Por Alvaro Cárcamo Olmos.- Muchos han sido los impactos experimentados por la sociedad chilena en los últimos tiempos que han introducido gran inestabilidad a la percepción del status quo en sus habitantes. Impactos resultantes de factores que, casi con certeza, estaban presentes de manera latente hace largo tiempo y que no habían eclosionado, ya sea por laxitud social, o por la negación de visibilizarlos ante el miedo de desestabilizar una aparente zona de confort o de fragilizar una estructura de poder generadora y reproductora de importantes desigualdades, o bien por el temor de perder los esfuerzos invertidos en alcanzar la deseada movilidad social pregonada por el modelo económico imperante.
La crisis de la iglesia, con su inexplicable encubrimiento de daños estructurales a niños y niñas; el abuso financiero de una policía que gozaba de un gran respeto ciudadano; el descrédito y desconfianza de la clase política, supuestamente responsable de representar y luchar por los derechos de los ciudadanos; la necesidad de estructurar una nueva forma de hacer familia frente a las severas restricciones de tiempo a los padres para hacerse cargo de las funciones básicas; las indignas pensiones de miles de jubilados; las diferencias salariales por género; un sistema educacional segregado por clases y con fuertes diferencias de vida de la ciudad; y la constatación que ni los esfuerzos personales ni la meritocracia facilitarían el desarrollo socio-económico y la movilidad social de las personas y familias evidenciada lustros atrás, son elementos que podrían dar explicación al surgimiento del estallido social de octubre pasado.
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A lo anterior se adiciona la emergencia de una pandemia sin precedentes en el último siglo, en un momento en donde ni siquiera la tecnología, percibida por los individuos como medio de respuesta a muchos problemas, es capaz de actuar con velocidad en la búsqueda de una solución; y que en su desarrollo afecta con grandes diferencias a las capas sociales donde el costo de enfrentarla es muy desigual; introduciendo una nueva variable de inestabilidad en la percepción del presente y futuro de los individuos y generando un sentimiento de ciudadanos de primera y de segunda categoría.
Es en este desconcierto en el que se debate la sociedad chilena, intentando buscar desordenadamente y sin liderazgos, respuestas u orientaciones a un futuro que se ve incierto, en un momento en que pareciera imprescindible construir y consensuar una mirada de futuro basada en un acuerdo social amplio, informado y participativo. Lo anterior no implica desde ninguna perspectiva no hacerse cargo de la gravedad de la crisis sanitaria y económica, pero es menester valorar la importancia tanto de lo uno como de lo otro. Es un deber hacerse cargo de ello, y si quienes están llamados a hacerlo no tienen la capacidad, entonces deberá ser la sociedad civil quien asuma esa responsabilidad.
Es un hecho que el gobierno, electo democráticamente, es quien debe gobernar, frase que pareciera baladí si los tiempos fueran otros, pero que hoy adquiere una significancia distinta. A mi parecer uno de los deberes prioritarios de la sociedad civil, conjuntamente con exigir y asumir la participación en decisiones que en justicia le cabe, es la de generar instancias que faciliten procesos ciudadanos de pensamiento sobre el futuro país. La actual administración tiene una clara definición de su concepto de sociedad y será muy difícil que se salga de ella, aún en momentos tan críticos y graves como el que estamos viviendo. Poco aporta a la co-construcción de un mejor futuro para Chile adoptar actitudes que aumenten la divergencia infundada entre los ciudadanos, como por ejemplo discusiones respecto del actuar de quienes fungen los cargos de gobierno, esto sí, sin resignarse a aceptar decisiones que, enraizadas en una doctrina política, pudiesen llegar a afectar el bien común.
A la luz de los antecedentes expuestos, pareciera que es momento de empezar a deconstruir los pilares hoy vigentes del individualismo y, por qué no decirlo, del miedo a perder los privilegios adquiridos “en la ardua lid de la competencia neoliberal” (agregaría brutal del mercado), y empezar a generar alternativas de participación social de mayor colectivismo y solidaridad social. Un buen ejemplo de ello es el llamado hecho por los rectores de las dos Universidades (“Tenemos que hablar de Chile”. Ennio Vivaldi, Rector de la Universidad de Chile, e Ignacio Sánchez, Rector de la Universidad Católica de Chile. 15 de mayo de 2020) que representan, probablemente con ópticas distintas, los valores y la historia de nuestra República, llamado amplio a grupos representativos del quehacer y sentir social, más allá de los arquetipos, hoy invertebrados, que se arrogan la representación popular.
Creo imprescindible darse ahora a la tarea de pensar como será Chile después que pase este “punto de inflexión social”. Oportunidad que nuestro país no puede ni debe desperdiciar.