Por Mariana Schkolnik.– “Haití no existe”. Así tituló su libro Christophe Warny. Hoy, aún hoy, después de casi otros veinte años de intervención de Naciones Unidas, sigue sin existir, entre tanta invasión, intervención, dictadura títere de otras potencias y rescates, nunca ha existido.
– ¡No hay reconstrucción, no hay sector público, ni privado que funcione, no hay Presidente de verdad, sino que este musiquillo ridículo!- argumentaba Isidoro, mi más letrado amigo, en una discusión de esas interminables entre latinoamericanos en The View, único restaurant peruano en Haití.
– Esta intervención humanitaria de Naciones Unidas no lleva a este país a ninguna parte-continuó, mientras mojaba sus bigotes blancos con la espuma del pisco sour.
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– Bueno, tampoco el Congo está mejor después de 20 años de misiones humanitarias- pensé yo, ya acalorada por el efecto de la bebida y un poco aburrida de ese tema y las discusiones interminables y totalmente inútiles sobre cómo arreglar este país, que se repetían entre latinos en este y otros restaurants.
– Sin Naciones Unidas, acá se habrían matado entre todos o habría otra dictadura – argumentaba Carlos, economista argentino y recientemente llegado al país, acomodando una vez más el cuello de su camisa por sobre la solapa de la elegante chaqueta de lino beige – Acuérdense lo que pasó durante la presidencia de Aristide, empezaron a asesinarse como bárbaros y sólo culminó en otro golpe de estado.
Me impresionaba este nuevo amigo, perfumado y perfectamente afeitado en ese mar de calores y sudores. Todavía conservaba una cierta elegancia que todos habíamos ido perdiendo con el paso del tiempo, no hacía falta mucho para convertirse en un humano pegajoso. Yo no lograba ni siquiera en la piscina del Karibe aplacar esa sensación de andar mojada todo el día y con la ropa pegada.
-Y la nueva intervención de los Estados Unidos -replicó Isidoro – donde los gringos meten la mano, meten la pata.
– Pero después vino el terremoto y el colapso total, teníamos que seguir acá – respondió Carlos. Luego se volvió pidiendo otra botella de vino al mozo, erguido a perpetuidad detrás de los comensales, atento a llenar las copas incluso antes de que las vaciáramos.
– Y trajimos el cólera, para rematarla, a un país sin infraestructura sanitaria, ni hospitales, ni médicos. ¿Cuántos muertos, van? Contéstame, Carlos. ¿Cuántos más, y todo gracias a un contingente de soldados infectados que llegó a asegurar la pacificación?
– Bueno -dijo Carlos – desafortunado, pero no se ha probado nada aún, a pesar de la acusación que pesa sobre los soldados nepaleses.
Conversaciones similares se repetían siempre luego de unos piscos sours. Sólo que aquella vez yo ya había empezado a sentir un especial y extraño apego por ese país. Una ola de dulzura me envolvía cuando veía a las mujeres erguidas bajando de los cerros con cestos llenos de verduras muy temprano en las mañanas, y las sonrisas de los niños con ojos anhelantes y ávidos de entender que hacíamos esos blancos ahí. Estaba empezando a admirar y a adorar a cuanto haitiano o haitiana me anduviera cerca, en la oficina o en los casinos, restaurantes y hoteles. Quedaba hipnotizada mirando un cierto orgullo en sus miradas, las espaldas erguidas, los cuerpos de gacelas, una supremacía mágica y secreta sobre nosotros invasores absurdos.
Además, ese día solo quería volver a mi departamento en Petion Ville a continuar leyendo la saga del “Inspector Dieuseul”, único policía no corrupto del país y sus extraordinarias aventuras en los libros de Gary Víctor, uno de los más prolíficos y brillantes escritores haitianos que había ido descubriendo, y al que conocí en la feria anual de libros.
Esa feria increíble “Livres en Follie” (algo así como, “locura por los libros”) se realizaba todos los años en el parque de la que alguna vez fue una inmensa plantación de caña de azúcar y unos de los últimos reductos esclavistas.
Asistí un domingo, totalmente incrédula, convencida por un Isidoro admirador de esa cultura y acompañados de nuestros choferes en rol guardaespaldas. Sólo había haitianos, pero cientos, niños, niñas y familias enteras. Ojeando ávidos los libros de los múltiples stands, tomando refrescos, leyendo en el pasto, y autores hombres y mujeres firmando y conversando con su numeroso público. No podía creerlo, prácticamente no había blancos ¿sabrían de esta feria los jerarcas de Naciones Unidas?
No, no lo sabían. Los jefazos angloparlantes no imaginaban que en uno los países con mayor analfabetismo del mundo hubiera escritores y menos aún tantos lectores. Descubría ante mí una clase media culta y educada, perseguida en los gobiernos de los Duvalier, pero resiliente y que vivía entre el exilio y el eterno retorno. Luego conocería cineastas premiados en Europa, actores, y poetas. Esa cultura convivía de manera perfectamente paralela y sin toparse con las tropas militares y civiles de Naciones Unidas, en un mundo propio, una nube de esperanza por sobre el mal y la desgracia nacional. De pronto, los garabatos de Isidoro me sacaron de la ensoñación.
– Cada vez que ayudan los huevones de los gringos, peor dejan a este país, regalan cargamentos de huevos y quiebran los productores nacionales; regalan arroz y aniquilan el cultivo de la zona central. Han acabado con toda la pequeña producción agropecuaria, sólo quedan las grandes plantaciones de mango en el Norte – vociferaba, ya indignado, mi quijotesco amigo.
Para entonces, ya había descubierto que Isidoro, mi amigo peruano era agrónomo, aunque sus temas preferidos eran la política, la poesía y la literatura. Se dedicaba a escribir tórridas novelas de amor y sexo en los países a los cuales era enviado como consultor. Novelas que nos hacía leer y comentar y que me causaban mucha gracia, ya que en realidad era un fiel marido a toda prueba y padre de cinco hijos y muchos nietos, solo que se negaba a dejarse estar en su casa, en su ciudad y en su país natal y gozaba con las aventuras o con el sueño de sus aventuras.
– Estarían más muertos de hambre – replicó Carlos -. Esa producción era muy pequeña.
– Pequeña, pero daba trabajo. Ahora la gente vive sólo de la ayuda internacional. ¡Qué daño se le hace realmente por este país, regalándoles todo! – señalé yo, ya molesta con la visión sesgada y paternalista de Carlos.
Había sido testigo de eso en las reuniones con funcionarios de gobierno tratados con displicencia mientras explicábamos todo lo que nosotros hacíamos. Censábamos, entregábamos carpas, transportábamos agua, importábamos comida, construíamos algunas viviendas básicas. Sin la más mínima confianza de que ellos pudieran hacer funcionar su propio país.
Y quién podía debatirlo, si habían vivido entre invasión e invasión y de mal gobierno a peor. Y ahora los miles de millones de dólares que llegaban de la cooperación internacional servían para mejorar las casas y los autos de los funcionarios que aprobaban y asentían a nuestros planes con una sonrisa muda.
Volví a la realidad. Isidoro, siempre atento, me había pedido un suspiro limeño y terminábamos una botella de vino blanco que acompañó los pescados dominicanos de nuestros platos.
La vista desde el restaurant era magnifica de ahí su nombre The View. Aun cuando las luces de la ciudad en la noche eran escasas por la inexistencia de alumbrado público y electricidad en la gran mayoría de los barrios de la capital, y del resto del país obviamente. Esa noche el cielo de un azul con tonos rojizos que me recordaba a mi país. The View, era el único restaurant desde el cual podía observarse casi todo Puerto Príncipe; desde el aeropuerto y Cité Soleil (antro de la miseria más endémica y antigua) al lado del mar, hasta los palacetes en lo alto de los pocos cerros que aún permanecían llenos de vegetación, pasando la vista por una ciudad informe y gris.
Pero no iban solo latinos: también europeos y norteamericanos que empezaban a amar el pisco sour y los ceviches del local. Sean Penn era unos de los asiduos, al que había encontrado en el ascensor ese mismo día, radiante con un grupo de gringos y gringas discípulos excitados, admiradores y seguidores de su trabajo ahí.
De tanto en tanto, las voces de la calle se escuchaban con claridad, pero lo que más fuerte retumbaba, era el paso de los camiones militares por las calles destrozadas al pie del edificio.
Mi mente ya estaba confusa de pisco, vino y realidad, recordaba las conversaciones o más bien disquisiciones de Yves Charles, mi chofer. Este gozaba contándome cuestiones más o menos siniestras de su vida personal, o detallándome su receta especial de gato para la cena de año nuevo, apenas yo le conté que tenía uno en Chile. Todo hablando un francés entrecortado y salpicado de creole, siempre parecía sentirse gozoso de compartir conmigo tanta realidad y de observar mi espanto.
Sus historias preferidas eran las de las desgracias de los haitianos que empezaban a surgir económicamente. Tenía infinidad de anécdotas de por qué nadie podía destacarse o enriquecerse y ser admirado, ya que probablemente sería asesinado, viviría bajo mucho resguardo o fuera del país. Me contaba de muertes atribuidas siempre al vudú, en los pueblos y aldeas; la historia del campesino que compró una camioneta y murió fulminado por un rayo, el alcalde que hizo una piscina en su casa y cómo sus hijas murieron una a una de una misteriosa enfermedad. El comerciante de pescados al que le iba cada vez mejor, instalando un puesto estable en la playa y pronto murió en una tormenta inexistente en el mar. En síntesis, un país donde tener éxito era sinónimo de ser esclavista, colonialista o explotador. Empecé a ver la pobreza como una posición de dignidad sufriente de exesclavos.
– La basura por todas partes es un gesto de repudio hacia nosotros, los blancos, los invasores, los esclavistas – le comenté ya en el jeep a Isidoro-. Solo a nosotros, extranjeros, nos produce asco y horror. Ellos están acostumbrados a vivir así no conocen otra cosa. Incluso más, es una forma de mostrar su desprecio por nosotros, los blancos y nuestra cultura.
Isidoro sólo me miró con cara de “estas loca” y siguió adormilado, mientras yo manejaba.
– Es su manera de agredirnos, nos odian, secretamente nos odian. La pobreza es su sello y su destino, su logro, esto es la independencia -. Seguí hablando sola, mientras nos acercábamos a la plaza de Petion Ville, donde vivíamos todos los consultores arrancados ya de los containers.
Isidoro que no se había puesto cinturón de seguridad, se daba de cabezazos contra la ventana, sin tener conciencia de ello.
Luego de la independencia, se había realizado una reforma agraria, tal vez también la primera del mundo. Los ex esclavos se habían repartido toda la tierra entre ellos en pequeñísimas porciones, con lo cual se había asegurado de que serían libres… libres y pobres por siempre y jamás.
Me estaba encariñando con ese país, no cabía duda. País herido, maltrecho, mil veces devastado por las fuerzas de la naturaleza y por el hombre. Esa vieja costumbre de ponerse de lado del más débil, tan de mi familia.
Mi admiración por esas mujeres crecía día a día, pero lo que más me intrigaba era cómo, en medio de todo el horror que yo veía, emergía la alegría de vivir. Pensé en mi pobre país donde la gente está siempre deprimida y en mis amigas quejándose de sus vidas.
Mientras acá la gente disfruta de un mango que cuelga del árbol, de lavarse en un grifo, de mirar las cabritas saltar en medio de la basura, mujeres riendo por nada, sin dientes y, probablemente, hambreadas. Me dormí pensando en mí y todos los malagradecidos del mundo, antes de quedarme dormida en este país inexistente.