Por Mariana Schkolnik.- El amor entre Vanko y Juana duró unas cuantas noches intermitentes y varias botellas de whisky y ron. El de Juana por Vanko, en cambio, duró como dos meses y agotó mi paciencia. Juana lloraba desconsolada en mi container y yo no encontraba palabras para acallarla. Por suerte, la llegada de un nuevo contingente de voluntarios la hizo olvidar a Vanko y adentrarse con ímpetu en el mundo francés.
Juana persistiría en el afán de enamorarse una y otra vez. Cesante en España, esta profesora de historia, que no alcanzaba a tener treinta años, postuló como voluntaria de Naciones Unidas, lo que la mantenía en una situación más precaria y, sobre todo, más enclaustrada que nosotros, en un país donde el transporte público era caótico o inexistente. Nosotros -funcionarios bien pagados- teníamos acceso al indispensable vehículo propio. Juana era recogida en Camp Charlie, junto con otros voluntarios, al alba, en un bus que luego los traía de vuelta a una hora fija de la tarde. Y, más tarde, si sus amigos no estábamos, no podía salir de noche.
Con aprensiones maternales por ella, traté siempre de protegerla, subsidiarla, además de llevarla siempre conmigo los sábados y días de supermercado. Pero, a pesar de nuestros consejos, siempre se mostraba demasiado ansiosa. Era larguirucha, demasiado flaca y narigona y no respondía al canon de belleza de moda entre el contingente masculino de Naciones Unidas. Ellos adoraban, por sobre todo, a las finas y siempre estupendas orientales tan de moda en esos tiempos, u otras cooperantes de bellas cabelleras rubias y largas piernas y, por supuesto, a las haitianas jóvenes, siempre revoloteando alrededor nuestro por atraer la atención.
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Descubrí, con el paso de los meses, que por las noches algunos funcionarios usaban sus propios medios de transporte para vivir sus romances, totalmente prohibidos por los protocolos internacionales. Dejaban los autos oficiales guardados desde las doce de la noche -hora del toque de queda para nosotros- y salían en motos propias con chicas haitianas que los esperaban en las afueras de Camp Charlie. Esta costumbre era extremadamente peligrosa, no sólo por el riesgo de ser asaltado o golpeado por las familias de las haitianas o pandillas mafiosas, sino porque tener un hijo mulato era un escalón seguro de ascenso social en ese país. Algunos militares y civiles lo constatarían con sus propias experiencias.
“La prohibición de traer a la familia, la soledad, el estado de guerra”, decían muchos. Yo, en tanto, sólo lo veía como un acto de abuso de poder y dinero que me repugnaba. Había esperado otra cosa de nuestro contingente civil.
Nuestra amistad con Juana se enriqueció al conocer a varias colegas colombianas. Eran también muy jóvenes, pero estaban plenas de certezas y disciplina. La tristeza de Juana por su primer desamor en Haití reforzó los lazos femeninos y las colombianas nos integraron completamente a su cofradía. Esto me abrió un nuevo mundo, descubrí la buena vida en ese país imposible. Entendí cómo hacían ellas para andar siempre con pies, manos, cabellos y ropa perfectos, entre sudores y polvo.
Los sábados íbamos todo el día a Petionville, situada en un lugar más alto que el centro cívico de la ciudad. Ese barrio, que tiene sólo ocho cuadras, era ciertamente el centro social y comercial de los profesionales, empleados y artistas, haitianos y extranjeros.
Nuestro plan contemplaba, primero, peluquería, donde se juntaba la “aristocracia” mulata y blanca a contarse las últimas noticias locales, atendida por perfectas peluqueras dominicanas. El tema era, por ese entonces, el regreso de “Baby Doc” luego de su exilio francés, pero también noticias de Miami y de las familias residentes en el extranjero, especialmente en Canadá y Francia.
Esta peluquería estaba ubicada en el segundo piso de un moderno edificio, en cuya cima se encontraba el famoso y único restaurant peruano de todo Haití, adicción para chilenos y latinos como yo: The View.
El primer sábado fui reticente, pero, finalmente, salimos todas con visos dorados y uñas de pies y manos de rosado fresa. No pude evitar sentirme aturdida y confundida, tan adornada, en nuestra realidad cotidiana.
Luego, al mediodía, visitamos una majestuosa mansión, conocida como “la Maison”, oculta tras inmensos muros de piedra, a la que solo dejaban entrar automóviles. Esa casona, resguardada por un contingente de guardias privados fuertemente armados, como otras que conocería más adelante, funcionaba como tienda de departamentos y albergaba espectaculares negocios de ropa veraniega, especialmente traída de Miami; vajilla francesa, cristales de Bohemia y joyerías y zapaterías de marcas internacionales. Después de husmear por todos lados asombradas del lujo inesperado, nos sentamos en el jardín a tomar café y comer croissant en primorosas mesitas de metal pintadas de rosa, rodeadas de palmeras, hibiscos y hasta rosales. Se sentía como en París, en pleno parque Luxemburgo o en los cafecitos de la rue St. Germain. La construcción tenía el más puro estilo clásico francés, con molduras en los muros, puertas vidriadas, techos altos, alfombras persas y candelabros de cristal en cada habitación. Se veían, como ocurre en esos lugares, sólo blancos y mulatos, incluyendo a las propias vendedoras escogidas probablemente por su presencia y manejo del francés y del inglés.
Fue allí donde mis amigas me contaron su travesía. Habían llegado justo después del terremoto, en un avión de la fuerza aérea colombiana que traía voluntarios y donaciones del gobierno, remedios y elementos de primeros auxilios, agua, comida y carpas. Se instalaron, junto a los demás cooperantes, en improvisados campamentos. La llegada y reparto de ayuda humanitaria, el reconocimiento de cadáveres, las excavaciones bajo los derrumbes, todo con la ayuda del contingente militar, eran parte de las tareas diarias en esos días fatídicos de enero de 2010. Los heridos llegaron a ser incontables y los muertos, según revelaría un año después el gobierno haitiano, a más de 300 mil personas. Las colombianas, durante meses, se lavaron por partes, en las tomas de agua disponibles y dormían en sacos de dormir o sobre el piso de las carpas, hasta que comenzó la habilitación de container en Camp Charlie, aunque la mayor parte de ellas, a estas alturas de su estadía, compartían casas arrendadas, agradables y amplias, casas de cemento y ladrillos, donde a mí me hubiera dado pavor vivir desde que había descubierto que las construcciones carecían no solo de normas antisísmicas, sino que de las más mínimas estructuras de fierro.
Patricia, una de mis amigas, vio partir a Colombia a su novio. Él, abrumado y superado por los acontecimientos, había decidido volver al sector privado y juntar plata para el futuro matrimonio de ambos. Todo esto nos lo contaba, ya desde la lejanía, sin quejarse ni entristecerse, mientras tomábamos nuestros cafés y saboreábamos panecillos, recogiendo con la punta de los dedos los restos de dulces y migas, de los finos platos con filigrana dorada de la cafetería de la Maison.
En esos meses, ellas habían aprendido a reconocer los barrios de la ciudad, a manejar solas durante los fines de semana e incluso por las noches, y ahora me entrenaban, a pesar de mi terror a atropellar un ser humano o animal.
Esta ciudad -más bien dicho este país- no cuenta con semáforos ni alumbrado público, sus calles no tienen realmente veredas ni asfalto y, sin embargo, la congestión del tránsito es horrible, en parte, gracias a las masas de caminantes, camionetas y jeeps, además de hoyos, baches o barriales.
Cuando el caos era total, estas colombianas, chiquitas y menudas, se bajaban de sus jeeps y, a gritos y manotazos, hacían circular a la gente, retroceder a los vehículos, y lograban ordenar la congestión de carros, animales, vendedores, motos y todo tipo de vehículo que atochaba las calles. Ellas eran, frente a mis ojos, unas auténticas guerreras, tanto ahí como en el trabajo diario, puntuales, disciplinadas, exigentes y perfectas.
Al salir de la casona, una turba de niños se nos abalanzó, pateó las puertas y golpeó los vidrios, pidiendo monedas y gritando cosas ininteligibles en créole. Patricia aceleró y salimos calle arriba en un segundo.
En las noches de sábado nos juntábamos con otros extranjeros y recorríamos diversos y cada vez más refinados restaurantes, en lo alto de la zona elegante. Degustábamos comida francesa en “La Plantation” y “La Papaye”, acompañadas de champaña “Dom Perignon” o la “Veuve–Cliquot”, mientras compartíamos un “foie-gras” con tostadas o “salade de chêvre chaud”, para terminar con un “gâteau Saint Honoré” o profiteroles calientes con salsa de frambuesa.
En el restaurant “Quartier Latin”, al costado de la antes elegante Place Boyer, al centro de Petionville, escuchábamos música en vivo bajo los árboles. Al frente, la plaza había sido ocupada, después del terremoto, por más de cuatrocientas personas hacinadas en carpas que se movían en las noches entre la sombra y el barro, sin agua potable ni alcantarillado. El hedor a alcantarillado y basura podrida se me impregnaba en la piel y siempre me resultó difícil comer en ese restaurant. Estacionábamos nuestros ruidosos autos al borde mismo de las carpas, iluminándolas hasta hacerlas casi transparentes en plena noche.
Más de alguna vez nos encontramos con el mismo Duvalier hijo o “Baby Doc”, rodeado de un séquito de guardaespaldas, compartiendo una mesa con amigos en un salón privado. Hablaban en créole. Hubiera pagado por entender lo que decían… Mis amigos de esa noche, entre ellos Antonio e Isidoro, se rieron cuando pregunté,
– ¿No estarán preparando un golpe de Estado para volver al poder?
– No, no seas ilusa, ahora no tienen el apoyo de los gringos. Con esta misión de paz acá, hay casi trece mil soldados de todas partes del mundo. Y acuérdate que cuando cayó la dictadura de este Duvalier hijo lo primero que hizo Naciones Unidas fue disolver el ejército haitiano -explicó Isidoro.
– Quédate tranquila, seguro que hablan de mujeres ¿de qué más van a hablar? -agregó Antonio, riendo.
Sin embargo, no podía evitar sentir miedo al estar tan cerca de ese obeso hombrón con cara de adolescente quien, durante su dictadura, había mandado torturar y asesinar a la par que su padre.
Afortunadamente (¿?), todo el glamur de los fines de semana lo perdía invariablemente durante los días de trabajo. Comía sándwiches de lo que fuera que no tuviera peligro de cólera; me sentía sudar sin pausa bajo el sol; la cara amoratada, el pelo mojado y todos los arreglos de peluquería olvidados para siempre. Era eso y el frío matador de las oficinas, con un aire acondicionado siempre polar que me producían dolores de garganta y ridículos resfríos tropicales.
– Cómo se mantiene la dignidad en este país -me preguntaba, mirando a las haitianas bellas y erguidas, orgullosas y sonrientes, caminar por las calles con sus canastos y bártulos en la cabeza, rodeadas de niños de grandes ojos, ávidos de saber y aprender. Empecé a añorar con desesperación poder entender su mundo interior, tan distinto al nuestro, tan secreto y misterioso y, a la vez, plácido.
En un país regido por Yemanyá (diosa de los mares) y Ghede (señor de los mundos subterráneos, de la vida y de la muerte), las normas las dicta la naturaleza, no el Hombre: terremotos, huracanes, inundaciones, pestes, invasiones, devastación y, sin embargo, vida.
¿Cómo vivían sin agua?, me preguntaba, mientras veía como la vendían, en bolsitas de medio litro, en camionetas estacionadas en las calles. ¿Cómo vivían sin luz ni alumbrado público? Y caminaban por las calles totalmente oscuras, entre autos, motos y taptap atestados -en realidad, camionetas pick up habilitadas para trasladar a decenas de personas-, la mayoría encorvados bajo un techo de metal. Taptap que subían y bajaban con dificultad por las enrevesadas calles de Puerto Príncipe, engalanados de todos colores, con flores, personajes, mares, animales y frases en créole, encomendándose a los dioses u otras deidades locales.
Desde el amanecer, las bellas bajaban de los cerros, con sus cestos en la cabeza para llegar a los mercados. Dignas, dignas, siempre dignas. Los escolares, prolijos y virtuosos con sus delantales inmaculados y sus trencitas perfectas, blusas y camisas impecables, zapatos lustrados; milagrosos, entre lluvias, barro y mosquitos. Niños riendo y jugando, comiendo mangos y saltando charcos; persiguiendo a las infaltables cabritas o chanchos que se alimentaban en los basurales en cada esquina, gente riendo, discutiendo acaloradamente por un partido de futbol, en el mercado de frutas.
Sí, la dignidad existía aún ahí, en ese infierno en la tierra.