Por Mariana Schkolnik.- El traslado desde mi oficina de LogBase -perfectamente aséptico, gringo y refrigerado- a una casona en el centro de la ciudad, fue vertiginoso. Es lo que había estado esperando por meses: trabajar con el personal local y las instituciones haitianas, de modo de (quizás) dejar alguna huella de nuestra intervención en el país. La esperanza era laborar en conjunto con las instituciones de ese país y no desde un olimpo lejano en que los funcionarios internacionales eran los jefes y los haitianos los súbditos, y donde finalmente todas las decisiones obedecían a una burocracia internacional que desde lejos nos normaba y dictaba nuestros actos.
Un lunes fui presentada a los directivos de la nueva oficina de Reconstrucción Nacional, recién creada por el gobierno, a un año del terremoto. Todos eran profesionales haitianos, la mayoría con estudios fuera del país, y parte de sus familias en el extranjero aún; otros nunca habían salido y habían estudiado en las universidades haitianas. Ese año había asumido el presidente Martelli y los ánimos entre los cooperantes y la población haitiana parecieron calmarse por un tiempo. Los seguidores del antes cura y después presidente Aristide, furibundos anti-duvalieristas que habían cobrado su venganza en sangre, volvieron a sus casas. Michel Martelli, reconocido cantante “Sweet Micky” bien vivido en los EEUU, fue enaltecido como político por los norteamericanos y salió elegido presidente en elecciones resguardadas por el contingente civil y militar de Naciones Unidas, que en ese momento ya ascendía a unas 20 mil personas. Él daba tranquilidad a una buena parte de la población y lo más importante… al dios de los inversionistas internacionales, ya que la esperanza era volver a captar empresas extranjeras aunque fuera para tareas de subcontratación.
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La nueva instalación en la que trabajaría fue anexada a una oficina publica existente hace décadas. Ahí supe lo que era a andar mojada de sudor todo el día, no soltar mi botella de agua ni un minuto, y muchas cosas más que se aprenden de no tener electricidad o agua potable una buena parte del día, como la mayor parte del centro del país, donde ni siquiera hay tendido eléctrico.
Pero, por sobre todo, conocí al inolvidable Jean-Jacques Rousseau. Este, como su homónimo francosuizo, era hombre de gran cultura, un representante de la Ilustración, teórico de la libertad y de la justicia social. Hablaba en un perfectísimo francés, sin jamás -ni en sus peores momentos de enojo- recurrir al créole. Llegaba a la oficina siempre canturreando alguna sinfonía apoteósica, de preferencia “La Heroica “ y, cargando un montón de libros, los mismos con los cuales se retiraba por la tarde. Me llamaba “mi estimadísima Camila”, haciendo amago de una reverencia y mostrando su amplia y blanca sonrisa. Era un mulato pequeño y delgado. Yo lo imaginaba con una gran peluca blanca en la corte de Luis XVI, recitando versos en francés antiguo. Nos declamaba las glorias de la revolución haitiana, la independencia y la abolición de la esclavitud, las primeras del mundo, que culminaron en 1804 con la instauración de la República de Haití. Entre las cuestiones que más me impactaban era saber que, justamente por ser el primer país del mundo en conseguir la independencia y abolir la esclavitud, había tenido que indemnizar por décadas a Francia, solo para obtener reconocimiento internacional. La suma establecida había sido el equivalente a diez veces el presupuesto del país colonizado y recién fue saldada ciento veintidós años después, al final de los cuales el Estado haitiano terminó de empobrecerse. La independencia haitiana, ganada bajo el lema “Egalité, liberté, fraternité”, había sido finalmente, la “hija no deseada de la revolución francesa”.
Rousseau nos corregía con minucia la manera de hablar y escribir. Él mismo escribía con letra barroca y prolija sobre el pizarrón mientras discutíamos acerca del más de un millón de personas aún en campamentos, esperando algún día tener un hogar.
Él me explicó en minutos lo que en años no comprenderían las agencias de cooperación internacional: la inviabilidad de la reconstrucción como se concebía hasta entonces, y lo hacía con la misma tranquilidad que lo haría un botánico al describir el tallo, pétalos, estambre y pistilo de una flor.
– Excelentísima madame, déjeme que le explique; todas las casas que se destruyeron en Puerto Príncipe eran de las familias que hoy están en los campamentos. Pero ellos habían construido sus casas en terrenos ajenos, por los que pagaban arriendo. Puerto Príncipe completo es de tres o cuatro familias riquísimas que con certeza no viven acá en el país.
No había manera de devolverlos a sus hogares ni aun construyéndoles casas nuevas, como presuponían los programas de la cooperación. En primer lugar, habría sido necesario contactarse a los propietarios de la tierra. En segundo lugar, intentar comprárselas, encontrar los títulos de propiedad, reactivar juzgados, buscar archivos inexistentes en las oficinas del demolido registro civil.
Rousseau resumía –no podrán ser propietarios de algo, porque nunca tuvieron nada, excepto sus muros construidos en el aire y la ilusión- y terminaba con la consabida semi-reverencia para el público oyente, que en general era sólo yo. El resto del personal de mi nueva oficina bien sabía eso.
Para el proyecto teníamos salas amplias y luminosas en ese edificio recién remodelado con recursos externos, y ahí contratamos decenas de jóvenes con títulos profesionales nacionales, cartógrafos, digitadores, informáticos , secretarias y censistas.
Me gustaba trabajar allí más cerca del Haití real. La avenida John Brown, donde se ubicaba, es una larga y serpenteante calle que va prácticamente desde el mar, o más bien desde la misérrima Cité Soleil, hasta los barrios más elegantes, incluso más arriba de Petionville. Era una avenida que, como otras, que había ido perdiendo su pavimento que actualmente solo era arenilla amarillenta que se metía por los ojos y narices al abrir las ventanas. Antes del terremoto podría haber divisado desde mi ventana la antigua Catedral de la Asunción de la cual sólo quedaban escombros.
Estábamos en lo que había sido el centro cívico del país, cerca de los Ministerios de Economía y Finanzas, y del también derruido Palacio Nacional. A pesar del lugar, jamás se me hubiera ocurrido salir a la calle a caminar; los trayectos siempre serían rigurosamente en auto con mi querido Yves Charles y las ventanas cerradas para no tragar polvo ni enfrentar olores nauseabundos. Frente a nuestro portón de entrada pasaba una acequia pestilente y la basura campeaba como en todo el resto de la ciudad. Era una zona bastante más desolada y tranquila, donde no se oían las voces de los vendedores ambulantes ni ruidos de camiones militares. A un costado de la entrada pasaba sus días y tal vez sus noches un vagabundo completamente desnudo, sentado a pleno sol, cubierto de polvo, metido en la acequia hasta las rodillas.
Mi estadía en esas oficinas fue placentera y emocionante. Trabajaba sólo con personal local, lo que es una manera elegante de decir que era la única blanca en todas esas oficinas, en esa cuadra y, probablemente, en el centro de la ciudad, ya que las sedes internacionales se situaban cerca del Aeropuerto o en los barrios más elegantes, a mayor altura y frescor.
Lo que aprendería de ahí en adelante sería invaluable, aunque decepcionante, ya que mis colegas se movían desde el más obscuro pesimismo, y mi afán de avanzar tropezó una y mil veces con la dura realidad.
Todos los altos directivos de la institución para la reconstrucción trabajaban en las antiguas oficinas y parecían muy estresados, apurados, yendo de reunión en reunión. Cuando quería hablar con ellos, o a veces sólo hacerles simples preguntas, me daban cita para las semanas siguientes y aún entonces se la pasaban contestando el teléfono, daban instrucciones a las secretarias o corrían de pronto a otra reunión. Yo miraba ese ajetreo sin comprender demasiado, absorta en mi propio trabajo y acompañada por mi equipo de haitianos jóvenes, profesionales, optimistas y notoriamente humildes, muchos de los cuales no habían usado jamás un computador a pesar de tener todos sus respectivos títulos profesionales.
La plana mayor de la Oficina de Reconstrucción llegaba al trabajo en espléndidas camionetas cuatro por cuatro, que el personal de servicio lavaba concienzudamente todos los días. Las mujeres ostentaban trajes de dos piezas de coloridos tonos, probablemente comprados en Miami, y los hombres, ternos oscuros e impecables.
Rousseau, en cambio, siendo directivo, estaba asignado a mi área, y se vestía siempre con la misma camisa y el mismo terno, camisa cuyo cuello un poco negro y corbata manchada caracterizaron para mí su presencia.
Cuando se caía la red pública de electricidad no sólo no podíamos trabajar, sino que sucumbíamos al calor, a los sudores y a la sed apremiante por un agua que no podía tomarse de las cañerías, sino que había que comprar diariamente embotellada. Fueron momentos humanos, casi íntimos, de confesiones con mi equipo, sus vidas, dramas, aspiraciones y el muro con que chocaban permanentemente con los directivos nacionales del edificio contiguo que se negaba a pagarles sueldos decentes.
Aprendí a querer a todo mi equipo juvenil, tanto como a Rousseau. Ellos se extasiaban como niños ante cada descubrimiento tecnológico del instrumental importado, gozaban con las proyecciones que hacíamos de la pantalla de Google, mirando su país desde arriba y bajando a cada calle y cada barrio en forma virtual. Absorbían todo a una velocidad impresionante y pienso que -entre el aire acondicionado, los computadores, la comodidad de los baños con agua corriente y de la luz eléctrica- amaban estar en la oficina. En las tardes había que sacarlos a la fuerza al fin de la jornada, en que se cerraban las puertas con sendos candados, previniendo el robo de computadores y otros materiales.
Rousseau, por su parte, se veía feliz. Él adoraba acudir en mi ayuda y yo le pedía auxilio ante el más pequeño tema sobre el cual dudara, entonces se explayaba catedráticamente, saboreando las palabras y con amplios movimientos de sus manos. Siempre citaba autores franceses y hablaba de Francia con pasión, aunque descubrí después que nunca había salido de Haití.
El trabajo se extendió en calma durante meses, casi un año. Logramos importantes avances pero, finalmente, un día cualquiera, mi trabajo colapsó por la más nimia y, a la vez, vital de las razones. Me daba cuenta de lo complejo y costoso que le resultaba a los jóvenes de mi equipo traer agua para beber todos los días, además de que caminaban o venían en moto-taxis o tap-tap y llegaban empolvados y sedientos. Empecé a pedirle a Yves Charles, mi chofer, que comprara cajas de botellas de agua que yo mantenía para ellos y que entregábamos todos los días religiosamente al verlos llegar. Todo eso financiado por el inconmensurable -y a mi modo de ver, imposible de gastar- presupuesto del proyecto; presupuesto que, además, alcanzaba notoriamente para comprar cada vez autos y camionetas más y más lujosas, así como para financiar viajes fuera del país a los altos directivos de la oficina. Incluso se hablaba de que, con la parte del presupuesto del proyecto que quedaba en la oficina central, los altos mandos estaban arreglando sus casas.
Sin embargo, el hecho de que yo destinara una parte de los recursos a comprar agua embotellada para el personal con el cual trabajaba desató la furia de los dioses y, una mañana de octubre, fui llamada a dar explicaciones a la oficina de la Dirección donde encontré reunida a toda la plana directiva nacional. Me recibieron en la mesa de reuniones de mantel, una vajilla que hasta ahora no conocía y té con galletas y bebidas, todo bien surtido y servido con elegancia. Esa reunión increíble y que, de alguna manera, yo misma había solicitado para informar los avances de mi parte del proyecto, se convirtió en una instancia para increparme por el ejemplo que yo estaba dando.
– ¿Cómo le regala usted agua a todo el personal de su proyecto? ¿No se da cuenta de que todos en esta oficina querrán ese trato y no podemos hacerlo con el presupuesto regular de la oficina?– me espetó el jefe de finanzas.
Mientras, la secretaria del director me ofrecía un té.
– Madame Camila, esta no es la primera vez que se excede. Ya hemos notado el trato que tiene con los jóvenes profesionales. Se dice que usted misma les ha dicho que sus sueldos son muy bajos —dijo el jefe administrativo, antes de que yo alcanzara a reaccionar.
Pensé en los países donde se pone agua en las calles para que los perritos se mantengan hidratados; pensé en mi país, donde tomamos agua de los grifos sin preocupación; pensé en los derechos básicos de los humanos; pensé, una vez más, en un futuro de una humanidad sin agua y luchando por ella. El agua, el agua bebestible era el punto central, la piedra de tope.
Mantuve la calma y volví a mi trabajo, crispada. Ese día empecé lentamente a incubar las ansias de rebelión. La esclavitud no había acabado, era sólo un cambio estético… Los blancos dominaban a los negros, los mulatos a los más oscuros, los jefes a los subalternos, los poderosos a los débiles. El orden se mantenía incólume, siglos después de la liberación. Los cambios permanentes de autos y jeeps, los viajes fuera del país, todo lo que intuía, era realidad. Las platas extranjeras corrompen donde quiera que lleguen, nada parecía tener solución.
Rousseau cayó en la más completa de las depresiones; ya no hablaba ni menos declamaba. Se sentía juez y parte del problema y, por supuesto, sabía que no podía encarar al resto de los directivos. Andaba con la cabeza gacha y tampoco me pudo convencer de quedarme ahí. Los jóvenes y Rousseau me prometían futuras movilizaciones, acuerdos entre todos, reuniones en que encontraríamos la solución de la amistad y la confraternidad, me prometían un nuevo contrato social.
Yo ya no estaba en edad de creer. Ese fue el comienzo del fin de mi vida haitiana, mi corazón empezó lentamente a volver a mi país, a rememorar cordilleras, duraznos, damascos y uvas, agua potable en las casas, vientos helados, pavimentos en las calles, olor a pasto mojado y aromos floridos avizorando la primavera.
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