Por Mariana Schkolnik.- Esa mañana, como muchas otras, observo a una mujer negra delgada y de muslos gruesos y duros, de hombros angulosos y fuertes, que carga un gran canasto sobre su cabeza. Su perfecta columna vertebral se adivina en una espalda negra y pulida. Camina cimbreante por las calles de Puerto Príncipe, los tobillos con pulseras, al estilo de las esclavas liberadas. Con amplia y blanca sonrisa saluda a todos los caminantes, cargadores, vendedores, cabritas, gallinas, y niños.
Despierto adolorida, mal dormir, sudores y fríos. Tal vez la fiebre, tal vez no. Me cuesta levantar la espalda del suelo y más todavía desentumir las piernas. Me doy cuenta de que entre yo y los demás ya no queda espacio en la carpa y que dormí apretujada y arrinconada. Es que llovió tanto que el agua mojó prácticamente todo y terminamos acurrucados en el mismo rincón. No importa, lo único que importa es que dejé el fardo de ropa bien seguro debajo de las latas en mi esquina, y la Dericé cuida. Eso basta para alegrarme el día.
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Por fin al aire libre logro estirarme bien a todo lo largo y ancho. Me rio de solo pensarlo: “ancho”. Tengo largo, pero de ancho nada. La última comedera que me mandé me significó una diarrea que no paró en una semana. Si, antes era regordeta, ahora soy puro hueso, debo dar susto. Si pudiera reírme fuerte, se escucharía, pero ya no me río fuerte, la gente se asusta, no es bueno reírse sola, también da susto. Hoy estamos mal, en algún sentido, si es que se puede decir mal, como si hubiera un día que estuviera bien. La cosa es que los plátanos negros que había ayer en este basural no están. Voy a tener que emprender camino a mi puesto sin mi plátano de hoy, tomo mi canasto y me pongo a caminar.
Dericé es lo mejor que me ha pasado en años, es demasiado inteligente. Y la conseguí más o menos en los mismos días del Goudou Goudou, en que se cayó mi casa y murió mi marido. Dericé andaba por ahí desbocada y aterrada. Me demoré varios días en capturarla, con ramitos de flores, agua en un pocillo, al final se me entregó, ahora es mía. Se come todo lo que pilla cerca, incluso pedazos de cartón y papel, pero por alguna razón no se come la ropa que dejo arrumada bajo las latas en las tardes.
Anoche, por lo que veo, ni siquiera las movió, y la lluvia solo las dejó limpias y brillantes. Es la única cabrita que no se come la ropa y, al contrario, como anda de acá para allá y de allá para acá, nadie sospecha que debajo de ese montón de latas medio oxidadas dejo mi tesorito.
¡Hoy me voy a ganar unos buenos gourdes! Antes de que empiece a amontonarse la gente en esta feria, saco la ropa, la estiro, como que casi la plancho, la ordeno bien ordenada y la pongo en mi canasto. No me quejo. Es un buen boulevard… ehh… el de nuestro libertador, ah…se me va el nombre ahora. Debe ser el sol en mi cabeza.
A las siete y media de la mañana ya la calle está llenísima de gente y autos, vuelvo a sentir ese dolor terrible en el estómago. Se me había olvidado de que no comí plátano ni nada desde ayer temprano. Miro todo lo lejos que puedo para ver si encuentro a mi comadre, ella siempre me da alguna cosita. Los niños no han llegado, salen de todos lados, son siempre los más rápidos, se tiran encima de las camionetas donde vienen las blancas y los blancos y les limpian los vidrios, o mejor dicho se los ensucian, je je… (Ya me dio la reidera de nuevo). Y son los primeros en conseguir plata, y ahí comemos ¡todos!
¡Yo creo que no solo tengo a la Dericé que es la mejor cabra, sino que también tengo la mejor esquina de todo Puerto Príncipe, porque por acá pasan todos los autos con extranjeros y así igual estamos bien porque no hay día que no me llegue algo para comer!
Ensimismada, me sorprendo cuando el chofer acelera, hubiera querido tener más tiempo de mirarla, de escudriñar su mente, sus ojos. Aceleramos una vez más hacia la oficina, y me pierdo en nuevos pensamientos mas productivos.
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