Texto y croquis de Patricio Hales.- Yo pienso que es al revés: los chimpancés hacen guerras cuando se parecen a los seres humanos.
Aunque vulgar y recurrida mi comparación, pospongo el debate si heredamos o inventamos la guerra, y me concentro en ese informe de la ONU que desde 2018 dijo que debido a conflictos, guerras y desastres naturales, la cifra de personas con hambre subió a 821 millones. Recuerdo, entonces, mi lejana y juvenil visita al zoológico de Londres cuando, después de ver la jaula del orangután, en el pasillo de salida me enfrenté a un letrero: “¡Cuidado! ¡Frente a usted está el animal más peligroso del planeta!”. Era un espejo que me retrataba de cuerpo entero, donde se mirarían, libremente, todos los que visitaran al orangután enjaulado.
Mi temeraria acusación contradice a la mejor experta en monos que ha existido. Jane Goodall quien, con enternecedora dulzura, después de vivir con los chimpancés cinco años seguidos y con más de 40 años dedicada a ellos, cuenta que, desgraciadamente, ellos también hacen guerras. Resignada por el amor que les tuvo toda su vida, dice que son amorosos, cariñosos con su familia, buenos amigos. Su relatos me permiten concluir que los chimpancés han conseguido ese inteligente acto de cultura de quien transforma la realidad cuando cambian el uso de los objetos transformándolos en herramientas para vivir mejor.
Goodall aseguró que los chimpancés suelen ser agresivos, que pelean a muerte contra con su propia especie. Cuenta que los monos hacen guerras contra sus semejantes que habitan en otros territorios; que no toleran la inmigración y que llegan al extremo de exterminar una tribu entera en la victoria.
Afirmo que, más que descendiente, el sapiens es parte de una misma familia con la que compartimos un gen guerrero.
En materia de guerras, nosotros hemos evolucionado mejor (peor) que los chimpancés. En 150.000 años hemos sofisticado la eficiencia de las guerras; ellos no. Aunque tenemos más control, mantenemos la guerra como una constante histórica. Desde su aparición el Homo Sapiens creó y usó su gen agresivo. Eliminó a los Homo Neardenthal y otros parientes de sus tierras y fue sofisticando su capacidad de aumentar las muertes naturales.
Hoy, en el siglo XXI, los gastos en armamentos aumentan; sea para evitar guerras disuadiendo o para provocarlas. Y así seguiremos gastando mientras la política no establezca una forma distinta de disolver los conflictos, la ambición y la apreciación de amenazas que a veces aumenta en quien no tiene armas y las desea.
El armamentismo crece en función de la convicción, no siempre objetiva, de los peligros; a veces por negocios oscuros que inventan amenazas tanto o más falsas que las ya demostradamente desmentidas armas químicas que se inventaron para la guerra en Irak.
El planeta cuenta con un gigantesco y carísimo arsenal -felizmente en su mayoría por ahora- sin usarse. Crecen los conflictos y guerras mientras, según el informe ONU, el hambre en el planeta aumentó en más de un 2%. En África sufre hambre un 20% de su población y en el Caribe el 16%. En Asia registraron más de 500 millones de personas en subalimentación.
Más que el diálogo, la mediación, la comprensión, hemos desarrollado una eficacia combativa desde que apareció la especie sapiens en los recientes 150.000 años, de los 3 millones de años de existencia del género homo. Hemos afinado nuestros conocimientos en armas, evolucionamos pasando por la piedra de David, la catapulta de Alejandro, la flecha incendiaria, los helicópteros de Da Vinci, la bomba de los cálculos de Einstein y esos drones quirúrgicos que activados vía satélite pueden dispararse desde la protegida lejanía a una persona o a una ciudad completa.
Pero no gastar en armas es una ilusión mientras el guerrero conduzca la política. No creo en el dilema cañones o leche, tanques u hospitales. No se resuelve traspasando a gasto social los US$ 60 millones de cada uno de nuestros F-16, o los 600 millones de dólares que pagó Chile por sus submarinos Scorpene, O´Higgins y Carrera, con cuya tripulación me sumergí a 100 metros recibiendo certificado como submarinista honorario. El “Hombre Nuevo”, con el que nos cautivó don Carlos para la Revolución con que haríamos de la Tierra el Paraíso y un mundo en el que no habría guerras, solo será posible si asumimos que en nosotros coexiste de manera natural una contradicción guerra y paz que debemos conocer y comprender para aprender a administrar. Así la política podría actuar. Porque la política es la acción. Las valiosas batallas pacifistas y los buenos tratados, no logran reducir los presupuestos de defensa porque mientras nuestras tribus, países, grupos de poder, coaliciones y sistemas, ofreciendo violencia a sus ciudadanos para resolver amenazas, usarán su mejor capacidad para armarse. Seguirán el ajedrecismo de usar un buen ataque como la mejor defensa. Pues, cínicamente, las guerras siempre han sido declaradas en defensa de algo.
La solución no reside en no fabricar o no comprar armas, porque hay amenazas reales además de las falsas. La solución es cambiar la política ;construir políticas de nuevos compromisos que diluyan la vocación de amenaza. Políticas que nos impulsen a necesitarnos mutuamente. Porque el gen guerrero no desaparecerá y comparte el alma humana en contradicción con el instinto pacifista. Hay que saber trabajar la contradicción en su complejidad.
Por eso me importa contradecir a Jane Goodall. Digo que es al revés porque en el chimpancé su gen guerrero es un prototipo débil que se perfeccionó en el hombre. Porque compartimos con el chimpancé el gen de nuestra conducta belicosa que reside en los cromosomas de “la familia”. El mono se parece a lo que seguirá siendo. Solo cuando evoluciona hace guerras y ahí se parece a nosotros. El mono es un guerrero deficiente, ineficaz, sin superación combativa; el hombre es un guerrero perfeccionista, creativo en tecnología mortal aunque deje con hambre a sus semejantes. El chimpancé no innova su capacidad bélica desde milenios; los seres humanos nos perfeccionamos para matarnos de modo constante, innovador e inteligente. El mono gasta lo mismo en sus peleas; el hombre, cada vez más. El mono guerrero solo es un anticipo incipiente de su descendiente evolucionado. El gran guerrero es la especie humana, la especie más peligrosa de Universo conocido.
Lo sostengo sin un fatal determinismo, sino con optimismo, para manejar el dato de una contradicción interna con la que convive la humanidad y que debe resolver a su favor. Ese que según Rousseau nace bueno, tiene en sí mismo su condición de guerrera. La Falacci, rara vez dialéctica en sus pasiones, escribe conmovida que los mismos hombres que hacemos puentes, pintamos la Capilla Sixtina y nos emocionamos con Nabucco, somos peor que los animales.
Yo afirmo que por ser sapiens estamos genéticamente marcados, pero no condenados. Justamente nuestra mayor capacidad cerebral nos posibilita resolver aquello a lo que no está obligado el chimpancé. Elaborar ideas no es reducir el presupuesto de las políticas de defensa, sino cambiar la política.
La complejidad de la contradicción interna del hombre es colectiva y se transforma en guerras por decisión de la política. Aquel que no intervenga en la política no conseguirá la paz, solo será un virtuoso y loable manifestante que hace conciencia, pero no maneja directamente la acción .
Soy optimista viendo el paradigma más armónico que se desarrolla en los últimos 500 años y que es cada vez más sistémico y menos episódico. Más presión social obliga a la política a más control. No es lo mismo el juicio de Nuremberg de los 40 que la Corte Penal Internacional del siglo XXI. Hoy es más complicado ser dictador. Ya no es tan fácil ser genocida aunque los hay. El apartheid al menos se conoce, se condena, aunque a menudo no se sanciona. Hoy ni siquiera matar elefantes o rinocerontes se puede hacer en secreto. Las migraciones no se resuelven fácilmente a sangre y fuego. Pero aumentan peligrosos nacionalismos, el identitarismos, segregaciones en África, Asia y Cercano Oriente. El optimismo no es lineal. La política es presionada a conceder derechos ausentes de cualquier programa hace solo 20 años. Cobran fuerza valiosos movimientos antes inimaginados, que llegan incluso a veces a la injusticia y al belicismo en su pasión por derechos justos. En general la política va detrás de ellos y a menudo lo hace por oportunismo y no por convicción.
Pero es la política y no los buenos deseos la que fija las reglas del juego.
Lo malo es que importantes movimientos sociales creen que participar en política es traicionar sus valores, temen rendirse a los juegos tradicionales del poder corrupto que combaten. Quien no participa deja que las reglas del juego las fijen aquellos que reproducen el mismo mundo. Pues casi todo lo que se norma pasa por la política. Por eso vale tanto que se sumen a la política esos movimientos que buscan mejorar la humanidad por fuera de la política; anhelo que participen dentro de ella en vez de autogozarse en denostarla. Controlar nuestro gen guerrero colectivo requiere que hagan política los que miran al ser humano integral. Quiero que ganen el poder los que leen más de filosofía que estadísticas; que funden partidos o los transformen, aquellos que practican el arte como forma de acercarse a si mismos, los que meditan, los que buscan ser mejores personas. No habrá cambios en los ciclos guerra y paz si no hacen política aquellos que, con razón, han despreciado tanto a la política. Ojalá influyeran en política los que buscan conocerse a sí mismos, en grupos que hace un siglo se ocultaban en el esoterismo. Todos ellos, pueden ser determinantes para cambiar la política acercándola al nuevo paradigma. Así asumiríamos nuestra condición de sapiens para la humanidad de lo que buscamos mejorar.
Y no le echemos la culpa al mono.
Patricio Hales fue parlamentario por 16 años y Presidente del Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados.
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