Por Alejandro Félix de Souza.- Hace un poco más de 20 años, teníamos de inquilino en un edificio en la ciudad de Panamá a un señor europeo con evidente origen aristocrático, a quien le encantaba cuando yo le hablaba en italiano con mi acento florentino. “Aaaaah, Firenze!” decía, con la expresión de quien había dejado a una novia lejos.
Como muchos de nuestros inquilinos europeos, tenía una relación platónica con nuestro edificio, una casa-escultura en el corazón de la ciudad de Panamá, diseñada por Calvin Stempel, uno de los pocos discípulos latinoamericanos de Frank Lloyd Wright, el gran maestro de la arquitectura estadounidense del siglo XX.
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Un día, un poco después del amanecer, nuestro inquilino nos llamó por teléfono, indicándonos que un ladrón había entrado a su apartamento mientras dormía (no era el único extranjero que tenía por costumbre dejar las ventanas abiertas en la noche y no utilizar los aires acondicionados), y que le habían robado su celular, unos reproductores de música portátiles, y alguna otra cosa que no recordaba.
Nos informó que estaba dirigiéndose al aeropuerto, y nos pidió si podíamos ayudarlo a hacer la denuncia a la policía. Yo estaba por salir de viaje de negocios ese día, así que hablé con el conserje, y le dije que me acompañara rápidamente a revisar el apartamento.
Cuál no fue mi sorpresa al ingresar por primera vez al apartamento, que es en el que vivo hoy en día, y descubrir un gran tesoro artístico ante mis ojos. Distribuidos por todo el apartamento, habían Picassos, Chagalls y Modiglianis rarísimos, algunos otros artistas representativos del siglo XX como Max Ernst, Giorgio De Chirico y Ferdinand Léger, y las típicas esculturas espigadas de Alberto Giacometti. Probablemente en algún caso me traicione la memoria de más, y en otra de menos, y seguro que el inquilino en cuestión me hubiera corregido si tengo algún error de inventario.
El conserje, que trabaja con nosotros hace más de 25 años, nos había comentado en alguna ocasión, como al pasar, “ese señor tiene una colección de arte importante”, pero no me imaginé que tendría algo como lo que vi en el apartamento que nos arrendaba. En una estimación conservadora (Christie’s y Sotheby’s lo habrían hecho mejor), las obras de arte que estaban en el apartamento valían muchísimo más, y en varios múltiplos, que el valor de un par de cientos de dólares correspondientes a los aparatos electrónicos que fueron hurtados por el tercer protagonista de esta anécdota.
En ese momento, medio en broma (por el alivio que me dio el saber que el inquilino se salvó de que le robaran obras de arte con valor varias veces millonario) y medio en serio (pensando en el provecho que le hubiera sacado el ladrón de haber conocido lo que tenía enfrente), le comenté a nuestro estéticamente alfabetizado conserje (que conoce algo de arte porque me ayuda regularmente a limpiar y poner en orden mi biblioteca), que me parecía increíble que “con todo lo que se podía llevar, el ladrón se hubiera llevado unas baratijas electrónicas”, y sentencié: “este es un ladrón al que le han robado”.
En ese momento, y con la contundencia y claridad que tiene un ejemplo concreto, me pude dar cuenta de lo que los economistas llaman el “costo de oportunidad”, sólo que en este caso, se trataba del costo de oportunidad de la ignorancia de este “ladrón robado”. Las consecuencias y la responsabilidad de esta “ignorancia inducida” pueden ser compartidas entre el sistema educativo, sus padres, y él mismo (porque al final, uno debe hacer todo lo que está en el alcance de uno por reducir el costo y las consecuencias de la propia ignorancia, que en este caso le resultó fatal al ladrón de marras).
Nuestro “ladrón robado”, por su lado, no está solo. Así como él, hay millones de latinoamericanos a los que un sistema educativo diseñado “para pobres”, les “roba” la oportunidad de tener una educación funcional, una educación que les dé las armas para defenderse en la vida (porque, como hemos visto en el ejemplo reseñado, hoy en día hasta para ser ladrón se necesita tener un mínimo de educación, y tomar decisiones inteligentes respecto a los bienes que serán objeto de la acción delictiva).
El caso del “ladrón robado” puede ser un ejemplo de cómo, desde la perspectiva del usuario o “cliente” del servicio público de educación, tenemos que evitar que proliferen “ladrones robados”.
En la medida que, por una parte, la educación provee al individuo las herramientas que le permiten trabajar para lograr el ascenso social en la esfera que está dentro de su control (el adquirir y perfeccionar conocimientos, habilidades y aptitudes para capturar las oportunidades que se presentan para personas con determinados niveles educativos), y que, por otra parte, en otros ámbitos de lo público y lo privado se democraticen las oportunidades para generar sociedades meritocráticas, tendremos menos “ladrones robados”, y más ciudadanos con confianza en que el sistema educativo constituye un estadio y espacio fundamental en la construcción de la caja de herramientas con las que el individuo pueda acometer funcionalmente los desafíos que la vida le plantea.
Las autoridades educativas de América Latina deberían tener siempre presente el caso del “ladrón robado” como un leit-motiv o “ancla mental” que, machaconamente, les recuerde de una forma gráfica y anecdótica el extendido “costo de oportunidad de la ignorancia” para los usuarios y clientes del sistema educativo público.
Alejandro Félix de Souza es asesor internacional de empresas, gobiernos, organismos internacionales y organizaciones sin fines de lucro en temas de Crisis, Asuntos Públicos, Comunicación y Responsabilidad Social Empresarial
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