Por Edgardo Viereck Salinas.- La indolencia es lo que define a un sujeto cuando no es capaz de conmoverse por lo que la mayoría si puede hacerlo. De la indolencia no se libra nadie, ni siquiera los más amados por el indolente quien, por eso mismo, pasa a ser una suerte de sociópata insensible e incapaz de ver a nadie que no sea él mismo.
Albert Camus dijo que no ser amado es una simple desventura pero no ser capaz de amar es una auténtica tragedia. Una afirmación que bien puede calzarle al protagonista de esta historia, arquitecto connotado, requerido, cotizado, fotografiado y soportado por una esposa y una hija adolescente que ya no le piden nada porque lo saben incapaz de salir de su propio ego. En cambio, la familia se deja a llevar por la inercia de su buen vivir dejando transcurrir los días en una rutina fastidiosa por lo autorreferente y, finalmente, vacía de toda emoción. Con todo, hasta ahí aún se soporta.
Pero el asunto desborda cuando de golpe un buen día aparece el vecino, uno jamás antes siquiera divisado, de aspecto extraño y costumbres algo extravagantes que, por añadidura, pide algo tan sensato como desconcertante. O mejor dicho, desconcertante por lo sensato. El hombre de al lado pide que le dejen instalar una ventana en su pared para coger algo de luz solar. El problema es que la ventana implica hacer un forado que rompe la armonía visual que rodea a la casa del arquitecto, que con esto pareciera perder su integridad además de su valor en tanto emblemática construcción firmada por otro emblemático arquitecto, verdadero icono intocable para el protagonista.
El espiral de tensiones entre los vecinos, que parte con este absurdo incidente y culmina en un insospechado desenlace, no hace más que confirmar lo que ocurre cuando niego al prójimo y lo hago sentir invisible, por no decir desechable. Si la vida ya se muestra bastante absurda, se vuelve aún más cuando decido eludir la posibilidad, y a la vez la responsabilidad de encontrarme en la necesidad del otro.
Sobre todo cuando ese otro, lejos de someterse, echa abajo la puerta a patadas y entra en mi casa hasta conseguir ser el alma de mi propia fiesta. Entonces, cuando ese otro que yo ni siquiera consideraba capaz de mirarme a los ojos de pronto se ha robado la película, es decir mi propia película, comprendo que algo hice mal y ya es muy tarde para enmendarlo.
Este es un film que posa de “suspenso psicológico” pero en realidad es un gran ensayo que opera como una suerte de abstracción, una metáfora que se adelanta en el tiempo a una crisis a la vez social y espiritual, que no es otra que la crisis de lo humano en un sentido profundo. Una crisis que la educación formal ni las buenas maneras, tampoco la corrección política y ni siquiera el arte son capaces de contener porque compromete lo más atávico de nuestra especie como es la ira que nos genera sentirnos despreciados por alguien que se cree superior.
“El hombre de al lado” puede perfectamente ser más de uno. Pueden ser varios. Hasta puede ser una comunidad completa y, por qué no, un país entero que nunca me he dado el tiempo de mirar ni oír y que de pronto se me aparece como se aparecen las imágenes en una pesadilla de la que me cuesta despertar. Una película que nos instala en el corazón de la crisis de este cambio de siglo y de milenio, un difícil momento en el que por algún motivo sentimos que se camina hacia adelante pero mirando hacia atrás.