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El lenguaje es humano y el entendimiento, divino

Por Fidel Améstica.- Javiera Francisca es una amiga que hace poco más de un mes cumplió 8 años, pero con poco más de dos ya se daba a entender con bastante claridad. Sabía elegir, pronunciando el nombre, las comidas que le gustaban, y las que no, también; si no sabía, preguntaba cómo se llamaban, como con el brócoli: «No me gusta el bócoli». Sin lectoescritura incorporada, decidía los sabores de sus helados, sus favoritos en ese entonces: una combinación de chocolate suizo, tiramisú y coco. Frente a uno de sus primos de tan solo un año de vida, luego de tratar de interactuar con él merced a sus gruñidos y balbuceos, le hizo notar a su abuela: «Él no shabe hablar». Tras cumplir 5 años, en la plaza del barrio se acercó a jugar con una niña que aún gateaba mientras su hermano pichangueaba un poco más lejos; el chico, de unos 9 o 10 años, al ver a la extraña junto a quien se supone tenía a su cuidado, gritó desafiante: «¡Oeee! ¡Ten cuidao con mi hermana!». Y Javiera se acercó tranquilamente y se presentó: «Hola, me llamo Javiera!», y el interpelado tomó a su hermana y se fue. A los 6 años, mi amiga tenía memoria de sí misma para contar alguna historia: «Cuando yo era pequeñita…».

Más de una década antes de que naciera Javiera Francisca, un alcalde se acercó a un campamento para asistir y comprometerse con los pobladores de la toma. Y les preguntó cómo estaban, qué cosas necesitaban en lo inmediato. Y una mujer, con atrevimiento, le respondió: «No tenemos ni radio pa’ escuchar». Replicó entonces el edil: «Señora, vaya el lunes a mi oficina a buscar una radio». Tiempo después, otra vez en el lugar, se encontró con la mujer. Sonriente y campechano, la indaga: «¿Y qué le pareció la radio?». Y esto obtuvo de vuelta: «No tiene ni para poner CD». Pero la dúplica no se hizo esperar: «Usted necesitaba una radio. Si me hubiese dicho que quería una radio que tuviera para escuchar CD, eso le habría ofrecido; pero usted dijo solo que quería una radio para escuchar». Nada dijo esta pobladora y el entonces alcalde siguió conversando con los otros vecinos de la toma. Podríamos concluir que una cosa es tener una necesidad y otra muy distinta, saber decirla. Por otro lado, para el alcalde, si está además dentro de sus posibilidades no solo satisfacer esa necesidad, sino que dar acceso a la mejor opción, una radio que cuente con reproductor de CD, casete, MP3 y puerto USB, ¿por qué no hacerlo? Ante la espontaneidad irreflexiva de la mujer se opone una audacia retórica que privilegia este «saber hablar» que finalmente se impone. Este saber hablar, saber decir las cosas, busca saber hablar asimismo por los demás, por los otros, consciente o inconscientemente. En ese momento el alcalde oye, pero no escucha; resuelve, pero no atiende. Una guapea en su código y el otro, se la echa al bolsillo para imponer su voz y su modo de decir las cosas, por lo que termina guapeando más. Muchas veces, no nos molestamos, en la lógica de la «representatividad», que otros hablen por nosotros. Como personas tenemos derechos irrenunciables, y uno de ellos es sacar la voz como debe ser, un derecho que a la vez es una obligación que nos hace ciudadanos. Los populismos aparecen cuando permitimos que los demás hablen por nosotros con total impunidad.

«Saber hablar» hace toda la diferencia en la vida, pero ¿cómo se aprende?

Convención Constitucional en entredicho

Desde que comenzó a funcionar, esta institución ha sido cuestionada, por buenas o no tan buenas razones. Esta instancia surge por un vacío de poder tras el 18 de octubre de 2019: el Ejecutivo solo puede ejercer la fuerza de coacción; el Legislativo, ni pincha ni corta, y el Judicial, reemplazó su venda por un parche de pirata. Qué llamativo que en aquella revuelta, dentro de todos los destrozos, saqueos, heridos y muertos, pasaran raspando los jueces: se quemaron iglesias, comisarías, negocios, el metro, micros, mobiliario público, estatuas… pero ni un tribunal de justicia. Una turba sin liderazgo le da a tontas y a locas, aunque lo del metro sigue siendo, por lo menos, «sospechoso».

Cuando a los tres poderes del Estado ya no les cree nadie, se pronuncia el Soberano, la marcha del 25 de octubre: un millón solo en Santiago, y más de siete a lo largo y ancho de Chile. Si se ha incumplido en el ejercicio del poder, este vuelve a su origen: al pueblo, palabra que poco a poco comenzamos a recuperar. De ahí el acuerdo del 15 de noviembre de 2019. Se acuerda el pronunciamiento resolutivo y vinculante para que el Soberano establezca una nueva Constitución.

Primero, no estaban las condiciones mínimas de funcionamiento, y recién comenzó a encauzarse cuando Carmen Gloria Valladares, secretaria y relatora del Tribunal Calificador de Elecciones (Tricel), toma juramento a los convencionales constituyentes elegidos luego del fracaso de los funcionarios de gobierno en esa labor. Y no la tuvo fácil, pero su carácter y claridad lograron lo que otros no. Después, que querían subirse el sueldo, cuando en realidad solicitaron recursos para una labor más óptima; en seguida, lo de la falsa enfermedad de Rojas Vade. Se recriminó que tras seis meses aún no redactaran ningún articulado y no se entendía por qué tomó tanto tiempo crear un reglamento. Ha habido de todo, las noticias falsas alimentaron lo peor de mucha gente; se habló poco menos que de fiestas y orgías, que querían cambiar la bandera, el repudio al himno nacional; también polémicas por el cumplimiento de los protocolos covid; que la Convención está tomada por la extrema izquierda, y más desinformación que no vale la pena relatar.

Cuando en 200 años de historia la democracia no ha sido plena y este país decide conversar, no es llegar y hacerlo. ¿Cómo se hace algo que antes no se había hecho? Cualquier juego implica reglas a todo nivel, y el acuerdo de noviembre era apenas la decisión de jugar en determinada cancha, y dentro de esta, hay que definir las reglas. Y estas no puede imponerlas ni el Ejecutivo, ni el Legislativo, ni el Judicial; estos poderes apoyan y resguardan el partido que está programado, no son los jugadores. Como alguien llamó a notarlo, vivimos en una cultura en que, por ejemplo, con suerte un grupo de padres y apoderados logra ponerse de acuerdo para definir el paseo de fin de año de sus hijos y pupilos, y se toman todo ese año para resolverlo.

Hablamos de poderes… Y es muy abstracto. Lo que hay son seres humanos. Vemos aciertos y errores, ambos nos desnudan. Dos desaciertos creo que pesan más de lo que quisiéramos: que alguna izquierda creyera que la Convención le pertenecía, y otro más puntual. Cuando el almirante (r) Arancibia quiso entrar a la comisión de Derechos Humanos fue vetado de facto, hubo ceguera. Era la oportunidad para que en el debate «perdiera», en buena lid, en igualdad de condiciones, en la cancha, públicamente, al jugar sus cartas ideológicas y morales. Quienes lo denostaron apelaron a un juego moral y no retórico, siendo que este juego se trata de competencias retóricas, de igual a igual. Este es un partido profesional, no una pichanga de barrio en que alguien tenga la opción de llevarse la pelota para la casa. El veto moral o la demonización del otro no pueden tener cabida en este proceso a falta de dominio en las habilidades del juego.

Primus inter pares

La democracia es uno de los legados de Grecia al mundo que conocemos y, por ello, de vez en cuando tenemos que volver la mirada a algunos de sus hitos. Y Homero es uno de ellos, es decir, la Ilíada y la Odisea. En una y otra se da un cónclave entre pares, pero con sentidos muy distintos. El historiador Moses I. Finley los destaca y, dado el tema que tratamos, es menester recordar a la luz de nuestras carencias:

En las playas de Troya se reúnen los reyes-generales de los aqueos para decidir si volver a casa o continuar el sitio a la ciudad. Recientemente, Agamenón fue engañado por un sueño que le envió Apolo, así que ya no se puede confiar en los dioses. En consecuencia, hay que deliberar; no contamos más que con nosotros mismos, podría decirse. Agamenón es el rey de reyes, un primus inter pares, y tiene la palabra, y la ejerce cetro en mano; y cuando la palabra pasa a otro, este recibe el cetro. Nadie puede interrumpir al que habla mientras este tenga el cetro en su mano. ¿Por qué? Porque el cetro llegó a Agamenón directamente de manos de Zeus, dios entre los dioses; hay algo sagrado en ese gesto que no puede transgredirse: el lenguaje es humano, pero el entendimiento es divino.

Lo anterior explica por qué Odiseo (o Ulises) se sienta en el macho cuando el tropa Tersites prorrumpe en el debate, alguien «que en sus mientes sabía muchas y desordenadas palabras / para disputar con los reyes locamente, pero no con orden, (…) / Era el hombre más indigno llegado al pie de Troya». Sería análogo a que un espectador de la galería entrara a la cancha de juego a pedirle cuentas al árbitro, o a los jugadores o el entrenador. Hay un sacrilegio del juego, incluso si los protagonistas del duelo hubieran errado el camino, pues la enmienda debe nacer en la misma cancha. El tal Tersites es reconvenido duramente: «¡(…) parlanchín sin juicio! Aun siendo sonoro orador, / modérate y no pretendas disputar tú solo con los reyes. (…) Ni siquiera aún sabemos con certeza cómo acabará esta empresa, (…) Mas te voy a decir algo, y eso también quedará cumplido: / si vuelvo a encontrarte desvariando como en este momento, / ya no tendría entonces Ulises la cabeza sobre los hombros / ni sería ya llamado padre de Telémaco, / si yo no te cojo y te arranco la ropa, / la capa y la túnica que cubren tus vergüenzas, / y te echo llorando a las veloces naves / fuera de la asamblea, apaleado con ignominiosos golpes». Y dicho esto, con el mismo cetro le da en la espalda y los hombros, lo que hace que el impertinente se encorve a la vez que una lágrima se le escurre por la mejilla. Le abrió una herida en el cuerpo y el alma al mismo tiempo, por obra y gracia del sagrado cetro en ejercicio humano. Mientras uno hable con el cetro en su mano es el primus inter pares.

La otra reunión es protagonizada por Telémaco, hijo de Odiseo. Sobrepasado por el abuso de los pretendientes que devoran su herencia, convoca al consejo de señores de Itaca para resolver su querella. Como retoño y primogénito del rey en ausencia, tiene derecho a hacerlo. Se acostó siendo un mocoso y se levanta como un hombre; lo que amanece no es la aurora, sino Telémaco, una persona lista para proyectar su voz. Ciñe sus vestidos a la forma adulta de su cuerpo; porta la «espada cortante» que no es sino su palabra, pero no es llegar y usarla, porque debe saber dónde pisa, para lo cual calza sus «cándidos pies» con «hermosas sandalias». Salió de la alcoba, dejó su espacio de reposo donde por la noche ha madurado la flor, donde ha vencido a la bestia que le impedía dejar de ser un niño. Manda a lanzar el pregón y todos lo ven, lo escoltan dos perros que bien podrían llamarse «Seso» y «Corazón», y en ese estado ocupa el sitial de su padre; es un estado de gracia conquistado por el nacimiento de un carácter. El anciano Egiptio inaugura la asamblea desplegando el elogio de este maduro miembro de la comunidad, porque a Telémaco, siendo hijo de un rey, esto no le basta para ser reconocido entre pares, debe llegar a ser digno de esa condición, y sin poder resistir el ímpetu natural de su vigorosa juventud, lo vemos determinado a enfrentar algo más que la ignominia de la que es víctima, los temores que le impiden ser él mismo: «sintió ansias de hablar y no pudo seguir en su asiento; / levantóse en mitad de la plaza y al punto un heraldo, / el prudente Pisénor, le puso en las manos el cetro».

Telémaco no es capaz él solo de expulsar a los pretendientes que se hacen llamar nobles, sabe que la justicia está de su lado, no así el poder de facto. Por eso expone su caso a la luz de la comunidad por medio de la palabra, cetro en mano, y busca conmover a la audiencia, moverla hacia sí: «[…] consúmese todo, pues falta / en mi casa un varón como Ulises capaz de echar fuera / una tal maldición; yo no puedo a mi edad, pero luego / ¿seguirá mi desgracia? ¿Jamás llegaré a ser fuerte?

Pero en este juego de dados de agitar las palabras, saber usarlas con propiedad no impide que entre al juego el embustero. Telémaco, todavía inexperto en este mundo de burdas mentiras, remata su discurso con un golpe de efecto para volver de su parte a la asamblea, poniendo en evidencia los resabios del alma de un niño que aún posee, sangra por la herida, pero el zorro siempre tratará de girar el discurso a su favor con verosimilitud:

Así dijo irritado y al suelo tirando su cetro
prorrumpió en fuerte llanto; tomó la piedad a las gentes
y en silencio quedó la asamblea no osando ninguno
dar respuesta a Telémaco en ella con agrias palabras;
solo Antínoo, dejándose oír, replicó de esta suerte:

«¡Ay, Telémaco altivo en discursos, sin freno en la ira!
¿Qué has osado decir y qué afrenta has querido infligirnos?
Los galanes no son los causantes de tales dolores,
es tu madre más bien, la mujer sin igual en astucias
[…].

Ejerce la palabra alguien que ciertamente tiene el derecho a hacerlo, como es el noble Antínoo, uno de los tantos pretendientes. Pero sabemos que es un infeliz. Le endosa a Telémaco la ira, cuando es indignación e impotencia ante el abuso lo que siente; luego se victimiza, arguye sufrir afrenta siendo que él y el resto de los galanes son los afrentadores desvergonzados que consumen la hacienda que no les pertenece y a la que creen tener derecho por la supuesta muerte del rey, Ulises. Y para colmo, acrece la infamia, culpa a la madre, a Penélope, asediada por la ignominia y la codicia de los que se dicen aristócratas y nobles. Antínoo transgrede la sacralidad en el uso de la palabra, mas no como Tersites, ya que la usa con propiedad, con orden, con themis, pero haciendo de la mentira, el embuste, un elemento verosímil, plausible, justo en la forma: es cohesivo en la sintaxis, pero incoherente al comparar sus palabras con sus actos. Habla entre pares, tiene derecho al cetro para usar la palabra y mostrar entendimiento, aunque sea torcido, amañado.

Antínoo sí tiene derecho a hablar. Usa y abusa de la palabra. Su transgresión no consiste en tratar de imponer su impropiedad, sino en usar el entendimiento, que es divino, al servicio de un interés espurio, potencialmente criminal al estar en su mente el asesinato de Telémaco, obstáculo para su ambición de quedarse con los bienes del rey del cual nada se sabe y, por supuesto, con el lecho de su esposa. En este punto, saber hablar vale tanto para el bien como para el mal. Cada Biblia tiene un diablo que la conoce al revés y al derecho.

Elisa Loncón y su discurso inaugural de la Convención

Que Elisa Loncón comenzara su discurso como presidenta de nuestra Convención Constitucional en mapuzungun fue hablar desde un lenguaje cuya alma es la resistencia libertaria, no solo desde el liderazgo de los loncos y los toquis, sino que sobre todo desde el alma que se forma al interior de las familias con las madres y las abuelas, las machis y las ñuke, aportando el idioma y la memoria. Y en un país como Chile, enfermo de olvido y desarraigo, esa raíz nos recuerda quiénes somos, dónde está la raíz de la libertad y de la dignidad: la tierra y la palabra, sin esto no hay nada. El Newén mapuche equivale al Prana hindú, al Espíritu cristiano, la fuerza vital de la que todo nace y se inunda, ahí está lo humano; por eso las lágrimas de muchos: 40 años de espera para usar la palabra y que esta empiece alumbrar lo que somos y lo que queremos ser, y no en español, sino que en un idioma que aún conserva un tipo de enunciación sagrada, extraña para nosotros tal vez, pero justamente gracias a esa extrañeza, salimos de nuestros discursos profanos para escuchar una voz que le habla a nuestro silencio, el sagrado silencio y la infame indiferencia.

Más de alguno dijo: «¿Por qué tengo que aceptar que hable en mapuche si yo soy chileno. Eso a mí no me representa». Y muchos no somos mapuche ni entendemos el mapuzungun ni en lo más mínimo, pero el sonido de esa lengua comunicó algo más allá de una mera traducción al español. Fue un gesto ritual, nos habló a lo más sagrado del corazón de cada uno, nos situó en el tiempo y el espacio, en un punto cósmico de nuestra realidad:

¡Mari mari pu lamngen!
¡Mari mari kom pu che!
¡Mari mari Chile mapu!
¡Mari mari pu che ta tuwülu ta pikun mapu püle!
¡Mari mari pu che ta tuwülu ta patagonia püle!
¡Mari mari pu che ta tuwülu ta dewün püle!
¡Mari mari pu che ta tuwülu lafken püle!
¡Mari mari kom pu lamngen!

¡Un saludo hermanos y hermanas!
¡Un saludo a todas las personas!
¡Un saludo al país de Chile!
¡Un saludo a las personas que viven en las tierras del norte!
¡Un saludo a las personas que viven en la Patagonia!
¡Un saludo a las personas que viven en las islas!
¡Un saludo a las personas que viven en la costa!
¡Un saludo a todas y todos, hermanos y hermanas!

Si a continuación dijo lo mismo en español, entonces, ¿de dónde viene la ofensa? Al comienzo y al final, la convocatoria es a los hermanos y hermanas. Y después de su alocución, declara que venceremos, ¿quiénes? Los hermanos y hermanas:

¡Mañum, pu lamngen!
¡Marichiweu! ¡Marichiweu! ¡Marichiweu!

¡Gracias, hermanos y hermanas!
¡Diez veces venceremos!, ¡diez veces venceremos!, ¡diez veces venceremos!

La victoria es para la fraternidad, y esta se construye en un lenguaje común, y al interior de este hay debate, polémica, discusión, diferencias; pero en tanto se reconozca y busque el sentido sagrado de los códigos humanos en que nos relacionamos, también se impondrá el entendimiento. En este punto, debemos recordar que el mapuche cuenta con una tradición del diálogo que este país dejó de cultivar, a saber: el parlamento, una institución que funcionó como una forma de entenderse y convivir con el conquistador español, y el último ocurrió con el Estado chileno en 1825, en Tapihue. Habría que preguntarse por qué se dejó de dialogar y se optó por ese eufemismo llamado «pacificación».

Frente a la elección de la segunda mesa directiva de la Convención, Pepe Auth habló de grupos de presión al interior de esta instancia que, más que votar, vetaron. Marta Lagos opina distinto, que esto fue más democracia. En lo que ambos coinciden, sin embargo, es en que la Convención Constitucional es una fotografía de la sociedad chilena, para bien y para mal. Es lo que tenemos y es lo que somos, ni más ni menos. El asambleísmo no es democracia, sino que matonaje de patotas; la democracia implica deliberar entre individuos con el juego a la vista. Y nuestras acciones se mueven en ese péndulo, esa esa es la lucha.

El convencional G.

Víctor Hugo, por otro lado, nos dejó en Los miserables una escena que no recogen sus recreaciones musicales, animadas ni del séptimo arte. Y es el encuentro de monseñor Bienvenido Myriel con el convencional G., una especie de horror del pasado revolucionario francés, cuya historia se socializaba como lo hacen los «comadreos de los gansos respecto al buitre», pero cuya agonía rezumaba libertad. El convencional votó a favor del fin del tirano, ese tirano que «engendró la realeza, que es la autoridad tomada de lo falso». Y ese tirano eran la ignorancia, los prejuicios, una caída en favor de la alegría humana, una alegría promiscua según monseñor; y le retruca el convencional G. que es una alegría perturbada por los intentos de la vuelta al pasado: «El derecho a la ira, señor obispo, y la ira del derecho constituyen un elemento del progreso (…) Durante mil quinientos años se ha ido formando una nube, y al cabo de quince siglos ha estallado. Y ustedes procesan al trueno». Si «el bien no puede tener un servidor impío», la respuesta del convencional G. será esta: «Es cierto que desgarré el paño del altar, pero lo hice para curar las heridas de la patria».

Vivimos contradicciones, dificultades de toda índole, el cambio de folio, un nuevo ciclo político. Pero no es un mero cambio de página en nuestra historia, sino de mirada; los personajes interpelan a su autor, porque estamos entrampados, los temores abundan: que no seremos capaces de terminar a tiempo la Constitución, que resultará en un mamarracho, y un cuantuai. Se habla de que estamos construyendo la casa de todos, y puede que no resulte en un palacio, pero será la concreción del sueño de la casa propia, una choza, un rancho, una ruca, pero nuestra, sin deudas. Insisto, puede que estemos entrampados y algunos aducirán que la carga se arregla en el camino, pero el refrán popular tiene un sintagma anterior: «Primero saquemos la carreta del barro, y en el camino arreglamos la carga». Y esa carga son los materiales con los que podemos erigir la libertad de nuestra vida, el hogar de nuestra palabra y los fundamentos de nuestra convivencia definitivamente humana, es decir, sagrada, señores convencionales.