Por Edgardo Viereck Salinas.- La discusión sobre el Derecho de Autor o, más propiamente, sobre la Propiedad Intelectual, y su inclusión en el borrador de la nueva Constitución Política de Chile, ha cobrado una intensidad para muchos inesperada.
La primera razón de esto tiene que ver con una evidencia palmaria y es que cualquier eventual perjuicio en su forma de consagración constitucional redundará, sin ninguna duda, en daños no sólo a los “intereses” de los creadores sino, por sobre todo, a su dignidad como tales.
El nuevo gobierno, a través de su Ministra de Cultura, ha insistido en que no habrá tal daño y que nada han de temer los autores, artistas y creadores de Chile. Al contrario, se encontrará una “ecuación” de “equilibrio” entre los legítimos derechos autorales y los necesarios límites que impone el derecho al “libre acceso” a la cultura por parte de la población, así como el “dominio público” imprescindible para que el Estado pueda cumplir su rol tutelar de asegurar el cumplimiento de ese derecho.
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La Convención en busca de autor
Ya se ha dicho que este conflicto no es tal y que, al contrario, la propiedad intelectual es un complemento virtuoso del derecho ciudadano a acceder y gozar de los bienes culturales. Efectivamente, así está consagrado en los acuerdos internacionales que Chile ratificó hace décadas, en los que se consagra una cadena de derechos culturales entre los que figura, de manera destacada, el respeto irrestricto e inalienable de los creadores a proteger y ver protegido el resultado de sus creaciones, encargando al Estado esta labor de tutela de manera prioritaria. En otros términos, la comunidad internacional reconoce al derecho de autor como una expresión de la propiedad intelectual en tanto un derecho humano al mismo nivel de otros como la libertad de expresión o de desplazamiento, el derecho a la educación o al trabajo, y tantos otros.
Cuál es la ecuación
En ese contexto, no se termina de comprender cuál es la “ecuación” que busca el nuevo gobierno, porque tampoco se comprende cuál es el conflicto o la contradicción que las nuevas autoridades ven en entre el respeto a la creación y el acceso comunitario a los beneficios de esa creación. Es posible que los conceptos vertidos por la autoridad actual se originen en una confusión entre el derecho de autor y otros derechos a recibir compensación como por ejemplo un eventual salario.
El derecho de autor no tiene nada que ver con el salario, ni aun cuando la obra signifique recibir un salario por parte de su creador. La autoría refiere a la titularidad moral, expresada luego en una dimensión material o económica, pero que viene a reconocer la imaginación, el talento, esfuerzo y perseverancia de una persona cuando dedica muchas veces su vida entera para sacar adelante su obra y más allá de los reconocimientos concretos que pueda llegar a obtener en vida. De hecho, muchas veces ese reconocimiento llega después de la muerte. Se trata de la dimensión trascendente del acto de crear, que nada tiene que ver con la que está asociada de manera inmanente a las necesidades de la vida diaria. Por cierto, que hay que reconocer esta última dimensión, así como regularla y respetarla, pero intentar equipararla con aquella que comprende lo esencial del acto creativo, es empobrecer el concepto de creación y así lo reconocen todas las legislaciones del mundo desarrollado desde hace casi dos siglos. Aún más, puede uno pensar que el mundo desarrollado alcanzó su cúspide, en buena medida, gracias a la comprensión cabal de estos conceptos.
Pues bien, en este tenso ambiente, la aprobación de una norma constitucional que consagre adecuadamente el derecho de autor se encuentra todavía en un limbo y nadie tiene certeza de lo que se aprobará.
Sin embargo, dentro de lo poco que hay de claro, hay algunas cosas que es necesario demarcar con mucha nitidez para que no se pierdan dentro de un cuadro general todavía bastante desenfocado. Si usamos un buen teleobjetivo nos daremos cuenta de que:
Y el problema de fondo es que la nueva Constitución debe reconocer el derecho de autor como parte de la cadena virtuosa de derechos culturales que hace décadas están vigentes como parte de los convenios internacionales ratificados por Chile, los que, además, son un marco obligado de referencia para la Convención Constituyente pues así lo señala la norma que la creó y convocó a redactar el nuevo texto constitucional. Y en esa misma línea, lo que correspondería es considerar la inclusión de una norma que declare de manera rotunda y sin vacilaciones que los derechos de autor son inexpropiables. De no ser así, lo que ocurrirá es que estaremos en un escenario jurídico adverso donde, con o sin norma expresa que regule los derechos de autor en la nueva Constitución, y con o sin un inciso tercero que diga que esos derechos son eventualmente expropiables, lo serán igual y sin compensación clara alguna para los creadores chilenos. En síntesis, será una Constitución retrógrada e injusta que provocará precariedad material y empujará a la diáspora a nuestros creadores, deteriorando con ello nuestra realidad cultural.
No decir todo esto, y no decirlo ahora, obliga a reflexionar en torno a las intenciones de los convencionales constituyentes e incluso del mismo gobierno en torno a qué se busca, realmente, con todos nuestros artistas, inventores, innovadores y en general creadoras y creadores. Siendo así, mejor parece la opción de que la nueva Constitución no regule nada y nos deje resguardados por los convenios internacionales que, hasta ahora, han demostrado ser un instrumento muy eficaz y facilitador de la integración de Chile en el concierto mundial de la creación.
No está de más recordar que, de insistirse en ensayos o experimentos que pretendan supuestos “equilibrios” o “ecuaciones” temerarias, podemos terminar todas y todos caminando por un peligroso desfiladero desde el cual podríamos caer a lo profundo de un océano de cuestionamientos y quizás hasta judicializaciones, pues relativizar el derecho humano del creador a proteger y ser protegido junto a su obra distanciaría de manera nefasta a la comunidad creativa, y junto con ella al país entero, del mundo occidental civilizado. ¿Es eso lo que queremos?
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