Por Fidel Améstica.- A partir del Decreto N° 131 del 28 de junio de 2017, con firma de la entonces Presidenta Michelle Bachelet, se instituyó el reconocimiento de Estado al estatus de “payador”. Fue el corolario del recorrido de una de las agrupaciones de poetas populares (Agenpoch) que sumó a Chile a las gestiones que asociaciones similares del cono austral del continente llevaban a cabo ante el Mercosur (del que Chile es un Estado “asociado” y no parte), poniendo al arte de los payadores como patrimonio cultural de dicho conglomerado.
La elección obedece a que es un hito que marca el nacimiento de Agenpoch en la década de 1990, a falta de otros en la historia de esta práctica, sin considerar efemérides como la primera vez que la paya sube a los escenarios con Pedro Yáñez, Santos Rubio, Jorge Yáñez y el “Piojo” Salinas, o la fecha de nacimiento de Lázaro Salgado, un serio referente de los payadores. O uno más mítico, como la Noche de San Juan, 24 de junio, en que se dio el contrapunto entre el Mulato Taguada y don Javier de la Rosa, en el siglo XVIII ó XIX, en Curicó o San Vicente de Tagua Tagua, según las fuentes en que se basen (como la del poeta Nicasio García o la de Antonio Acevedo Hernández).
Payador es el que “paya”. ¿Y qué es esto? La palabra tiene un origen incierto, se ha nutrido semánticamente tanto del español como, tal vez, del quechua. Alude desde una acción selectiva en la minería -pasando como derivado de “campesino” (payo)- hasta ser el “par en diálogo”. La síntesis actual de estos sentidos apunta a que la paya es el canto dialogado en versos en acto, al momento, lo que supone que un payador no paya “solo” y crea sus enunciados mientras los canta, al “repente”, “de improviso”. En el Cono Sur reciben este nombre y en otras regiones del mundo son troveros, repentistas, bertsolaris, entre muchos otros, todos con sus características y matices locales.
Payadores ha habido en Chile desde antes de la república. La prueba material de ello son los fundamentos sobre los cuales se construye la cultura de la oralidad: las palabras, las historias significativas, testimonios, prácticas y disciplinas. Payadores hubo en la Colonia y en el proceso independentista, y varios de ellos, de seguro, formaron las huestes libertarias de Carrera, O´Higgins y San Martín; cruzaron de ida y vuelta la cordillera desde Rancagua a Mendoza y, de esta, al Paso de las Llaretas, Putaendo, Chacabuco y Maipú. Payadores hubo en los constitucionalismo de los años 1820; en la guerra contra la Confederación Perú-Boliviana; en la Guerra del Pacífico; en la infamante “Pacificación de La Araucanía”; en la Guerra Civil de 1891. Y durante todo el siglo XX, testigos y voceros de las miserias, y de la belleza y arte que se puede hacer incluso inmerso en ellas.
No hay exactamente una historia de los payadores, más bien leyendas, cuentos, rayanos en lo mítico a veces. Lo que cantan desaparece, improvisan sobre formas poético-musicales antiguas, pero actuales, ellos las hacen contemporáneas: la décima, la copla, la cuarteta, el ovillejo, la seguidilla, y hasta estructuras del endecasílabo como el soneto. Tocan la guitarra con afinación universal y muchísimas afinaciones campesinas. Son cantores, son guitarreros, son guitarroneros porque tocan guitarrón, la guitarra grande de 25 cuerdas, el instrumento más chileno de todos y menos conocido.
La paya y el payador pertenecen o surgen de un complejo cultural más amplio: el canto a lo poeta, un verdadero ecosistema poético-musical y comunitario, cuyos pilares de creatividad son dos herramientas mentales, la memoria y la improvisación. La memoria es lo que da oficio a los cantores a lo humano y lo divino, ya que deben generar y actualizar un repertorio significativo de versos glosados en décimas, por distintas temáticas llamadas “fundaos” o “fundamentos”, y este repertorio adquiere su pertinencia en instancias de lo sagrado y de lo profano. La improvisación, fundamentalmente de décimas, es lo que define a un payador delante de una audiencia a través de una dinámica variada, lúdica, participativa e integrativa. Cantores a lo humano y lo divino, y los payadores, comparten las formas de la poesía y de la música, pero sus prácticas son bien diferenciables.
Necesario es remarcar: no basta improvisar versos para que la paya sea paya y el payador, un payador. Se requiere un público activo, participante. Lo que surge ahí se condensa en la décima que se canta y luego se esfuma. Esa es la gloria de los payadores, algo despierta en ellos y en sus oyentes; despierta un lenguaje común de lo que todos los seres humanos compartimos desde el dolor y la alegría, la rabia y la humillación, en un juego con las reglas claras, donde un enunciado, una verdad, corre el riesgo de ser desbancado. Esa es la proeza.
El payador es el rostro de la paya, el mago por el que pasa la magia, y esa magia depende del momento, del lugar, de lo que pasa por nuestras vidas, de la contingencia, de las esperanzas que anidamos y del que coraje que nos embarga sometidos al orden, de lo que algunos llaman “orden”, de cómo funciona el mundo y nosotros en él. El payador oxigena esa chispa inicial que hay entre él y el público, la oxigena hasta que sea una llama, y ese calor y esa luz se vayan en el alma de cada uno. No siempre resulta ni todos los payadores lo logran, pero el camino sabemos cuál es, está demarcado, y solo hay que andarlo al compás del “improviso”.
Desde los años de 1980 la imagen del payador como un “rotito pícaro”, disfrazado de campesino, con un sonsonete caricaturesco, ha sido funcional para la industria televisiva, un tipo de ella al menos. Los humoristas que se han prestado para esto han sido cómplices oportunistas. Y esto ha dado piso para que al llegar las fiestas patrias a varios rostros televisivos o políticos les baje, al punto de padecer, un arranque criollo “tirando una payita”, como si las payas se dijeran de memoria, y para peor, con un contenido vulgar y denigratorio, como ha sido en el caso del presidente Sebastián Piñera, quien vestido de huaso, sombrero de fino paño y chamanto doñihuano, es capaz, en su personalismo desmesurado, de decir a tontas y a locas rimas que nada dicen más que la caricatura. Michelle Bachelet, que firmó el Decreto 131, hacía en décimas sus discursos de fiestas patrias, de seguro porque escuchó a sus asesores; nadie las sabe todas, y es más noble, digno y decente dejarse permear por aquello que no se conoce ni se domina, pero cuya presencia se la reconoce con un valor que alimenta la identidad, la raigambre y el sentido de pertenencia.
Un payador, por el sentido libertario de su práctica, no es funcional a ningún poder. Su sentido de la patria va más allá del militarismo y del Estado. Hay una búsqueda y sed de lo ideal en lo que hace un payador, de decir lo que hay que decir, siempre se puede improvisar mejor una vez dicho el verso. Quizá por ello lo más excelso a reconocer no sea el payador, sino lo que hace, que es payar, y el decreto debió consignar Día Nacional de la Paya; pero también necesitamos personalizarlo en un símbolo, vivimos de símbolos después de todo, y el payador es uno. No obstante, también los símbolos deben alimentarse con acciones memorables, y no porque a uno “se le pegue el tonito” puede dictar cátedra o esperar que el resto bese tres veces el suelo antes de dirigirse a él.