Por Edgardo Riveros Marín.- Con razón surge la preocupación por el fraccionamiento político que se observa en Chile. Diversas entidades han sufrido fuga de militantes, incluidas personas que ocupan cargos de elección popular y que llegaron a ellos en virtud de la designación y apoyo de los partidos políticos a los que pertenecían.
Esta fragmentación ha tenido consecuencias como el que existan dos decenas de partidos representados en la Cámara de Diputados, sin contar aquellos en formación; que en la última elección presidencial las dos primeras mayorías estuvieran en la primera vuelta por debajo del 30% de los sufragios válidamente emitidos; que no se puedan lograr en el Senado los quórum necesarios para aprobar designaciones en órganos tan significativos como el de Fiscal Nacional o integrantes del Tribunal Constitucional; incertidumbre constante en cuanto al apoyo que tendrán importantes iniciativas legislativas; ningún partido supera el 11%, si se tiene como referente la votación de la última elección parlamentaria.
En una democracia es esencial el buen funcionamiento del sistema de partidos políticos. Cuando este se debilita se corre el riesgo de afectar la estabilidad institucional y la gobernabilidad. A este respecto podemos ver la evolución observada en diversos Estados, algunos de ellos en nuestro continente americano. En virtud de ello, se debe reaccionar.
La primera responsabilidad la tienen quienes están comprometidos e insertos en la acción política. Ella tiene como un objetivo la obtención del poder que, emanando de la soberanía popular en un sistema democrático, permite la conducción del Estado a través de sus órganos. La tarea encargada es estar al servicio de lo que constitucionalmente se define como su objetivo fundamental, esto es, el bien común.
Es, por tanto, un compromiso ineludible de quien se compromete en la actividad política privilegiar lo colectivo por sobre lo individual. Esto está en la esencia de por qué se asume una asociación con quienes se comparte un pensamiento ideológico, con una base doctrinaria común. Si esto se fragiliza y se colocan las aspiraciones personales individuales por sobre los objetivos comunes, la estructura de los partidos sufre un golpe en los esencial de su existencia. Es frecuente escuchar que los partidos deben cuidar sus liderazgos, pero agreguemos a ello que es fundamental que los liderazgos cuiden los partidos.
Es necesario, por tanto, no acostumbrase a que la diáspora domine en nuestro escenario político, sino, por el contario, es preciso retomar la senda de fortalecimiento del sistema de partidos políticos. Estos, por cierto, tienen la responsabilidad de fortalecer su democracia interna, la transparencia en su gestión y colocar acento en la formación de sus militantes y adherentes.
Edgardo Riveros Marín es académico de la Facultad de Derecho en la Universidad Central
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