Por Mariana Schkolnik.- Antes de quedarme dormida o de enmohecer, debo recordar quién soy. Llueve brutalmente, caen rayos y truenos. Llueve, y mi cuerpo recibe el agua sin defensa. Esta lluvia no tiene compasión. La tierra se desliza, barrosa bajo mi cuerpo, y yo sigo sudando y temblando. Trato de ver, oler, tocar, asirme a algo, pero todo escurre, todo se mueve, animales y alimañas. Nada se estabiliza, todo fluye. ¿Estoy en un río? Mejor dejarse llevar como un musgo, una hiedra, entregarse. Sonrío en mi mente al recordar que en la oficina piensan que soy una gringa loca o fanática, porque me niego a andar en auto con chofer y uso una moto para ir a todos lados.
No siento las piernas, no imagino siquiera que pueda doblar las rodillas, me aplastan el agua, o quizás son troncos. Creo que veo, pero no, estoy con los ojos cerrados; la luz se filtra a través de mis párpados; la luz y el agua me atormentan. Imagino que grito, pero es el estremecimiento de los árboles, el quiebre de las ramas o los relámpagos. Sé que el mar está cerca. Pienso que lo vi o lo soñé; hay olor a sal. Ojalá hubiera arena, blanda y cálida, pero hay piedras, peñascos, lodo, ramas y agua, interminablemente agua. Sólo huelo humedad. La tierra se deshace bajo mi cuerpo, me hundo, voy a desaparecer.
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Si voy a ahogarme, quiero el mar, necesito el mar, me sentiría más a salvo entre olas, soy muy buena nadadora, pero esto me supera. Los veranos nadábamos con mis padres frente a nuestra casita de la playa en la costa oeste. Era un fuerte oleaje, pero nunca me sentí ahogada como ahora. Tampoco durante las vacaciones en México en que disfrutábamos las cenas y playas tropicales, esos memorables viajes que me sirvieron para ver ese otro lado de la realidad, la miseria, el hambre, los niños jugando en la tierra seca, las tristes chozas de esa gente.
Una inmensa tortuga me mira con compasión. No, no era una tortuga, puede haber sido un perro. Simplemente un perro, pero se fue. O era un negro de ojos grandes como todos los de acá, un niño negro de ojos grandes agazapado entre las matas. Los niños que en la ciudad me rodeaban en bandadas para pedir monedas o comida.
En este país aprendí lo que es el color de la piel y supe que yo era la distinta, la que todos miran, señalan y tal vez respetan, la blanca. Pero nunca me miraron a los ojos, nunca me sonrieron, aunque yo lo hiciera. Nunca se atrevieron a tocarme, quizás por miedo a ser reprendidos por alguien, por mí. Ni siquiera me dieron la mano, acostumbrados, como están, a que los blancos no les toquen las manos ni el pelo ni el cuerpo, por temor a contagiarse de algo.
Dejé de sentir mi cuerpo hace rato, pero un frío me recorre. Solo reconozco mis manos y los dedos. Lo demás parece sumergido en el lodo. Siento los dedos, pero no creo que los esté moviendo. Tal vez es un animal que se arrastra sobre ellos, caracol, rata, lombrices o gusanos de la muerte.
Los niños acá juegan: juegan a ser grandes, a tener que ganarse la vida, a conseguir dinero, comida y abrigo, y yo vine a protegerlos, a hacer escuelas, a entregar educación, a enseñarles a leer.
Hoy jugaron a hacer una zanja entre la ruta y la escuela, una zanja insalvable para motos pequeñas como la mía. Y yo salté por los aires, volé soñando que volaba, sintiendo el ruido del metal que golpeaba las piedras y se desintegraba… Supongo que ya pienso cosas sin sentido. No recuerdo mucho más, y no sentí el sonido de mi propio cuerpo cayendo sobre la vegetación, sólo el revoloteo de niños que tironeaban mi mochila, me arrancaban los zapatos, peleas triunfales jugando a tener un trofeo de una blanca. Y yo que sólo quería ser solidaria.
La lluvia se suaviza, ahora aún con los ojos cerrados podré dormir, mientras tallos y flores salen de mi cuerpo, y un árbol emerge desde mi vientre, soñaré que juego con los niños y que esta vez sí me miran a los ojos y me tocan y no reparan en mi color de piel.
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