Filosofía

Los efectos nocivos de la cultura conspirativa postmoderna

“Si queremos apuntar a una humanidad menos idiota y más solidaria”, hay que dejar las teorías conspirativas de lado y buscar la verdad, dice el filósofo Lisandro Prieto.

Por Lisandro Prieto.- “En una época de engaño universal decir la verdad es un acto revolucionario”, George Orwell.

Hoy queremos invitarlos a reflexionar sobre el inmerecido y notable protagonismo que han ganado las teorías conspirativas en nuestros días, especialmente en la era digital, donde la información – y, lamentablemente, la desinformación- circula de manera inmediata y global. Consideramos que es necesario pensar sobre esta tendencia creciente y examinar por qué muchas personas parecen inclinarse hacia explicaciones espectaculares e irracionales en lugar de recurrir al conocimiento científico disponible.

Tengamos que cuenta que, desde una perspectiva filosófica no servil a las modas, es crucial establecer la diferencia entre ciencia y pseudociencia, entre verdad y mentira, entre razón y mito, por lo que buscaremos exponer estas diferencias y criticar la proliferación de información falsa, intentando demostrar cómo el conocimiento de las teorías conspirativas es, en el mejor de los casos, entretenimiento, y no una forma válida de aprendizaje.

Ver también:
Revisando la hipócrita moral postmoderna: el caso Alberto Fernández
La cancelación de intelectuales y universidades: una estúpida plaga postmoderna
El “wokismo”: una religión postmoderna
Postmodernidad: el horizonte de lo inmediato

El primer paso en esta reflexión es intentar entender qué distingue a la ciencia de la pseudociencia, motivo por el cual es necesario remitirnos a Karl Popper, uno de los epistemólogos más influyentes del siglo XX, quien dedicó gran parte de su obra a diferenciar entre ambos conceptos. Según él, el criterio fundamental de una ciencia es la “falsabilidad”, es decir, la posibilidad de que una teoría pueda ser refutada mediante la observación o experimentación. Contrariamente, las teorías conspirativas se construyen sobre ideas que no pueden ser refutadas, ya que están diseñadas para absorber cualquier crítica como una prueba de la conspiración misma: este círculo cerrado de justificaciones absurdas es una señal clara de pseudociencia.

Desde un punto de vista estrictamente filosófico, el problema de la verdad y de la mentira ha sido motivo de discusión desde tiempos de Platón, quien ya denunciaba en su obra “La República” la influencia corruptora que tiene la “mentira noble” en la sociedad. Recordemos brevemente que, en la filosofía platónica, “episteme” se traduce comúnmente como “conocimiento” o “ciencia” y se refiere a un tipo de conocimiento objetivo y racional, que se alcanza a través del ejercicio de la razón: este conocimiento es el de las “Ideas”, o “Formas”, que para Platón representan la verdadera realidad.

Por otro lado, nos encontramos con la “doxa”, que se traduce como “opinión” o “creencia”, y se refiere a las percepciones comunes que los individuos tienen sobre el mundo sensible, el mundo de las apariencias: según Platón, este conocimiento es provisional, incierto y muchas veces engañoso, porque la opinión es cambiante y sujeto a la corrupción, tornándose en un conocimiento inferior, limitado y excesivamente subjetivo, que no alcanza la verdad.

En pocas palabras, la diferencia entre “conocimiento” y “opinión” en Platón no es simplemente un debate entre conocimiento verdadero o falso, sino que resalta la importancia de distinguir entre lo que es genuinamente verdadero y lo que simplemente parece serlo. Esas “mentiras nobles” de las que nos hablaba el gran Platón no es más que la propaganda (antítesis del conocimiento profundo y racional), la cual permite que las creencias falsas se propaguen  y que las personas se aferran a ellas, dificultando la construcción de una sociedad informada y, en última instancia, más justa: no es casual que haya una terrible coincidencia entre los amantes de contenidos conspirativos y los amantes de los chismes y la difamación.

Posteriormente, en la era moderna, pensadores como Immanuel Kant sostuvieron que la mentira es siempre moralmente inaceptable, pues destruye la base misma de la confianza necesaria para el conocimiento compartido. Todo esto es comprensible si revelamos que las teorías conspirativas prosperan en un clima de desconfianza hacia el conocimiento establecido y muchas veces retuercen los hechos y tergiversan la información, intentando reemplazar la verdad con una narrativa simplificada y falsa. Este fenómeno es especialmente problemático en una era donde el pensamiento crítico es más necesario que nunca, ya que la capacidad de discernir entre verdad y falsedad es fundamental para resistir a la seducción de explicaciones fáciles y cuestionar las narrativas simplistas que ofrecen miles de youtubers delirantes alrededor del mundo.

«La mentira, bajo cualquier pretexto que sea, degrada a quien la usa» (Kant, 1785, “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”).

Actualmente, las principales responsables de la proliferación de mentiras disfrazadas de teorías científicas son las redes sociales, las cuales le abren las puertas al mundo de la comunicación y divulgación a hordas gigantes de trastornados a los que les aburre estudiar ciencia. La velocidad y el alcance de la información falsa es realmente alarmante, y muchas veces estas plataformas priorizan el contenido sensacionalista sobre el veraz: cuando usted, querido lector, escuche la frase mágica “lo vi en YouTube”, es pie para que huya de ahí inmediatamente.

Al respecto, Hannah Arendt nos alertó sobre los peligros de una sociedad que ya no puede distinguir entre hechos y ficciones. Este nivel de desinformación tiene consecuencias graves para la cohesión social y para el sentido de “comunidad” basado en un conocimiento compartido por todos. Cuando las teorías conspirativas se presentan como verdades alternativas, lo que se está socavando es el diálogo informado, mientras se disminuye el valor de la educación científica y del pensamiento crítico.

«El resultado de un reemplazo constante de la verdad con mentiras sistemáticas no es que las mentiras se acepten como verdad, sino que ya no existe la confianza en nada en absoluto» (Arendt, 1951, “Los orígenes del totalitarismo”).

Por lo anteriormente expuesto, es importante que comprendamos que el conocimiento de las teorías conspirativas puede ser visto como una forma de diversión, una narrativa en la que muchas personas encuentran emoción: sí, lo reconozco, es gracioso y entretenido pensar que alienígenas construyeron las pirámides de Egipto, pero de ahí a pensar que es remotamente posible, me podría llevar a rincones muy oscuros de la ignorancia, que siempre es atrevida. Es fundamental recordar que el entretenimiento no siempre se convierte en aprendizaje, y que la adopción de estas teorías sin cuestionamiento crítico puede tener graves repercusiones.

Un claro ejemplo de extrema gravedad es el movimiento anti-vacunas a nivel mundial, puesto que las consecuencias de semejante campaña de desinformación atenta directamente contra la vida y la supervivencia de los seres humanos en general. Dicho movimiento ha ganado fuerza especialmente en la última década y se basa, en gran medida, en teorías conspirativas y en la desconfianza hacia la ciencia médica. Sus defensores sostienen, entre tantas pavadas, que las vacunas son peligrosas y que, en lugar de prevenir enfermedades, pueden causar graves efectos secundarios, llegando incluso a vincularse falsamente con niveles de autismo. Este tipo de ideas, propagadas ampliamente a través de redes sociales y sitios web de dudosa procedencia, han generado un rechazo hacia la vacunación en algunos sectores de la población, derivando ello en problemas sustanciales corroborados en el sistema público y privado de salud.

Esta cuasi-teoría anti vacunas tuvo uno de sus inicios notorios en 1998 cuando el médico Andrew Wakefield publicó un estudio en “The Lancet” que sugería una relación entre la vacuna triple viral (MMR) y el autismo. A pesar de que el estudio fue rápidamente desacreditado por la comunidad científica a la vez que se le quitó la habilitación a Wakefield para ejercer la medicina por fraude y mala praxis, la idea ya había calado profundamente en un imaginario colectivo debilitado por la sistemática estupidez sembrada por los medios masivos de comunicación.

Concretamente, la investigación delirante de Wakefield carecía de evidencia suficiente y fue criticada por carecer de rigor metodológico, algo esencial para la ciencia, como referenciamos en Karl Popper cuando él enfatizó que “las teorías científicas deben ser falseables” (Popper, 1963, “Conjectures and Refutations”).

Ahora bien, las consecuencias de este tipo de desinformación banal, que alimenta a gente poco crítica que en su vida leyó una página entera de un libro, son profundamente graves. En las últimas décadas, hemos visto resurgir enfermedades que estaban prácticamente erradicadas en algunas partes del mundo gracias a las campañas de vacunación masiva, como por ejemplo el sarampión. Según la OMS, entre 2010 y 2020, los brotes de sarampión han aumentado drásticamente en varias regiones del planeta, especialmente en comunidades con bajos índices de vacunación: este resurgimiento ha causado cientos de muertes y ha puesto en riesgo la salud de las personas, sobre todo de inmunocomprometidos, niños y ancianos que dependen de la inmunidad de grupo para protegerse de estas enfermedades, demostrándose así que la pereza intelectual puede costarnos bastante caro.

Justamente por ello citamos anteriormente a Hannah Arendt, porque ella destacó la importancia de vivir en una “sociedad basada en la confianza en las instituciones”  para el funcionamiento del conocimiento compartido y la cohesión social (Arendt, 1951, “Los orígenes del totalitarismo”). El movimiento anti-vacunas socava explícitamente esta confianza en las instituciones de salud y en la ciencia médica, promoviendo una visión distorsionada en la que se percibe a las farmacéuticas, los médicos y los investigadores como parte de una supuesta conspiración contra la población. Ahora bien, si hacemos cuentas, la cantidad de personas salvadas por dementes divulgadores de estas teorías es abismalmente menor que las vidas recuperadas por gente que sí estudió.

La expansión de estas teorías también ha logrado erosionar la relación que existe entre las personas y el conocimiento científico, haciendo que se convierta en una herramienta política y emocionalmente cargada de confusión, en lugar de ser una fuente de información confiable al servicio del conocimiento. Esto coincide con las advertencias que nos ofreció Carl Sagan, quien afirmaba que “la pseudociencia prospera en la falta de escepticismo y en la fe ciega en ideas que simplemente suenan bien” (Sagan, 1995, “El mundo y sus demonios”) o, en criollo, que la mentira reina cuando se suspende el juicio crítico.

El problema, amigos míos, es que cuando se ignora el conocimiento basado en evidencia y se siguen teorías infundadas, las decisiones que se toman afectan no sólo a los perezosos que las creen, sino a toda la sociedad. Por ejemplo, los padres que deciden no vacunar a sus hijos, no solo ponen en riesgo a sus propias familias, sino también a quienes no pueden vacunarse debido a razones médicas bien fundadas. Los efectos negativos se ven amplificados en entornos comunitarios, donde la falta de vacunación puede llevar a brotes generalizados, como se ha visto en diferentes retornos de sarampión, difteria y otras enfermedades totalmente prevenibles por vacunas.

El caso puntual del movimiento antivacunas es simplemente un recordatorio de la importancia que tiene saber distinguir entre conocimiento real y desinformación, entre ciencia y payasada sin fundamentos. Al entender que las teorías conspirativas pueden resultar en graves consecuencias para la salud pública y para la estabilidad social, se hace claro por qué es fundamental basarse en evidencia científica al tomar decisiones cotidianas. Nuestra comunidad debe resistir a la tentación de las explicaciones triviales y, en cambio, valorar la ciencia como un proceso continuo de aprendizaje y mejora, confiando en la información que proviene de fuentes rigurosas y verificadas.

Si queremos apuntar a una humanidad menos idiota y más solidaria, debemos reafirmar el valor de la ciencia y la importancia de buscar explicaciones basadas en evidencias contrastables por la razón. Al estudiar las causas de los eventos con el conocimiento contrastado disponible, en lugar de recurrir a atajos mentirosos y perezosos, podemos cultivar una visión del mundo mucho más rica y fundamentada en la verdad, algo que en la postmodernidad causa alergia a muchos, pero salva millares de vidas a diario.

Alvaro Medina

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