la evidencia es abrumadora. La pregunta política y moral es otra: ¿hasta cuándo vamos a seguir validando este saqueo con silencio, resignación y normalización?
Porque el país no resiste una alfombra más. O limpiamos a fondo —con reglas, controles, sanciones reales y transparencia radical— o aceptamos que la República ya no es república: es una hacienda de contactos, favores y privilegios, donde el ciudadano paga la cuenta y otros se reparten el botín.
Miguel Mendoza Jorquera, Tecnólogo Médico – MBA
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