Por Luis Campos.- Aunque se esté a punto de terminar el año, siempre puede ocurrir algo diferente. Hace un par de días, Belfor -un amigo- me invitó a jugar petanca en una plaza cerca de donde vivo. Era la segunda vez que me avisaba del encuentro y aunque yo estaba con un dolor de estómago de varios días decidí cumplir con el compromiso. Iría de espectador, conocería a los jugadores y quizás hasta podría aprender a lanzar esas pesadas bolas de fierro.
Conocí la petanca un par de meses antes en una plaza de París, acompañado de Matilde, la hija de Belfor, quien me sirvió de guía un domingo en la ciudad. Visitamos varios parques, el barrio latino y esas ferias de libros viejos donde siempre se encuentran sorpresas. Y también me presentó el juego de la pétanque o petanca. Si bien sabía de la existencia de las bochas, nunca me había interesado en el juego. Matilde me contó entonces que Belfor jugaba en Chile y que me podía invitar a algún encuentro más adelante.
Fue así como llegué a la plaza República del Paraguay el 29 de diciembre de 2021 con la decidida intención de estar un rato sentado viendo cómo jugaban a la petanca un grupo de señores y señoras en su mayoría mayores y disfrutando de la frescura de las noches en Santiago. Para los que no la conocen, la petanca es un juego o deporte que consiste en lanzar bolas de fierro de alrededor de 700 gramos con el objetivo de acercarse a una bola más pequeña que ha sido lanzada con anterioridad. Se juega en equipos que se van alternando según la cercanía que consiguen al objetivo, siendo válido, entre otras cosas, golpear las bolas de los contrincantes para alejarlas del triunfo. El juego se termina cuando ya no quedan más bolas que lanzar y se pasan a contar los puntos del equipo ganador. Mientras más bolas tengas cerca del objetivo, más puntos tienes.
Por suerte para mi, los jugadores estaban pareados y no fue necesaria mi participación. Pude así cumplir a cabalidad con mis propósitos y disfrutar de una tarde que a esa altura se estaba poniendo fresca, con un fino viento que hacia vibrar las hojas de la plaza. El escenario lo completaban jóvenes paseando a sus perros, niños que corrían y algún trabajador que iba de camino a casa.
El juego tiene su ritmo particular lo que realza su encanto. En cada partida se van realizando comentarios y se conversa no sólo del juego. Los más expertos dan sus recomendaciones de qué hacer en cada tiro y se celebran los grandes aciertos. También aparecen las burlas que, aún siendo cómplices, de camaradería, recuerdan que lo que está sucediendo ahí es una lucha encarnizada por ganar. Y ese día era todavía más importante vencer, puesto que era la última partida del año.
En eso estábamos, yo sentado y ellos y ellas jugando, cuando alguien levantó la mirada y viendo a lo lejos exclamó:
–Allá viene Peralta.
Dicho eso, seis pares de ojos pasaron del viejo compañero que se venía acercando con parsimonia, conocedor hace rato de su papel en el juego, hacia mí, ya que con la llegada de Peralta estaba ahora obligado a participar de la partida. Y aunque ese fue el momento exacto en que conocí a Eduardo Peralta, todavía faltaban algunas decenas de minutos para que me diera cuenta de que ese Peralta era el reconocido cantautor de la nueva trova chilena.
Para los que no lo conocen, Eduardo Peralta es un no tan viejo trovador, payador y traductor del francés de muchos artistas que fueron también su inspiración como George Brassens. Peralta no lo sabe, pero ya en los años ochenta, en el medio del boom del canto nuevo y con el aumento de las protestas en Chile, yo era un adolescente que poco a poco fue conociendo la música representativa de los opositores a la dictadura. No sé si a Peralta le gustará o no ser reconocido de esa forma, pero en programas de radio como Raíces Latinoamericanas o Hecho en Chile pude disfrutar de esa música que luego era repetida en marchas y en fogatas guitarreadas en donde saberse las canciones era sinónimo no sólo de buena memoria, sino también de compromiso social. Fueron muchos los cantautores que escuché en esos tiempos, entre ellos Hugo Moraga (al que también de manera fortuita tuve la posibilidad de conocer), Payo Grondona, los Jaivas y…Eduardo Peralta.
Cuando uno andaba romántico la «Canción De Amor Contigo y con Todos» era parte indispensable del repertorio. Para qué decir de «El Hombre es una flecha» y «Juan González», que se referían a la situación que estábamos viviendo, o el «Joven Titiritero», «Navidad» y la «Elegía a Armando Rubio». Debo reconocer que, si bien todas ellas me gustaban al punto de grabarlas de la radio en reutilizados casetes de 60 minutos y aprenderlas de memoria de tanto escucharlas, fueron dos canciones las que se volvieron mis favoritas. La primera de ellas fue «Mis Zapatos». Tan acertada para alguien que siempre andaba con zapatos viejos y baratos, pero no por eso menos queridos, zapatos de caminante fanático, zapatos acompañantes, zapatos de alguien que acostumbra a andar solo y que tiene en su calzado una perfecta y suficiente compañía.
La otra, «Para Inventar Una canción Urbana», fue decisiva (y eso también lo vine a saber años después) en mi elección profesional o por lo menos en la manera en que decidí aproximarme y ejercer la antropología. Me explico: la antropología, que es mi profesión, es la ciencia del andar dando vueltas por ahí (con buenos zapatos por supuesto), contemplando todo, casi como flotando. De hecho, en Francia se la ha llamado a ese ejercicio la “Observación Flotante”, algo así como dejarse llevar como una pluma (al estilo Forrest Gump) o en jerga chilena, andar por ahí como mojón de río, llevado por la corriente de una orilla a otra sin mayor preocupación.
Volviendo a Peralta y a sus canciones, lo que estoy tratando de decir es que «Para Inventar Una canción Urbana» con seguridad cambió mi vida ya que me enseñó, varios años antes de mi ingreso a la escuela de Antropología, lo que significaba hacer etnografía. Y era juntarse con alguien en la mañana, empezar a caminar, sentir los olores, intentar interpretar lo que está pasando. Y luego de eso compartir un almuerzo en el mercado o en la casa de alguien o en cualquier tugurio de mala muerte. No saben cuántos almuerzos he compartido a lo largo de esta vida de antropólogo, en más de treinta años de andar, como decía mi madre, paseando por ahí. Y fijarse por último en los detalles, en los personajes comunes que son los que van haciendo la realidad, aquellos que nadie ve, los mendigos, las viejas que alimentan palomas, los cabros saliendo del colegio o los vendedores en las esquinas, los transeúntes y los enamorados del parque forestal.
Ese día Peralta llegó con una gorra (muy a lo Peralta por lo demás) y como todos nosotros andaba también con mascarilla. Y quedó en el equipo contrario siendo su rol (entiendo por su habilidad en el juego) el de cerrar las partidas, ya sea para asegurar el triunfo o para salvar alguna situación desesperada. Despreocupado dejaba sus bolas tiradas por ahí, esperando su turno. Conversaba, se sentaba, como todos en verdad a lo largo del juego. Pero hasta ese momento sólo era Peralta. El tipo que había llegado último y que todos reconocían sus habilidades para la petanca. Hasta que alguien bromeó luego de un comentario suyo sobre el juego:
–Ahí apareció, Peralta el trovador.
Y luego de eso a Coralito, una de las contrincantes, se le ocurrió llamarlo por su nombre:
–Ya Eduardo, es tu turno.
Y fue en ese momento en que “Peralta” se sumó al “trovador” y a “Eduardo” para que tuviera la casi conciencia de que había por fin conocido a Eduardo Peralta.
Ese día el juego de la petanca fue extenso. Mi equipo perdió, con seguridad por los aportes del novato que habían adoptado y al final, luego de unas cervezas tomadas sin disimulo por algunos de los jugadores, llegó el momento de saludar a los vencedores y vencedoras. Y aunque a esa altura ya estaba convencido de haber estado jugando toda la noche con Eduardo Peralta, el cantautor, ni siquiera me atreví a mencionar el hecho, por miedo a romper esa simpleza, la armonía del instante, en medio de gente que paseaba perros, de niños que jugaban, de amigos que compartían una cerveza y se dedicaban a terminar el año pasándolo de la manera más tranquila y libre que se puede imaginar. Y lo que habíamos vivido era aquello que siempre estuvo en las canciones de Peralta, un cuadro más de esa ciudad de Santiago que aprendí desde joven a querer y a mirar a través de sus ojos. Y sin dudas era por eso que él se veía tan cómodo en ese lugar, tan tranquilo, tan acostumbrado.
Ahora tengo una foto con Peralta y ese grupo maravilloso que juega petanca. Junto con Anita, Coralito, Beto, Belfor, Fabián y Renato. El problema es que para el próximo encuentro me sentiré acongojado por romper la armonía y el anonimato con una declaración de fan trasnochado y desubicado. Fue por eso por lo que no quise decir nada. No sé si él esperaba o no ser reconocido o si a alguien se le pasó siquiera por la cabeza que ese señor Peralta no sólo me había dado en un par de horas instrucciones precisas (a través de su ejemplo) de cómo se debe jugar a la petanca, sino que me había marcado a través de sus canciones desde aquellos tiempos en que no era más que un adolescente buscando un lugar y un punto de vista propio, en un país que aunque conflictuado, todavía mantenía su belleza en las esquinas, en cualquier rincón, en cualquier plaza en la que pudieras sentarte a compartir y a jugar con los amigos.
Al final Peralta me dio la mano y despidiéndose con palabras de buena crianza («buen debut del Sr. Novato» o algo así), se alejó caminando con la misma parsimonia con la que había llegado, con una cerveza abierta en el bolsillo de su chaqueta, como si todavía estuviera inventando una nueva canción urbana.
Por Luis Campos, doctor en Antropología, licenciado en Educación, investigador del CIIR y docente de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano.